"Abstención y conflictos de interés", por Guillermo Jiménez.

octubre 04, 2011

Guillermo Jiménez nos ha solicitado transcribir la siguiente columna, publicada inicialmente en el blog "Razones de Estado". Accedemos con mucho gusto.



En la prensa del día lunes 3 de octubre se informó que el Ministro Secretario General de la Presidencia Cristian Larroulet se habría inhabilitado de firmar un proyecto de reforma constitucional que busca garantizar la calidad y el financiamiento a la educación. El proyecto fue firmado en calidad de subrogante por el Subsecretario de ese Ministerio Claudio Alvarado. La decisión del Ministro – especula la prensa- sería una señal de transparencia dado que el ministro estuvo vinculado con la fundación de la Universidad del Desarrollo. Sin embargo, al mismo tiempo la prensa aclara que la decisión del ministro Larroulet fue voluntaria. A primera vista que una autoridad decida no participar respecto de un asunto en el que posee un conflicto de interés confirma la vigencia del Estado de Derecho y honra el denominado principio de probidad. Sin embargo, igualmente resulta aconsejable un escrutinio jurídico estricto para valorar en toda su dimensión los alcances de la decisión respectiva.

Una primera cuestión tiene que ver con la subrogación. En el presente caso Larroulet habría decidido voluntariamente no participar en la decisión de enviar el proyecto de reforma constitucional y, como consecuencia, quien firmó el proyecto fue el subsecretario en calidad de subrogante. La ley define a los funcionarios subrogantes como “aquellos funcionarios que entran a desempeñar el empleo del titular o suplente por el solo ministerio de la ley, cuando éstos se encuentren impedidos de desempeñarlo por cualquier causa”. De esta manera, para que opere la subrogación debe concurrir una causa que impida a una autoridad el desempeño de su cargo. Por ejemplo, en la Constitución se señala que si “por enfermedad, ausencia del territorio u otro grave motivo, el Presidente de la República no pudiere ejercer su cargo, le subrogará, con el título de Vicepresidente de la República, el Ministro titular a quien corresponda de acuerdo con el orden de precedencia legal”.

La pregunta es qué causa concurre en el caso del Ministro Larroulet que permite que no ejerza su cargo y lo reemplace el subsecretario. Esa causa no puede ser una consideración meramente política sobre la conveniencia de firmar el proyecto porque si eso fuera así, el ministro decidiría a su solo arbitrio cuándo actúa el subsecretario como subrogante y cuándo actúa él mismo. En otras palabras, el ministro podría elegir sin ninguna limitación cuándo ejerce el cargo de ministro y en qué circunstancias es preferible que al menos formalmente actúe otro en su lugar. Pareciera que esa explicación no resulta plausible, ya que ella permitiría al ministro liberarse de las responsabilidades legales y políticas que implica su firma. Más bien la existencia de la subrogación deber ser una cuestión “objetiva”, no disponible a la subjetividad del ministro. Debe tratarse de situaciones objetivas tales como enfermedad temporal o ausencia del territorio. En consecuencia, la causa que provoca la subrogación debe ser una situación que externamente se imponga al ministro y haga física o moralmente imposible actuar. La subrogación opera, precisamente, para permitir que la Administración siga funcionando a pesar de la existencia de una situación que normalmente paralizaría su actividad.

Lo anterior lleva a buscar una causa legal –más allá de la mera voluntad del ministro - que justifique recurrir a la subrogación en este caso. Una razón que podría justificar esa situación es la concurrencia de un motivo de abstención en los términos de la ley de bases de los procedimientos administrativos (LBPA). La ley establece varios motivos de abstención que si concurren obligan a la autoridad a abstenerse de intervenir en el procedimiento. Ellos pueden resumirse en la noción de “conflictos de interés”, pues se trata de situaciones en que la autoridad podría llegar a encontrarse en una tensión entre la satisfacción del interés público y su propio interés privado. Para evitar el conflicto, la autoridad debe abstenerse.

Sin embargo, si el ministro considera que concurre un motivo de abstención debe declararlo así pública y formalmente. Esto se justifica en dos razones. Por un lado, si no se formalizara la decisión de abstenerse, este mecanismo no velaría por la probidad, sino que sería una vía para eludir la responsabilidad del ministro cuando un asunto sea particularmente complejo. Nuevamente acá tiene un rol importante la responsabilidad que asume un ministro cuando firma un determinado acto. Él no puede liberarse de esa responsabilidad por el ejercicio de una función pública a su solo arbitrio.

Por otro lado, un mínimo de consistencia exige que el ministro también se abstenga en situaciones futuras en donde se dé el mismo motivo de abstención (esto es, el mismo potencial conflicto de interés). Pero la única forma de hacer posible que los afectados puedan reclamar en el futuro, es que la primera inhabilitación sea formal y pública. En suma, la inhabilitación debe servir para restringir la actuación de la autoridad sobre la que concurra un motivo de abstención, no para ampliar sus posibilidades de maniobra política. Por eso, la abstención de intervenir debe ser pública y formalizada.

En este caso la formalización de la decisión de abstenerse puede materializarse por dos caminos. Primero, el ministro puede dictar una “resolución” señalando que se abstendrá de intervenir en materias relacionadas con educación superior porque posee un potencial conflicto de interés. La razón de esto es que la resolución es el acto mediante el cual normalmente se expresa la voluntad de los ministros. Por eso, no hay razones para excluir este camino en este caso. Una segunda alternativa es simplemente expresar las razones de la no concurrencia del ministro en la exposición de motivos del mensaje. Esta opción es menos formalizada que la anterior, pero puede resultar aceptable considerando que la decisión se enmarca dentro del procedimiento legislativo. Por otro lado, lo importante más allá de la forma es dejar constancia del potencial conflicto de interés que se quiere evitar, impidiendo de paso que él surja en el futuro.

Para concluir, si bien dar señales de transparencia puede ser un gesto que merece reconocimiento político, es necesario que las vías legales sean utilizadas correctamente. Con ello, se asegura que las finalidades de interés general detrás de la protección de la transparencia y la probidad sean efectivamente cumplidas. Al mismo tiempo, se evita dejar dudas sobre las reales convicciones detrás de las actuaciones de las autoridades del Estado. El respeto por la probidad no puede dejarse entregado a un acto de mera liberalidad que no impide que el conflicto de intereses se materialice cuando realmente importe.

Reseña: For the Common Good. Principles of American Academic Freedom (2009)

septiembre 13, 2011


FINKIN, MATTHEW W., & POST, ROBERT C. (2009): FOR THE COMMON GOOD. PRINCIPLES OF AMERICAN ACADEMIC FREEDOM (NEW HAVEN, YALE UNIVERSITY PRESS) 263 PP.

En una época en que las facultades de derecho chilenas están atravesando por un marcado proceso de desarrollo institucional fruto de las demandas de los procesos de acreditación y de las exigencias de la competencia, y mientras la educación superior chilena vive un momento de intensa discusión sobre sus fines sociales y los medios organizacionales para llevarlos a cabo, resulta altamente enriquecedora la lectura de reflexiones provenientes de países con sistemas universitarios más complejos sobre las ventajas que ofrece el medio universitario para el cultivo y transmisión del saber y los desafíos que esta labor entraña.

Esto es precisamente lo que el libro de Finkin y Post nos ofrece al elaborar los principios conceptuales e institucionales que caracterizan a la libertad académica en los Estados Unidos. El hecho que ambos sean destacados académicos jurídicos que han trabajado en áreas que se intersectan directamente con los asuntos tratados hace más valiosa aún esta contribución. Finkin, experto en derecho del trabajo y del empleo, ha escrito anteriormente The Case for Tenure (1996), libro donde articula una defensa del sistema de promoción y estabilidad del empleo característico de las universidades norteamericanas. Post, quien añade a su especialización en libertad de expresión –asunto desde el cual analiza la sociedad y la cultura constitucional norteamericanas en Constitutional Domains: Democracy, Community, Management (1995)– un pronunciado interés en las características de las comunidades construidas en torno al saber o disciplinas[1], suma a dichas credenciales el desempeñarse desde el 2009 como Decano de la prestigiosa Yale Law School. El resultado de este trabajo conjunto posee no sólo la erudición esperable de quienes lo escriben, sino que también logra transmitir una reflexiva pasión por la labor universitaria que, en mi opinión, tiene la capacidad de inspirar mediante su lectura. Así ocurre con la tesis central del libro, que sostiene que los principios de la libertad académica “presuponen que las instituciones de educación superior sirven al interés público y que promueven el bien común”; bien común “que no ha de ser determinado por la voluntad arbitraria, privada, o personal de ningún individuo, ni tampoco ha de ser determinado por el cálculo tecnocrático de incentivos lucrativos racionales y predecibles”, sino que “es hecho visible mediante el debate y la discusión abiertos, donde todos son libres de participar” (p. 125).

