Una revolución jurídica

junio 21, 2013

Hace algunas semanas publicamos, junto a un grupo de profesores de derecho un manifiesto llamando a marcar el voto por una asamblea constituyente. Ha habido varias reacciones a este manifiesto. Una de las últimas es la del profesor Hernán Corral, quien en una columna publicada en el llamado Diario Constitucional, se refiere a nuestra posición.
El argumento central de Corral no es novedoso y es que nuestro llamado a una Asamblea Constituyente es inconstitucional debido a que el art. 15 de la CPR sólo permite las votaciones populares en los casos que expresamente lo dispone. Lo que hacemos entonces – dice Corral – es estar llamando a un acto inconstitucional mediante un procedimiento inconstitucional.
No podemos sino coincidir con Corral. Por supuesto que lo que hacemos es inconstitucional. Como podría no serlo si lo que proponemos es precisamente la sustitución de la actual Constitución por otra que sea generada por una Asamblea Constituyente. Inconstitucional significa lo que precisamente hacemos y que no es otra cosa que oponernos a que la actual constitución siga gobernándonos planteando, al mismo tiempo, una forma razonable para sustituirla por una nueva.
El problema de Corral al descalificar por ese mero hecho – la inconstitucionalidad – nuestra propuesta es que actúa como un “positivista de corta mira” pues no entiende que lo que un movimiento como este preconiza es precisamente la negación de su premisa mayor, esta es, que la Constitución solo puede ser cambiada mediante reformas constitucionales o mediante el procedimiento de modificación en ella establecido. El sustrato de la opinión de Corral es que la validez de una constitución deriva sola y únicamente de la constitución anterior. Y esta premisa es totalmente falsa.
Para justificar esa falsedad, bien vale leer al padre de todos los positivistas. El principio de legitimidad – dice Kelsen – (esto es, el principio que preconiza Corral de que la validez sólo deriva de una norma formal establecida con anterioridad) “se aplica a un orden jurídico estatal con una limitación altamente significativa. No tiene aplicación en caso de revolución”. No nos asustemos con este último concepto. Kelsen tenía reservado para él un contenido más jurídico que político. Una revolución es – dice el jurista – “toda modificación no legítima de la constitución – es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales – o, su remplazo por otra.” Permítaseme que siga citando. “Visto desde un punto de vista jurídico, es indiferente que esa modificación de la situación jurídica se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o efectuado por miembros del mismo gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos. Lo decisivo es que la constitución válida sea modificada de una manera o remplazada enteramente por una nueva constitución, que no se encuentra prescrita en la constitución hasta entonces válida” (TPD, p. 218).
El hecho que hoy estemos hablando de sustituir (y no desconocer) la Constitución de 1980 tiene su base en esta misma cita de Kelsen. Nadie – ni el mismo Corral – puede insinuar que la constitución que nos rige respetó los requisitos dispuestos en la Constitución de 1925 para su modificación. Fue simplemente instituida por un acto de fuerza que con el tiempo devino eficaz y que fue irradiando validez a todo el sistema. Pues bien, lo que preconizamos es precisamente esto: Ya no un acto de fuerza (de esos ya hemos tenido suficiente) sino un acto deliberativo donde sólo la fuerza de los mejores argumentos prime. Una Asamblea Constituyente donde volvamos a repensar ese contrato social por el cual permanecemos día a día vinculados a esta comunidad.
No se queda Corral es su critica de fondo. Expresa que nuestro llamado no sólo es inconstitucional sino que debiese ser sancionado por el Tribunal Constitucional declarándose inconstitucional nuestro movimiento imponiéndose además responsabilidad en las personas que hemos firmado el manifiesto. Avisa que para ello hay acción popular. Veremos si este férreo defensor de la actual Constitución será tan defensor de ella como para ser él quien ejerza esa acción. De ser así, seguro estará feliz Kelsen de ser llevado a los estrados judiciales.

Finalmente, una última consideración. Desde luego no es verdad que un llamado como el que se ha hecho ponga continuamente en duda todo nuestro derecho. Todo profesor de ciencias jurídicas es normalmente un amante de la certeza y de la seguridad jurídica. Queremos que todo funcione de acuerdo a las reglas del Derecho y nuestro respeto a esas reglas es irrestricto. Todo esto es así salvo cuando lo que discutamos sea el ejercicio mismo del poder constituyente. Ahí, en cambio, no hay seguridad que valga. Todo vuelve a ser discutible.

