Para aquellos que deseen fortalecer sus opiniones sobre un rol activista en la creación de derecho por parte de jueces ordinarios y constitucionales este libro provee buenas herramientas para lograrlo. Para aquellos, en cambio, que están algo convencidos de que la ley conserva algo de dignidad (parafraseando a Waldron) este texto les dará más de algún dolor de cabeza.
Lo primero que puede decirse es que el autor es un juez israelí bastante reputado y con bastante auto confianza toda vez a que a lo largo del libro se cita a sí mismo hasta el hartazgo (curioso mal antropológico). De ahí que hasta puede entenderse el texto como una mezcla entre libro científico y colección jurisprudencial.
Su tesis principal es que el juez tiene un papel activo en la defensa de la democracia principalmente a través de su función de servir de puente entre el derecho y la sociedad mediante el ajuste de las leyes a los tiempos que corren. Ello explica que sostenga una defensa fuerte a la interpretación teleológica de las normas jurídicas que permitan a los jueces “actualizar” el derecho a cada caso concreto.
Esta labor de puente está fuertemente ligada a la profesión judicial. Y es que ser juez, para nuestro autor, es definitivamente una forma de vida, algo así como una labor monacal cuyo norte es la búsqueda de la verdad de una forma honesta e imparcial. Su búsqueda está referida a aquellos fundamentos verdaderos aún cuando estos no sean lo que la mayoría acepta hoy en día. El juez, en esta visión, siempre posee un principio o valor residual al que echar mano en sus decisiones y este no es otro que el valor de la justicia. Los jueces deben siempre alcanzar soluciones justas: justas para las partes, para la sociedad y para el derecho. De ahí su búsqueda al interior de derecho de aquellos “principios implícitos” al ordenamiento jurídico que forman parte del ethos de éste.
La concesión de tanto poder hace aflorar de inmediato la duda acerca de la falta de control a las apreciaciones judiciales. La respuesta a esta falta de control efectivo, dice el autor, no es fácil pero la respuesta más satisfactoria a ese único “autocontrol” es que los “los jueces, debido a su educación, profesión y rol y de acuerdo a las restricciones a su discrecionalidad están bien entrenados para lidiar con conflictos de intereses”. Los otros poderes, debo suponer, no lo están.
Lo mejor del libro es una cita magistral al Juez Holmes que copio aquí como corolario para así poder atenuar aunque sea un poco esta escalofriante carga de activismo:
“As law embodies beliefs that have triumphed in the battle of ideas and then have translated themselves into action, while there still is doubt, while opposite conviction still keep a battle from against each other, the time for law has not come; the notion destined to prevail is not yet entitled to the field. It is misfortune if a judge reads his conscious or unconscious sympathy with one side or the other prematurely into the law, and forgets that what seem to him to be first principles are believed by half his fellow men to be wrong.”
Lo primero que puede decirse es que el autor es un juez israelí bastante reputado y con bastante auto confianza toda vez a que a lo largo del libro se cita a sí mismo hasta el hartazgo (curioso mal antropológico). De ahí que hasta puede entenderse el texto como una mezcla entre libro científico y colección jurisprudencial.
Su tesis principal es que el juez tiene un papel activo en la defensa de la democracia principalmente a través de su función de servir de puente entre el derecho y la sociedad mediante el ajuste de las leyes a los tiempos que corren. Ello explica que sostenga una defensa fuerte a la interpretación teleológica de las normas jurídicas que permitan a los jueces “actualizar” el derecho a cada caso concreto.
Esta labor de puente está fuertemente ligada a la profesión judicial. Y es que ser juez, para nuestro autor, es definitivamente una forma de vida, algo así como una labor monacal cuyo norte es la búsqueda de la verdad de una forma honesta e imparcial. Su búsqueda está referida a aquellos fundamentos verdaderos aún cuando estos no sean lo que la mayoría acepta hoy en día. El juez, en esta visión, siempre posee un principio o valor residual al que echar mano en sus decisiones y este no es otro que el valor de la justicia. Los jueces deben siempre alcanzar soluciones justas: justas para las partes, para la sociedad y para el derecho. De ahí su búsqueda al interior de derecho de aquellos “principios implícitos” al ordenamiento jurídico que forman parte del ethos de éste.
La concesión de tanto poder hace aflorar de inmediato la duda acerca de la falta de control a las apreciaciones judiciales. La respuesta a esta falta de control efectivo, dice el autor, no es fácil pero la respuesta más satisfactoria a ese único “autocontrol” es que los “los jueces, debido a su educación, profesión y rol y de acuerdo a las restricciones a su discrecionalidad están bien entrenados para lidiar con conflictos de intereses”. Los otros poderes, debo suponer, no lo están.
Lo mejor del libro es una cita magistral al Juez Holmes que copio aquí como corolario para así poder atenuar aunque sea un poco esta escalofriante carga de activismo:
“As law embodies beliefs that have triumphed in the battle of ideas and then have translated themselves into action, while there still is doubt, while opposite conviction still keep a battle from against each other, the time for law has not come; the notion destined to prevail is not yet entitled to the field. It is misfortune if a judge reads his conscious or unconscious sympathy with one side or the other prematurely into the law, and forgets that what seem to him to be first principles are believed by half his fellow men to be wrong.”
[Barak, A. (2006) The Judge in a Democracy, Princeton: Princeton University Press]
1 comentarios:
"los jueces, debido a su educación, profesión y rol y de acuerdo a las restricciones a su discrecionalidad están bien entrenados para lidiar con conflictos de intereses”
Y en caso contrario, los trasladan a Aysén o Antofagasta.
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