La Introducción plantea el contexto histórico y, ciertamente, político dentro del cual tiene lugar la intervención de Finkin y Post. “En la última década, frecuentes e intensos debates sobre la naturaleza de la libertad académica han surgido como resultado de un esfuerzo sistemático y sostenido por disciplinar lo que algunos consideran como un profesorado liberal y fuera de control” (p. 2). Las críticas a los contenidos curriculares de diversos colleges por parte de organizaciones conservadores y legisladores estaduales, muchos de los cuales plasman sus críticas en la forma de un reclamo por mayor diversidad dentro de las instituciones de educación superior, se transforman en discursos que en nombre de la libertad académica critican su ejercicio por parte de los docentes universitarios. A fin de traer claridad conceptual al debate, Finkin y Post regresan a las fuentes documentales que fundan históricamente la libertad académica en Estados Unidos, la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure (1915) y el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure (1940) y proponen entender la libertad académica como “la libertad para ejercer la profesión académica de acuerdo a los estándares de dicha profesión” (p. 7), concepción que se remonta al propósito de los redactores de la Declaration de “asegurar que las instituciones de educación superior se mantuviesen sujetas a estándares profesionales antes que sometidas política o financieramente a la opinión pública” (p. 8).

El Capítulo 1 consiste en un recorrido por los orígenes históricos de la libertad académica. Partiendo por una caracterización de los límites impuestos por el poder religioso y político a la libre interrogación de la sociedad y la naturaleza hasta los albores de la modernidad (incluyendo las historias de Korah, Sócrates, Galileo, Giordano Bruno, Noël Journet), Finkin y Post registran cómo hacia principios del siglo XVIII cristalizó en las universidades alemanas la idea de que la búsqueda del conocimiento había de tener su propia salvaguarda, consistente en la akademische Freiheit, tema sobre el que ya en 1811 Fichte dicta conferencias en su calidad de rector de la Universidad de Jena. Este concepto permite reformular antiguos privilegios de los docentes universitarios existentes ya en la universidad medieval a la luz de las nuevas expectativas de las ciencias y las humanidades en la modernidad. El concepto norteamericano de libertad académica, nos cuentan los autores, es una recepción de su contraparte germana surgida del contacto con y la imitación de la institucionalidad universitaria alemana tras el fin de la Guerra Civil. En este período, un número significativo de académicos peregrinaron en dicha dirección, regresando “impresionados con el modelo alemán e imbuidos del concepto de una institución comprometida con el ideal de la Wissenschaft y sus concomitantes libertades de investigación y enseñanza” (p. 24). Sin embargo, se encontraron con instituciones “predominantemente congregacionales” y “centradas en la formación de ‘carácter’ antes que en el cultivo del saber” (p. 23), donde los profesores “eran considerados como empleados de una institución controlada por juntas gubernativas no profesionales” (p. 24). En tales instituciones, “personas no dedicadas a la academia mantenían el derecho a decidir qué se debía enseñar y qué no, qué debía ser publicado y qué no” (p. 25).

El Capítulo 2 explica el proceso mediante el cual el ideal alemán de la libertad académica fue adaptado a la realidad universitaria norteamericana y cómo, en dicho proceso, esta última fue a su vez transformada. Lo hace mediante un análisis histórico y conceptual de la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure de 1915, y de cómo sus propósitos y principios fueron explicitados y robustecidos mediante el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940 y la producción jurisprudencial del Committe on Academic Freedom and Tenure de la American Association of University Professors (AAUP) o Committee A. La Declaration, redactada principalmente por el economista Edwin R.A. Seligman y el filósofo Arthur O. Lovejoy para la AAUP como respuesta a una serie de despidos de profesores universitarios abiertamente causados por los contenidos de sus clases o sus publicaciones, tenía un desafío fundamental: “cambiar esta idea de que los profesores eran meros empleados prestando servicios a la satisfacción de sus empleadores” (p. 33). Así, la Declaration sostiene que “una vez nombrado, el académico tiene que desempeñar funciones profesionales respecto de las cuales las autoridades que le han nombrado no tiene ni competencias ni un derecho moral a intervenir” (p. 33), puesto que la responsabilidad del profesor universitario “es primordialmente para con el público mismo, y para con el escrutinio de su propia profesión” (p. 34). La Declaration propone como imagen para entender esta relación entre autoridad universitaria y profesor aquella relación de independencia y autonomía que se da “entre los jueces de las cortes federales y el ejecutivo que los nombra” (p. 34). Finkin y Post anotan que la Declaration logra sus objetivos mediante dos premisas conceptuales claves. La primera es su conceptualización de los fines o propósitos de la universidad como institución, los cuales identifican con la idea de “promover la investigación y acrecentar la suma del conocimiento humano” (p. 35), conocimiento cuya medida es “el resultado de las prácticas disciplinarias públicas de profesionales expertos” (p. 35). La segunda es la reivindicación del profesorado como “profesionales expertos en la producción de conocimiento” (p. 37), lo cual Finkin y Post observan que “presupone no sólo que el conocimiento, aun cuando sea provisional, existe y es susceptible de articulación, sino también que dicho conocimiento es acrecentado mediante la libre aplicación de formas de investigación altamente profesionalizadas”, una afirmación que los autores aseveran que no tan sólo es obvio en el contexto de la investigación científica propiamente tal sino que también “retiene su fuerza cada vez que creamos que los métodos de una disciplina producen conocimiento; tal como, por ejemplo, claramente ocurre en las ciencias sociales y las humanidades” (p. 37). La implicancia de esta conceptualización, desde luego, es que esta libertad no es infinita; la libertad académica “establece la libertad necesaria para acrecentar el conocimiento, lo cual consiste en la libertad de desempeñar la profesión académica” (p. 39).

El Capítulo 3 analiza una de las consecuencias tradicionales de la noción de libertad académica ya presentada: la libertad de investigación y de publicación. Estudiando el informe del Committe A ante el despido de un profesor y la expulsión de un alumno de la Universidad de Missouri en 1929 debido a un cuestionario sobre sexualidad enviado por este último a sus compañeros de universidad en el contexto de un curso enseñado por el primero, Finkin y Post concluyen que “la conveniencia de la investigación científica debe ser juzgada por estándares científicos, no por las inclinaciones de la opinión pública”, “poderoso principio debido a que una opinión pública enfurecida puede infligir un gran daño a la reputación y los recursos de una institución de educación superior” (p. 68). El mismo principio rige para la publicación del trabajo académico, el cual puede “enojar y ofender a poderosos grupos de interés: padres, exalumnos, y estudiantes, e involucrar a las universidades en controversias que amenacen sus recursos financieros”, todas consecuencias que “por muy aterrorizadoras que puedan ser para la administración universitaria, no puede justificar la censura de una publicación” (p. 70).

El Capítulo 4 prosigue concentrándose en otra consecuencia tradicional de la misma noción de libertad académica: la libertad de enseñanza. Estudiando la Declaration de 1915, los autores encuentran en ella una formulación explícita del propósito pedagógico de las instituciones de educación superior: “cultivar en los estudiantes la madura independencia de mente que caracteriza a la adultez exitosa”, una misión que ellas no pueden cumplir “simplemente transmitiendo verdades comúnmente aceptadas” ya que dicha independencia “es una virtud activa, no una pasiva” que “no puede ser taladrada en los estudiantes; debe ser extraída de ellos” (p. 81). Así y todo, diferentes profesores persiguen ese propósito de diversas maneras: “algunos se cuidan de expresar sus propias opiniones; otros formulan abiertamente sus propios puntos de vista pero alientan su discusión crítica; otros tantos adoptan el proceso de interrogación socrática” (p. 82). Lo que no pueden hacer es adoctrinar a sus estudiantes, distinción –aquella entre educación y adoctrinamiento– que “depende de los estándares relevantes de conocimiento” (p. 84).