La necesidad de precedentes judiciales

junio 05, 2013

Hace algo de tiempo nuestra Corte Suprema se pronunció sobre la procedencia de la prescripción de las demandas civiles interpuestas por familiares de víctimas de infracciones a los derechos humanos. Excelentes argumentos tenían todas las partes involucradas en este complejo conflicto. Todos esos razonamientos fueron expresados durante largos años en varias instancias judiciales hasta que, finalmente, requirieron un pronunciamiento no sólo de una sala de la Corte Suprema, como es lo habitual, sino del pleno de ella. Muy pocas veces nuestra Corte convoca a todos sus ministros para decidir un asunto. Luego de mucha discusión y después de una apretada votación se arribó finalmente a una decisión.
El impacto y la extensión de esta resolución, sin embargo, comienzan a cuestionarse. Para algunos, aquella sentencia sólo puede tener efectos para el caso concreto y no puede ser utilizada en los múltiples casos donde lo discutido es idéntico a lo ya resuelto. En pocas palabras, aquella sentencia no generaría un precedente sino que sería una más de entre todas las sentencia judiciales que día a día dictan nuestras cortes.
Esta forma de entender las decisiones de nuestros tribunales refleja un bajo aprecio al precedente y justifica que cuando los tribunales superiores como la Corte Suprema o como el Tribunal Constitucional dan a conocer sus decisiones ningún cambio parezca seguirse de ellas. Los tribunales inferiores o las autoridades administrativas que resuelven conflictos no necesitan ni siquiera citar aquella jurisprudencia cuando deciden sus casos. Pueden hacer como que esa decisión simplemente no existe. Todos resuelven sus asuntos como si fuese siempre la primera vez.
Contra esta forma de entender nuestro sistema de resolución judicial de conflictos se alza una verdadera cultura del precedente según la cual las decisiones de los tribunales superiores deben originar cambios en los tribunales inferiores y en las autoridades administrativas. Las decisiones de esos tribunales, en efecto, van definiendo lo que nuestras leyes dicen de una forma especialmente vinculante.
Una perspectiva como esta última produce a lo menos cinco virtudes: igualdad, certeza, uniformidad, eficiencia y justicia.
Una cultura del precedente genera igualdad ante la ley - garantía por lo demás protegida por nuestra Constitución - toda vez que la estructura piramidal de los tribunales se transfiere también a las decisiones provocando que tanto la ley como la jurisprudencia sea la misma para todos.
Del mismo modo, el precedente entrega más certeza o seguridad a los ciudadanos acerca de las interpretaciones institucionales de las leyes sabiendo con ello mejor a qué debemos atenernos.
Una cultura del precedente uniforma también la jurisprudencia pues entiende que los tribunales superiores de justicia además de decidir conflictos tienen la primordial tarea de proveer uniformidad a las decisiones jurídicas.
Una cultura del precedente es además eficiente económicamente. Piénsese, por ejemplo, en los recursos invertidos en reunir a todos los ministros de la Corte Suprema para decidir un caso. Resulta lógico que los argumentos y la solución dada sirvan también para casos idénticos.
Una cultura del precedente es también más justa pues hace realidad aquella promesa kantiana de que cada decisión conlleva la necesidad de tener que resolver igual en idénticas circunstancias.
Se suele indicar que el precedente atenta contra la independencia judicial toda vez que las decisiones de los tribunales superiores vinculan a los inferiores. Del mismo modo, se indica que el precedente es propio de sistemas jurídicos anglosajones y que este resulta ajeno a realidades continentales o que requeriría de una reforma legal o constitucional para ser instaurado. Nada de eso es efectivo. La cultura del precedente permite tomarse en serio que la respuesta al conflicto es entregada por el Poder Judicial en su conjunto y no por cada juez individualmente considerado. Cada juez es una pieza de un engranaje que debe proveer de respuestas claras, uniformes y justas.
 Finalmente, el precedente es una necesidad de todo sistema de resolución de conflictos que está preocupado por entregar una justicia igualitaria. Para ajustarnos a el, sólo se requiere que comencemos a respetar más las decisiones de los tribunales superiores, que las consideremos relevantes y que las integremos verdaderamente a nuestra vida jurídica y social.