El Capítulo 5 se aboca al estudio de la libertad de expresión intramural del académico; la cual se distingue de la libertad de expresión extramural no en cuanto al lugar donde es invocada (fuera o dentro de los muros que separan a la universidad del mundo exterior) sino en cuanto a sus contenidos. La libertad de expresión intramural dice relación con “las comunicaciones del profesorado que no versa sobre su experticia disciplinaria sino sobre la acción, políticas, o personal de la institución a la cual está afiliado un profesor” (p. 113). Dicha libertad de expresión recibió un soporte teórico mediante la transformación conceptual que del profesorado hizo la Declaration al presentar a éstos ya no como empleados de la universidad sino como “independientes” e “iguales” participantes en la universidad (p. 116).

El Capítulo 6 continúa con el análisis de la libertad de expresión extramural del académico, la cual se refiere “a la expresión de los profesores formulada en su condición de ciudadanos, expresión que típicamente versa sobre asuntos de interés público y que no está relacionada con su experticia profesional o su afiliación institucional” (p. 127). Calificado por los autores como el “aspecto teóricamente más problemático de la libertad académica” (p. 127), tras estudiar las transformaciones que llevan de la Declaration de 1915 al Statement de 1940 y a su reinterpretación en 1970 éstos concluyen que las instituciones de educación superior han de respetar dicha libertad debido a que “los profesores pueden cultivar el conocimiento o dar forma a pensadores independientes en la sala de clases tan sólo si están activa e imaginativamente involucrados en su trabajo”, bienes que tan sólo pueden obtenerse si los profesores están libres del peso de considerar “qué formas de expresión están protegidas por la libertad de investigación y cuáles pueden exponerles a castigos”, lo que ocurriría si la libertad de expresión extramural “no fuera reconocida como una dimensión de la libertad académica” (p. 139).

La Conclusión identifica una importante tensión subyacente a los problemas estudiados: “la profesión académica requiere respaldo del público, y sin embargo debe ser independiente de la opinión pública. Este dilema es difícil de negociar, y siempre es tentador resolverlo de formas incompatibles con principios básicos de la libertad académica” (p. 152). Completan el libro dos apéndices conteniendo extractos de las fuentes documentales en torno a las cuales gira la reflexión de Finkin y Post: la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure de 1915, y el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940, junto a sus Interpretive Comments de 1970.

Este apretado resumen, desde luego, deja de lado muchos detalles y argumentos que el lector podrá descubrir mediante su propia lectura. Queda a juicio del mismo, sin duda, cuánto de la discusión norteamericana es útil o relevante para la discusión nacional. La concepción de la libertad académica elaborada por los autores, entendida como la libertad para ejercer la profesión académica de acuerdo a los estándares de dicha profesión, parece ir más allá del contexto territorial en el cual ha sido formulada y resumir la comprensión que de dicha libertad caracteriza a las instituciones universitarias occidentales modernas. Las tensiones entre opinión pública, cultivo del conocimiento, presiones del mercado educacional, expectativas investigativas, y demandas de la docencia que estudian los autores se presentan sin duda también entre nosotros; desde luego, de acuerdo a las características propias de la institucionalidad universitaria, de su evolución en las últimas tres décadas, y de la heterogeneidad que le ha sido propia desde aquel entonces. Diferencias muy concretas nos distinguen del caso estudiado por Finkin y Post. Las universidades nacionales, a diferencia de las norteamericanas, no han desarrollado todavía una práctica estandarizada de contratación y estabilidad en el empleo como la que caracteriza a la educación superior estadounidense; nuestras universidades estatales tienen un alto grado de burocratización iusadministrativa pero, a diferencia de las norteamericanas, una total independencia de los dictados de los legisladores; y, por supuesto, los recursos destinados a la investigación y a la educación superior en general son ínfimos en comparación con el caso estadounidense, lo que sin duda afecta el impacto social de estas actividades –impacto que en el caso de Estados Unidos es global– y, por lo tanto, lo que está en juego en su regulación. Sin embargo, como he sugerido anteriormente[2], diversos factores permiten conjeturar plausiblemente que nuestro modelo universitario –particularmente en el caso de las facultades de derecho– se acerca paulatina pero sostenidamente al modelo institucional norteamericano. Las páginas de For the Common Good nos pueden ofrecer, entonces, un vistazo hacia uno de nuestros muchos posibles futuros.



Todas las citas corresponden a traducciones mías.

[1] Véase, del autor, e.g., (2009): “The Job of Professors”, Texas Law Review, vol. LXXXVIII: pp. 185-104; (2009): “Debating Disciplinarity”, Critical Inquiry, vol. XXXV: pp. 749-770; (2009): “Constitutional Restraints on the Regulations of Scientific Speech and Scientific Research”, Science and Engineering Ethics, vol. XV: pp. 431-438; (2009): “Constitutional Scholarship in the United States”, International Journal of Constitutional Law, vol. VII: pp. 416-423.

[2] Véase Muñoz L., Fernando (2011): “Langdell’s and Holmes’s Influence on the Institutional and Discursive Conditions of American Legal Scholarship”, Revista Chilena de Derecho, vol. XXXVIII: pp. 217-237.

¿Existe un principio constitucional de impugnabilidad de los actos administrativos?

agosto 28, 2011


Cualquier persona lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, dice el art. 38 inc. 2 de la Constitución, podrá reclamar ante tribunales. En esa regulación básica de lo contencioso administrativo se encuentra probablemente la única referencia directa de la Constitución a la impugnación de actos administrativos. En el ámbito general del control de la administración, el principio de impugnación de los actos administrativos descansa en una garantía elemental de acceso al juez (lo cual también delinea el papel de la justicia en esta materia: los jueces están para intervenir ahí donde la administración lesione derechos de los particulares).

¿Hay otros mecanismos constitucionales de impugnación de actos administrativos? Desde luego (art. 98), la Contraloría General de la República tiene reconocida constitucionalmente la misión de controlar la legalidad de los actos de la Administración. Pero esta función, según la misma Constitución (art. 99), se ejerce mediante la toma de razón, que es normalmente un control preventivo de ciertos actos administrativos y no corresponde propiamente a un mecanismo de impugnación. Aun cuando bajo ciertos respectos los pronunciamientos de Contraloría han devenido equivalentes funcionales de mecanismos judiciales de impugnación, la Constitución confía al legislador (orgánico, parece) el desarrollo normativo de las demás funciones de este organismo. Tampoco es fácil ver aquí un principio constitucional de impugnación.

Dejando de lado las exigencias de publicidad de los actos y resoluciones de los órganos del Estado (art. 8), que sólo eventualmente podrían estimarse mecanismos auxiliares a la impugnación de los actos administrativos, parece que la Constitución no contempla otras posibilidades de levantar reclamaciones en contra de actos administrativos. Desde luego esta constatación no supone que el ordenamiento no reconozca otros medios de impugnación de actos administrativos, sino sólo que ante el silencio de la Constitución su regulación podría disponerse mediante textos de jerarquía inferior (como, naturalmente, la ley).

Por sentencia de cuatro de agosto pasado, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional una norma que, en materia de ordenación de establecimientos educacionales (instituida por el flamante proyecto de ley sobre aseguramiento de la calidad de la educación parvularia, básica y media y su fiscalización), preveía el ejercicio de los recursos administrativos contemplados por la ley 19.880, “sólo en virtud de algún error de información o procedimiento que sea determinante en la ordenación del establecimiento educacional”.

Con un escueto razonamiento (cons. 31), el Tribunal estimó que una regla así “coarta el principio de impugnabilidad de los actos de la Administración” recogido entre las bases generales de la administración del Estado que pormenoriza la ley orgánica constitucional sobre la materia (Ley 18.575, cuyo texto refundido se contiene en el DFL 1/19.653 de 2000, publicado el 17 de noviembre de 2001).

Desde dos puntos de vista el argumento es interesante. Ante todo, los límites que se impondrían al legislador no provienen de derechos fundamentales, sino de la determinación básica de lo que ha de ser la administración del Estado. En seguida, la Constitución no fija directamente esos límites.

Como se ha visto, no hay regla constitucional que se refiera a los recursos administrativos (pues todo indica que las garantías que la Constitución ofrece están en otro lado). El Tribunal ni siquiera ha querido escarbar en los fundamentos constitucionales de los procedimientos administrativos par dar sustento a sus ideas sobre la impugnación administrativa. Al contrario, ha aludido directamente a reglas de jerarquía legal para censurar la obra del legislador. Es de rigor preguntarse entonces si el legislador no puede derogar (expresa o tácitamente) reglas legales anteriores; no siendo controvertido que las normas legales se aprobaron con quórum orgánico-constitucional suficiente ¿por qué no podría haberse modificado legalmente el estatuto aplicable a los recursos de reposición, jerárquico o de revisión?

Tratándose de ciertos valores especialmente sensibles (como, p. ej., las libertades públicas), quizá sería admisible impedir al legislador recortar avances ya alcanzados en el pasado, reduciendo ciertas garantías ofrecidas por la ley antigua. Con todo, no debe minimizarse el riesgo antidemocrático de tal razonamiento: en regímenes modernos, la ley en cuanto obra de la voluntad soberana está concebida precisamente para cambiar el orden social; si se quiere, para “mejorarlo”… en las condiciones que determine el legislador. Por eso, en las tradiciones más reflexivas que han encontrado un método jurídico que impida la derogación de leyes antiguas (a la manera del effet cliquet de la jurisprudencia constitucional francesa), no se han cerrado por completo las puertas a la modificación de una ley estimada valiosa, a condición de que las garantías ofrecidas por la ley antigua sean reemplazadas por otras equivalentes.

¿Es aceptable extender un método como ese a la regulación de los recursos administrativos? Según las propias palabras del Tribunal, la derogación de la ley antigua no tiene fundamento en la posición jurídica del individuo frente a la administración, desde que la impugnabilidad de actos administrativos no viene identificada con ningún derecho fundamental. Por eso, aunque en un entendimiento puramente bilateral de las relaciones entra administración y administrados (à la ’80) los recursos administrativos puedan mirarse como garantías del individuo, la consideración de la posición jurídica del destinatario de la acción administrativa no debiera impedir la derogación de las reglas antiguas sobre recursos de reposición, jerárquico u otros.

¿Las circunstancias del caso mostraban que alguno de los elementos básicos que configuran la administración del Estado no debiera haber podido cambiar? Mediante el artículo censurado, el proyecto de la ley pretendía regular los recursos en contra de de una decisión que clasifica (“ordena”) distintos establecimientos educacionales, atendiendo a resultados de aprendizaje y otros indicadores de calidad educativa. Se trata de una política cuyo objeto es ilustrar al público acerca de las bondades educacionales de instituciones educacionales. En la determinación precisa de los recursos administrativos procedentes en contra de la resolución que configure el sistema de ordenación, es comprensible que la comunidad (a.k.a. mercado) quiera obtener rápidamente certeza acerca de la calidad de los proveedores de servicios educacionales. Por eso, es igualmente razonable que se hayan previsto en forma específica modalidades de revisión de los errores en que se pueda haber incurrido en la operación misma de ordenación de los establecimientos educacionales. La revisión de esos aspectos no es incompatible con estabilización rápida de las decisiones de la autoridad en la materia, lo que usualmente se logra mediante una reducción de las vías de reclamo en contra de esas decisiones. Nada de esto parece trastocar las bases en que descansa la administración pública. Si una de esas bases es la impugnabilidad de las decisiones administrativas por medio de recursos administrativos (esto es, por medio de la intervención de la autoridad pública, con fundamento en las consideraciones de oportunidad que son por lo general de su resorte), no se ve de qué modo podía ser afectada por el proyecto. En la medida que, en una perspectiva holística y no solo individualista, los recursos administrativos propenden siempre a una mejor toma de decisiones por la autoridad (incluso a costa de hacerle ver los errores en que pudiera incurrir), el proyecto de ley no alteraba las bases fundamentales de la administración del Estado por el hecho de:

a) haber previsto que estos recursos serían procedentes –incluso previéndose un recurso jerárquico, en circunstancias que tal recurso no procede contra las decisiones del superior jerárquico del servicio, como lo es el Consejo de la Agencia de Calidad de la Educación; y

b) contemplarse específicamente como causal del recurso los errores de información o de procedimiento en que pudiere haberse incurrido, con efecto determinante en la ordenación de los establecimientos.

En otras palabras, las garantías que contemplaba el proyecto (para el público, no necesariamente para el sostenedor o dueño de un colegio), si bien no eran idénticas a las que se hubiesen impuesto de no haberse previsto regla especial, podían tenerse por equivalentes: no sólo se contemplaba una revisión del mérito (errores que pueden ser determinantes en la ordenación), sino una instancia adicional a la que normalmente correspondía. Otros vicios de legalidad eventuales podían haberse entendido susceptibles de rectificaciones mediante los instrumentos generales de la ley bases de los procedimientos administrativos, que no fue alterada por el proyecto.

En síntesis, es muy discutible que mediante este proyecto se haya corrido el riesgo de ver alteradas las bases generales de la administración del Estado. En cuanto a la impugnación, esas bases carecen de reconocimiento constitucional positivo, de modo que su determinación depende de la ley; y aquí, el legislador sustituyó un sistema de reclamación por otro que cumplía funciones sustancialmente idénticas. No parece que estuvieran dadas las condiciones para que el Tribunal Constitucional declarara la inconstitucionalidad de una regla por el solo hecho de ser incompatible con una ley anterior.

El otro argumento que emplea el Tribunal para sostener la inconstitucionalidad de la regla está en una idea igualitaria. La restricción de procedencia de los recursos administrativos, dice el Tribunal, es contraria a la Constitución “ya que no aparece justificado que la resolución específica de que se trata sólo pueda ser objetada, por vía administrativa, únicamente en esos dos supuestos, excluyendo los otros a que naturalmente se puede extender la invalidez de un acto administrativo. Como tampoco aparece razonable menoscabar el régimen recursivo general con el designio de inmunizar las decisiones de un servicio público en particular”. El argumento es en sí mismo peligroso, pues muestra que el Tribunal está dispuesto a censurar cualquier decisión legislativa que estime sospechosa, con tal que le parezca insuficientemente justificada; aunque no violente literalmente ninguna regla constitucional, un criterio (proveniente del derecho a la igualdad) contrario al establecimiento de diferencias arbitrarias permitiría al Tribunal efectuar esta censura. Aquí en concreto, la singularidad del nuevo régimen ya es justificación suficiente para las matizaciones que se introducían al régimen recursivo general. Si el propósito del nuevo régimen parece estar en dar información al público en general, éste es consistente con un imperativo de consolidar rápidamente esa información, evitando desinformaciones pasajeras derivadas del ejercicio de reclamos más o menos infundados (toda vez que no inciden en factores determinantes para la ordenación de los establecimientos). ¿No era suficientemente razonable?

Si de lo que se trata es de instar por otros criterios que determinen la validez de las decisiones públicas, no había que olvidar las otras vías de impugnación, que efectivamente configuran garantías del individuo frente a abusos o excesos de la administración. Curiosamente, el Tribunal parece que ni hubiera tomado en consideración su régimen.

Precisamente, de cive

julio 21, 2011

Durante parte importante de la historia del estado moderno, la lucha por la adquisición de la calidad de ciudadano destacó, en el núcleo conceptual del término, su naturaleza cualitativa. De este modo, solemos pensar que ciudadano es quien cumple ciertas condiciones o requisitos que permiten adscribirlo al universo de individuos habilitados para participar plenamente –léase, con los correspondientes derechos- en la comunidad política.

Esta visión del ciudadano como calidad oculta, o al menos oscurece, la idea de ciudadanía como rol que cumple una persona en dicha comunidad. Esta es la parte sustantiva a la cual sirven los requisitos definitorios del estatus ciudadano y por ello puede decirse que, sin participación no hay ciudadanía efectiva. La calificación de idiota que los griegos de la Antigüedad Clásica utilizaban para aludir a quien no cumple esta función es demostrativa del sentido de la ciudadanía como rol que cumple (o no cumple) un individuo en la comunidad.

Dentro de las primeras tareas que pueden proponerse razonablemente dentro de aquellas que debe desarrollar un ciudadano en desempeño de este rol aparece la de tomar conciencia de si mismo y del entorno en que vive. Sin dicha conciencia, cualquier participación se torna voluntarista, en el mejor de los casos emotiva, pero no racional-social, política.

El objetivo de este comentario es hacer, a quienes suscriban esta secuencia de ideas, una sugerencia para la toma de conciencia de uno de los fenómenos que de manera más gravitante está afectando a la sociedad y a los individuos en los últimos años. Se trata de un libro sobre los efectos que el trabajo con los nuevos recursos tecnológicos de la comunicación tienen tanto a nivel individual como a nivel social. En su obra “Superficiales”, bien escrita y en mi opinión entretenida, Nicolas Carr expone de manera documentada cómo la plasticidad neurológica de nuestros cerebros lleva a nuestras mentes a que, adaptándose a hábitos de trabajo y diversión enfrentados a flujos continuos y casi ilimitados de información, pierdan la capacidad de reflexión profunda y pensamiento abstracto, cediendo lugar a la revisión veloz y, como lo dice el titulo de la obra, superficial, de la información. Lo anterior deviene en una pérdida sustantiva de la capacidad de pensamiento crítico sin la cual, creo, la participación del ciudadano se torna irrelevante. Creo que el sueño de todo autócrata en el futuro será tener a sus millones de (cualitativamente) ciudadanos deformados en clave de internet & iPhone para ver y escuchar mucho, y entender cada vez menos.

Lo anterior no implica un rechazo a las nuevas tecnologías ni un desconocimiento de sus aportes potenciales al desarrollo cultural y económico, sino simplemente un llamado a la necesidad de estar conscientes de sus efectos en nuestro modo de pensar y actuar. Para quienes, además, ejercemos la actividad docente, el libro de Carr aporta una base para la comprensión de lo que vivimos a diario en nuestras aulas desde hace algunos años...

Legislación y Lenguaje

mayo 09, 2011

¿Quien controla el significado de las palabras? ¿Y qué efectos tiene dicho control sobre nuestra legislación, "declaración de la voluntad soberana" de nuestra nación?
El profesor de castellano Jaime González afirma en El Mercurio que "el legislador o quien aplica las leyes" debe darle a las palabras de la legislación el sentido que les asigna el Diccionario de la Real Academia Española, "no admitiéndose otra interpretación o variación". Al hablar así, el profesor González expone un punto de vista sumamente extendido en la comunidad jurídica misma. Los abogados suelen citar en sus escritos, y los jueces en sus sentencias, las definiciones contenidas en dicho texto, asumiendo que ellas expresan el "sentido natural y obvio" de las palabras que según el artículo 20 del Código Civil debe asignárseles.
Sin duda, la existencia de un Diccionario ampliamente conocido y cuya elaboración está encargada a "expertos", mágica palabra que reúne al poder con el saber, simplifica y agiliza la determinación de cuál es el sentido natural y obvio de las palabras del castellano. Y de abogados y jueces, cuyo tiempo está consumido por los sinsabores del ejercicio profesional, no podemos esperar una mayor dedicación a preguntas socio-lingüísticas tan complejas como determinar de qué manera se emplea efectivamente el lenguaje. Sin embargo, pretender transformar dicha eficiente práctica en una exigencia normativa, afirmando que no es aceptable ninguna interpretación distinta a la del Diccionario de la Real Academia Española, es un profundo error.
La razón más importante para sostener ello proviene de la teoría democrática. Chile es una república democrática, donde la soberanía reside en la nación y su ejercicio recae en el pueblo y sus autoridades. Si tenemos presente que definir el contenido de las palabras entrega un poder formidable a quien detenta dicha atribución, entonces en una república democrática no cabe sino reconocerle dicha potestad al pueblo, a través de su habla cotidiana, y a sus autoridades, particularmente al legislador. La sociedad y el legislador, no el Diccionario de la Real Academia, son entonces quienes controlan el significado de las palabras en una democracia. Hay quienes, como Savigny, que irían más allá y afirmarían que en toda época histórica –no sólo en la democrática– el derecho es una emanación de las costumbres sociales, tal como el lenguaje, y que ambos evolucionan de acuerdo al devenir incesante del carácter del pueblo.
Si estos argumentos de carácter constitucional no convencieran a personas de pensamiento concreto, entonces cabría agregar como corolario de lo ya dicho que ni el Código Civil ni ningún otro texto jurídico da carácter vinculante a las definiciones de diccionario alguno. Por el contrario, el ya citado artículo 20 respalda los argumentos ya presentados: el "sentido natural y obvio" ha de encontrarse en "el uso general de las mismas palabras" y en las definiciones que el legislador les haya dado "expresamente para ciertas materias".

Responsabilidad del Estado por errores en la atribución de herencias

mayo 01, 2011

En un fallo Muñoz Contreras dictado el 18 de marzo de 2011 la Corte Suprema ordena al Servicio del Registro Civil e Identificación indemnizar los perjuicios derivados del reconocimiento erróneo de la calidad de heredero a una persona, en detrimento de quien tenía mejor derecho.

I


Es raro que el Estado tenga que afrontar las consecuencias de una disputa hereditaria.

Hasta hace unos diez años, la posesión efectiva de la herencia (el reconocimiento formal de la condición de heredero de los bienes quedados al fallecimiento de una persona) debía obtenerse mediante gestión judicial en trámite no contencioso, y los jueces se limitaban a otorgarla a quienes justificasen estar en línea de sucesión. La eventualidad de que en estas gestiones un pariente lejano se anticipase a los más próximos al difunto, y obtuviese así un título formal para poseer los bienes de la herencia, si no era frecuente al menos integraba los riesgos de la regulación. Pero este riesgo se minimizaba porque la operación se desarrollaba en condiciones de publicidad y porque por regla general en presencia de legítimo contradictor los asuntos no contenciosos pueden devenir contenciosos; en última instancia, la dación de la posesión efectiva dejaba a salvo el ejercicio de la acción de petición de herencia.

Pero en 2003 la ley 19.903 transfirió al Registro Civil la tramitación de la posesión efectiva. De golpe, la gestión pasó a ser administrativa, arrastrando consigo la materia a un régimen de derecho público. Así, el surgimiento de una eventual responsabilidad del Estado en estas materias era cosa de tiempo (y de mala suerte para ciertos herederos).

II


En cuanto al fondo, la ley 19.903 supuso muy pocos cambios con respecto a la regulación anterior. Uno de los más significativos se refiere al círculo de interesados a quienes se conceda la posesión efectiva: “Art. 6º [inc. 1]. La posesión efectiva será otorgada a todos los que posean la calidad de herederos, de conformidad a los registros del Servicio de Registro Civil e Identificación, aun cuando no hayan sido incluidos en la solicitud y sin perjuicio de su derecho a repudiar la herencia de acuerdo a las reglas generales”. Así, al obligar al servicio público a controlar el círculo de herederos, se minimizaba aun más la eventualidad de apropiación de una herencia en razón de verse preteridos los parientes con mejor derecho a ella.

Es justamente esto último lo que salió mal en el caso en estudio. Al morir una mujer en 2003 se abrió una sucesión cuya beneficiaria natural era su única hija; rápidamente, sin embargo, un sobrino nieto de la causante pidió la posesión efectiva y el Registro Civil, tras las averiguaciones necesarias, se la otorgó, desconociendo así a la auténtica heredera.

Hace diez años no era previsible que la víctima obtuviese reparación, porque los jueces seguían siendo extremadamente condescendientes con el Registro Civil. En un caso en que la víctima llegó al extremo de tener que enfrentar consecuencias penales por una supuesta bigamia que sólo pudo ser configurada como delito por la insuficiente información del servicio público, los jueces exculparon al Registro Civil. Ese servicio no había podido determinar que el primer marido estaba muerto al tiempo de contraer la víctima sus segundas nupcias, lo cual fue estimado por la Corte de Talca como una circunstancia “propia del sistema registral, más todavía si las informaciones provienen sólo de una oficina, ya que recién en los últimos años el Registro Civil se ha modernizado computacionalmente…” (Corte de Apelaciones de Talca, 24.08.2000, Sánchez Sánchez c/ Fisco, confirmada por Corte Suprema, 30.11.2000, Lexis Nexis N° 17614).

En diez años parece que la modernización ha llegado de lleno al Registro Civil. En todo caso, la Corte Suprema sanciona ahora oficialmente que el cambio de expectativas del público con respecto al funcionamiento de este servicio se refleja normativamente en un estándar distinto del que regía en 2010. “Lo normal que se espera del Servicio en cuestión es que si un hijo está inscrito como tal respecto de sus padres esa situación sea advertida por la Administración al momento de pronunciarse sobre la posesión efectiva de uno de sus progenitores. Es efectivo que puede haber errores y para ello la ley otorga los mecanismos de solución, pero no es aceptable que en dos programas computacionales utilizados por la institución…, el sistema haya arrojado la existencia del matrimonio de la causante en el año 1944, que ella era viuda, que tenía hermanos que murieron antes que ella, que tenía un sobrino nieto y no haya podido determinar la existencia de una hija debidamente inscrita con posterioridad al año 1944, por lo que ciertamente el Servicio no funcionó como se esperaba que debía hacerlo” (sentencia de casación en el caso Muñoz Contreras, cons. 8).

III


Aunque la falta de servicio era inequívoca, el juicio se enredó por consideraciones relativas a la causalidad. La intervención de un tercero en la cadena causal debía ser analizada con algún detalle: el correlato del daño es el provecho obtenido directamente por el falso heredero que se vio reconocer la posesión efectiva, sin cuya astucia la víctima no hubiese experimentado perjuicio. La Corte de Apelaciones de Valparaíso parece haber sido sensible a este tipo de consideraciones, pero no parece haberlas canalizado en forma conceptualmente pulcra, exponiendo su sentencia a la censura de la Corte Suprema.

Era evidente por otra parte que sin el error inicial del Registro Civil, el falso heredero no habría podido llevar adelante su maniobra. La Corte Suprema tenía así a su alcance (sin siquiera apelar a la equivalencia de las condiciones) la posibilidad de corregir el razonamiento de los jueces del fondo.

Seguramente la reacción hubiese sido distinta de haberse demostrado fraude o dolo del tercero (así fuera reducida al mero conocimiento de la existencia de otros herederos con mejor derecho). Aunque esta solución esté más cerca de la justicia material que de un razonamiento ortodoxo, es usual que el dolo se presuma por los jueces como la única causa adecuada del daño, aun en presencia de negligencias relevantes en el origen del daño. Sin duda el hecho del tercero es aquí motivado por la negligencia o falta del Servicio del Registro Civil; pero no era imposible (sino al contrario, bien verosímil) que esta falta de servicio fuese motivada a su vez por un comportamiento fraudulento o gravemente culpable de quien quiso hacerse pasar por heredero.

Por eso, aunque parezca razonable que un organismo del Estado responda en un caso como este, debe advertirse del riesgo que genera esta jurisprudencia. El resultado neto de la sentencia es asignar a la familia de la difunta una suma equivalente al doble del valor venal de la cosa (uno, el que obtuvo el falso heredero al venderla; otro, el que indemniza el Estado). Difícilmente se encontrará una justificación razonable a una situación en que el Estado debe asumir duplicación de las herencias.

La última cuestión que deja abierta la sentencia tiene que ver con los correctivos pecuniarios de esta situación. ¿Qué pasa con las soluciones propuestas por el derecho civil? Es incómodo aceptar que la publicidad del procedimiento de dación de posesión efectiva carece del efecto de poner sobre aviso a los herederos de mejor derecho a fin de que comparezcan y hagan valer lo que corresponda. Y tampoco es satisfactorio sostener que la víctima está dispensada de deducir las acciones que le hubiesen permitido ser reconocida como heredera y recuperar los bienes, contrarrestando así el daño sufrido. ¿Acaso una parte del daño no aparece así como causado por la falta de diligencia de la misma víctima? O alternativamente y por último, ¿no hubiese correspondido al menos reservar al servicio público responsable la posibilidad de subrogarse en las acciones que la víctima tenía en contra del falso heredero?

¿Quién redacta las “doctrinas” de los fallos en Microjuris?

abril 22, 2011

Recibo los titulares de la reseña jurisprudencial de Microjuris.cl y me llama la atención un fallo “Servicios de Estacionamientos Controlados S.A. c/ Ilustre Municipalidad de Melipilla” de la Corte de San Miguel (Rol N°323-2010), recaído en materia de contratos administrativos. Según el extracto,

“Las municipalidades no poseen facultades de carácter administrativo para dejar sin efecto de manera unilateral, los contratos de concesión celebrados con empresas privadas. Si bien la terminación de una concesión es condición propia de los contratos administrativos, no puede ésta concretarse de manera exclusiva por la mera voluntad de la Municipalidad, sino que debe ceñirse estrictamente a las causales de terminación señaladas en el mismo contrato de concesión de bien público”.

Se diría que estamos de vuelta en los años 80, cuando una parte de la doctrina empezó a desconocer la especificidad propia del contrato administrativo que, en tanto herramienta de gestión de asuntos públicos, usualmente conlleva para la administración contratante medios de acción excepcionales, como las potestades de modificación o terminación unilateral del contrato en curso. Si el fallo niega a las municipalidades facultades de acción unilateral, ¿el contrato administrativo es entonces un contrato común y silvestre?

Mejor revisar la fuente directa. El fallo dice todo lo contrario que el extracto antes anotado. Textualmente:

“Que de los términos expresados precedentemente resulta que la atribución del Municipio de poner término unilateral a la concesión otorgada al recurrente, no es ilimitada, sino que en los casos expresamente previstos aún cuando son calificados por la misma autoridad municipal, lo que constituye una de las denominadas cláusulas exorbitantes que van inmersas en los contratos administrativos que recogen el interés público que orientan a su celebración, interpretación y ejecución, alterando el principio de igualdad que ordinariamente gobierna las convenciones que suscriben los particulares y que se sujetan al derecho común, al facultar a la autoridad municipal para resolver administrativa y unilateralmente la concesión sobre la base de su propia calificación de la gravedad del incumplimiento de las obligaciones del concesionario reprochado a éste. (Excma. C.S. Rol N° 4.919-2001)” (cons. 9°).

Lejos de afirmar que las municipalidades “no poseen facultades para dejar sin efecto contratos de concesión”, la sentencia admite que éstos gozan de atribuciones para ponerles término unilateral; es más, el fallo entronca con la doctrina tradicional de la contratación administrativa al indicar que la terminación unilateral del contrato “constituye una de las denominadas cláusulas exorbitantes que van inmersas en los contratos administrativos”.

Si hay matices, éstos se refieren únicamente a que esta potestad “no es ilimitada”, sino que está condicionada por la presencia de ciertos eventos típicos que justifican su ejercicio. En concreto, en este caso la Corte entiende que las partes “limitaron aún más la referida atribución del Municipio de poner término unilateral a la concesión” (*) al definir casos específicos en los cuales operaría la terminación unilateral. La Corte entiende que la municipalidad de Melipilla se extralimitó en el ejercicio de sus potestades al extender el término unilateral del contrato a casos distintos de los previstos legal o convencionalmente al efecto. El factor detonante de la actuación de la municipalidad había sido el aumento de las tarifas de estacionamiento (el objeto de la concesión es la operación de parquímetros instalados en calles de la ciudad), incremento adoptado unilateralmente por el concesionario. Se trataba, parece entender la Corte, del ejercicio de un derecho contractual del concesionario, que no podía estimarse constitutivo de una causal de terminación del contrato, como las invocadas por la municipalidad.

Así, independientemente de que esté bien o mal fallado, el asunto debatido dependía de consideraciones relativas al motivo del acto administrativo, y no a la competencia, como sugiere la reseña del fallo.

El objeto de esta nota no es afirmar que Microjuris miente. Aunque en el hecho se aparta de la verdad en este caso, no se disponen de antecedentes de juicio que permitan pensar que lo ha hecho por condicionamientos ideológicos relativos al papel del derecho administrativo en materia de contratos o por otras razones. En sí mismo, en todo caso, resulta grave constatar que su trabajo no satisface exigencias rigurosas de análisis jurídico; el reproche sería irrelevante si se dirigiera contra un medio periodístico generalista, pero tratándose de un sitio de información profesional destinado al medio jurídico es simplemente este tipo de “errores” es simplemente inadmisible.






(*) Esta idea de “limitación” es extremadamente discutible, pues las potestades públicas, como las reconocidas al municipio por el art. 36 de la ley 18.695, son indisponibles por sus titulares. Antes bien, una cláusula contractual que limitase el libre juego de estas reglas podría entenderse nula.


La corporación ha muerto. ¡Viva la asociación!

febrero 10, 2011

Por fin terminó la tortuosa tramitación del proyecto de ley sobre asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública (Boletín Nº 3562-06). Se trata de un proyecto iniciado en 2004, cuya ambición principal era fomentar la participación ciudadana en la vida pública mediante la conformación de asociaciones. Más allá de las reglas administrativas del proyecto, que sintonizaban mejor en la época de auge del “gobierno ciudadano”, la ley próxima a promulgarse reafirma la vigencia de la libertad de asociación, instaurando una reforma largamente esperada, que flexibiliza enormemente la constitución de las personas jurídicas sin fines de lucro.

En su diseño inicial, el proyecto pretendía dar forma a un nuevo tipo de agrupación dotada de personalidad jurídica, siguiendo el modelo de tantas otros cuerpos legales que han optado por generar nuevas instancias de organización (en materia vecinal, indígena, de cultos o deportes, por citar sólo algunas). El proyecto aprobado (completamente reestructurado tras su paso -in articulo mortis- por la Comisión Mixta, que aprovechó de corregir algunas debilidades de técnica legislativa) prefiere aprovechar la institucionalidad existente, mejorándola, y es por eso que opta por reformar el régimen imperante en la materia en el Código Civil. Desde ahora, las “corporaciones” pasan a ser “asociaciones”, cuya constitución se simplifica sustancialmente. De paso, la reforma favorece al régimen de fundaciones, cuya constitución sigue el mismo modelo.

Hasta aquí corporaciones y fundaciones adquieren personalidad jurídica por medio de una autorización otorgada por el Gobierno, la cual solía eternizarse; este régimen de autorización previa contrasta fuertemente con otros aplicables a otro tipo de instituciones no lucrativas (sindicatos, juntas de vecinos, asociaciones gremiales, etc.) en que el mero depósito del acto constitutivo en un registro público basta para configurar una nueva persona jurídica. El proyecto aprobado aproxima bastante la constitución de asociaciones y fundaciones a un régimen de depósito. En términos simples, el acto constitutivo (otorgado mediante escritura pública o privada suscrita ante un ministro de fe) ha de depositarse en la secretaría municipal respectiva, dando inicio a un período de revisión (treinta días) que, en caso de no haber observaciones, concluye con el registro de los antecedentes en un Registro nacional de personas jurídicas sin fines de lucro a cargo del Servicio de Registro Civil e Identificación. La asociación o fundación gozará de personalidad jurídica a partir de esta inscripción. Así, la constitución de las personas jurídicas sin fines de lucro se descentraliza al máximo. Sobre los municipios recaerá la principal carga del buen funcionamiento del sistema, aunque ésta puede verse aliviada por el juego de estatutos tipo.

El proyecto introduce varias otras modificaciones al Título XXXIII del Libro I del Código Civil. Entre otras, se especifica el contenido de los estatutos, el régimen de administración (similar al directorio de una empresa) que operará salvo acuerdo en contrario, y se clarifican las actividades económicas a las que puede librarse una persona no lucrativa.

La fiscalización de asociaciones y fundaciones sigue en manos del Ministerio de Justicia, a quien se confiere una potestad inspectiva que hasta ahora no contaba con respaldo legal. Esta tarea se verá facilitada por la operatividad de reglas contables que en algunos casos pueden llegar a ser exigentes, sobre todo para las asociaciones o fundaciones de gran tamaño, que habrán de cumplir estándares análogos a los del mundo empresarial.

Por último, el polémico artículo 559 del Código Civil, que permitía al Presidente de la República disponer la disolución de una corporación o fundación (y cuya constitucionalidad había sido puesta en tela de juicio por la Corte Suprema –pero no por el Tribunal Constitucional– en el caso Colonia Dignidad) ha sido completamente repensado, en términos que satisfacen mejor las exigencias constitucionales relativas a la libertad de asociación. Ahora, la autoridad administrativa pierde esa potestad, la que queda definitivamente radicada en el ámbito judicial. De este modo, en casos complejos el Ministerio de Justicia podrá requerir al Consejo de Defensa del Estado para que ejerza una acción tendiente a obtener la disolución, la que se ejercerá en juicio sumario y sólo podrá prosperar en caso de estar prohibida la asociación o fundación por la Constitución o la ley o infringir gravemente sus estatutos, o por haberse realizado íntegramente su fin o hacerse imposible su realización.

Seguramente habrá críticas al nuevo régimen. ¿Administrativización del Código Civil? Las normas modificadas por el proyecto conservaban quizá la marca de fábrica del Código, y tal vez algo de esa prosa se ha perdido. Sin embargo, en una materia en que Bello no tuvo guías muy seguras en el derecho comparado, la prudencia lo invitó tempranamente a confiar a la autoridad política un papel importante en la definición del régimen de las personas no lucrativas. En aras de la libertad de asociación, esta reforma reduce parte importante de lo que la intervención administrativa tenía de discutible, y sin duda ese esfuerzo no debe censurarse.

Apostillas al comentario de Raúl Letelier

febrero 02, 2011

Creo necesario disentir del criterio de mi buen amigo Raúl Letelier en relación con el muy importante fallo Morales Gamboa, que él comentara hace unos días.

En pocas palabras, el fallo hace responsable al Estado por el daño sufrido por un carabinero, al ser alcanzado por un disparo proveniente del arma privada de uno de sus compañeros, en circunstancias que ambos se encontraban acuartelados. Recalco que es un fallo muy importante, porque el accidente sobreviene en circunstancias ajenas a toda operación policial “activa” (ambos policías, por su condición de solteros, están acuartelados, en servicio disponible), y por el carácter privado del arma y del incidente mismo en que se produce el daño (previo al disparo, la víctima habría “provocado” al hechor por medio de una broma).

Según Letelier, la importancia principal del fallo estaría en la manera en que se conjugan las nociones de falta de servicio y de falta personal en un caso concreto:

El fallo indica con claridad que, si sólo hubiese falta personal, no cabría responsabilidad del Estado. Esto viene a confirmar la correcta interpretación del inciso segundo del art. 42 LOCBAE en el sentido que el no viene a establecer que cuando haya falta personal el Estado debe responder con la mera posibilidad de luego repetir contra el funcionario. Al contrario, el inciso 2° supone que ya ha habido condena por falta de servicio (no podía haber sido de otro modo), pero que además en ella existe falta personal, como precisamente ocurre en este caso, toda vez que la falta personal no ha podido separarse totalmente de la falta de servicio”.

Son principalmente estas apreciaciones las que, a mi juicio, necesitan ser confrontadas con otras ideas.

1º El fallo dice todo lo contrario de lo que dice Letelier. No hay falta de servicio, sino puramente falta personal. El considerando 15 es elocuente: “lo actuado por el carabinero Claudio Osorio Tapia constituye claramente una falta personal y no una falta de servicio...”. A buen entendedor, pocas palabras.

2º La responsabilidad del Estado no depende necesariamente de una falta de servicio. Más allá de las auténticas responsabilidades “objetivas” (cuyo ejemplo paradigmático es la jurisprudencia Galletué), el régimen contemplado en el art. 42 de la LOCBGAE y los demás textos que siguen su modelo no exige siempre y en todo caso la concurrencia de una falta de servicio.

En relación con la falta personal, la regla dice: “No obstante, el Estado tendrá derecho a repetir en contra del funcionario que hubiere incurrido en falta personal”. Su objeto principal es reglar el aspecto de contribución a la deuda que puede surgir cuando en el hecho dañoso ha tenido intervención un agente público: el Estado, que normalmente carga con el peso de la reparación frente a la víctima, puede volverse contra su agente si resulta que éste ha cometido una “falta personal”. Así, la norma deja entender -sin referirse directamente a esta hipótesis- que el Estado responde frente a la víctima tanto cuando el hecho dañoso es una falta de servicio como si es una falta personal.

3º Tanto en el derecho francés como en el derecho chileno han surgido inquietudes acerca del ámbito en que el Estado tiene que responder por las faltas personales de sus agentes. La nota de Letelier se inclina por una alternativa restrictiva: la falta personal compromete la responsabilidad del Estado sólo si puede conectarse con una falta de servicio, remachando que “no podía haber sido de otro modo”.

Nuevamente, en este punto el autor se aleja del fallo. Recuérdese que éste afirma que “la distinción capital en materia de responsabilidad extracontractual del Estado es precisamente entre falta de servicio y falta personal”, y precisa que “dicha falta personal compromete la responsabilidad del Estado cuando no se encuentra desprovista de vínculo con la función, lo que ocurre cuando ella se ha cometido en ejercicio de la función o con ocasión de la misma” (cons. 13). El aspecto capital para la sentencia no está en la relación existente entre una falta personal y una falta de servicio, sino entre la falta personal y la función pública que desempeña el agente público culpable.

4º El criterio sentado por el fallo no es desmedido.

En su fórmula usual -que proviene de una frase empleada por Hugo Caldera- es cierto que el criterio aparece revestido de una imprecisión deplorable: “para que nazca el derecho de la víctima a ser indemnizado basta que la actuación del agente público esté relacionada con el órgano de la Administración” (fallo de apelación, cons. 4). En la práctica, sin embargo, no basta cualquier relación entre la falta personal y el servicio público, sino que debe tratarse de un vínculo suficientemente relevante.

Hay varios aspectos que identifican el vínculo jurídicamente relevante para efectos de esta responsabilidad, siendo relativamente pacífico que los aspectos temporal y espacial usualmente bastan para resolver las disputas comunes (respondiendo el Estado si la falta personal se comete en lugares de trabajo o durante la jornada laboral de los funcionarios). Cada vez toman mayor peso en la jurisprudencia los vínculos instrumentales entre el Estado y sus agentes (p. ej., la circunstancia de ser fiscal el arma, o de vestir el funcionario un uniforme provisto por el Estado). En el ámbito de las fuerzas armadas y de orden, un criterio bastante significativo que revela el vínculo entre la falta personal y la función pública está dado por la declaración (efectuada en otra sede, sea penal o -como ocurría en este caso- en un sumario administrativo) de haberse cometido el hecho en “acto de servicio”, declaración que no siempre persigue un propósito previsional.

En concreto en este caso, el fallo da cuenta de una situación especialísima: ciertos funcionarios públicos tienen el cometido de estar permanentemente a disposición del servicio público, en condiciones de asumir sus misiones en cualquier minuto que sea necesario; este es el caso de los carabineros solteros como los protagonistas de este caso. La circunstancia de que se hayan encontrado al interior de los cuarteles salta a la vista, pero me parecería erróneo reducir a esa pura circunstancia espacial el vínculo relevante entre la falta personal y la función. Cuando las misiones de servicio exigen la convivencia de funcionarios autorizados para portar y usar armas, son las necesidades públicas las que crean las condiciones necesarias para el enfrentamiento de personalidades y el brote de la violencia.

5º Este criterio jurisprudencial no se centra únicamente en la falta de servicio. Al contrario, la justicia de la decisión (si se me permite expresarlo en esos términos) arranca del criterio del riesgo implícito en ella. Si es por causa del bien público que un servicio se articula en forma que puedan originarse actos de violencia entre sus integrantes, parece justo que el titular de ese bien público asuma el peso de las consecuencias. Nuevamente, insisto, no puede imputarse falta de servicio al Estado por el solo hecho de generar esta convivencia para que haya permanentemente agentes a disposición para controlar el orden público (como sugiere, aparentemente, Raúl Letelier); sería -lo dijo Hauriou en su tiempo- como decir que “el servicio está en culpa por existir, lo cual sería absurdo” (Précis de droit administratif et de droit public, Sirey, París, 10ª ed., 1921, p. 380). El fundamento remoto de este régimen está más bien en el riesgo... aunque indudablemente no se trate de una responsabilidad objetiva.

El matrimonio homosexual ¿es contrario a la Constitución?

enero 31, 2011

El mismo día en que (según informaciones de prensa) el Tribunal constitucional chileno habría declarado admisible el requerimiento de inaplicabilidad en contra del Código Civil en materias relativas al matrimonio, el Consejo Constitucional francés rindió una decisión sobre la misma materia. En este caso, las dos mujeres requirentes se quejaban contra disposiciones del Código Civil francés que habrían sido el fundamento de la negativa a permitirles casarse; refiriéndose al matrimonio, las reglas aluden al hombre y la mujer.

El Consejo rechazó el planteamiento de las recurrentes, pero entregó una directiva de sumo interés, en cuanto reconoce que depende del poder discrecional del legislador el establecimiento de reglas que determinen las condiciones del matrimonio. Su razonamiento central expresa:

“Considerando que en los términos del art. 34 de la Constitución, la ley debe fijar las reglas relativas al « estado y capacidad de las personas, a los regímenes matrimoniales, la sucesión y las liberalidades »; que en todo momento es lícito al legislador, en el ámbito de su competencia, adoptar disposiciones nuevas cuya oportunidad le corresponde apreciar, y modificar los textos anteriores o derogarlos, sustituyéndolos en su caso por otras disposiciones, desde que en ejercicio de su competencia no despoje de garantías legales a las exigencias constitucionales; que el art. 61-1 de la Constitución, al igual que el art. 61, no confiere al Consejo Constitucional un poder general de apreciación y de decisión de idéntica naturaleza que al Parlamento; que este precepto sólo le da competencia para pronunciarse sobre la conformidad entre una disposición legislativa y los derechos y libertades garantizadas por la Constitución”.


Desde luego, desde el punto de vista procesal la sentencia no se pronuncia sobre la constitucionalidad del matrimonio homosexual. No obstante, una sentencia que pone tan fuertemente el acento en la competencia del legislador, en su libertad de apreciación y en las consideraciones de oportunidad que determinan la elección de los contenidos legislativos, es una señal bastante fuerte de que, al menos en la Constitución francesa, no hay regla que exija que las relaciones institucionales identificadas con el matrimonio se circunscriban a parejas compuestas por un hombre y una mujer.

Desde luego también, el fallo comentado no es un precedente para Chile. Pero metodológicamente, una observación similar también puede ser planteada con respecto al caso chileno: la Constitución ¿restringe el matrimonio a la unión entre un hombre y una mujer?

Responsabilidad del Estado y Fuerzas Armadas

enero 21, 2011

Uno de los fallos más importante en este tema es el de la Corte Suprema caratulado Seguel con Fisco de Chile de fecha 30 de julio de 2009. Como se sabe la responsabilidad de los órganos que componen estas fuerzas tiene un gran problema en lo que se refiere al estatuto jurídico que las rige. Una vez que ya se han ido uniformando los sistemas de responsabilidad de los órganos públicos en orden a exigir “falta de servicio”, en este sector, en cambio, no parece tan fácil decir que éste sea el régimen imperante. En efecto, el art. 21 de la LOCBAE excluye a las Fuerzas Armadas y a otros órganos de la aplicación del art. 42, norma que precisamente establece la exigencia de falta de servicio.
Pese a todo lo que pueda indicarse, no hay hasta la fecha ninguna respuesta satisfactoria que justifique esa exclusión y la respuesta más razonable a este embrollo es la que indica que es en realidad el art. 42 (ex art. 44) el que fue mal ubicado en ese título. La exclusión era totalmente justificable si se entendía que ese título – tal como lo indica el art. 21 – regularía “la organización básica de los Ministerios, las Intendencias, las Gobernaciones y los servicios públicos creados para el cumplimiento de la función administrativa” toda vez que los órganos excluidos tienen sus propias normas de organización administrativa. El art. 42, sin embargo, escapa de ser una norma meramente organizativa y la exclusión de su aplicación es claramente errónea.
Así las cosas, Seguel con Fisco de Chile viene a dar respuesta a la duda acerca del sistema aplicable y lo hace a través de una alambicada forma mediante la cual se retorne al sistema general de falta de servicio. Como no puede aplicarse el art. 42, viene a concluir el fallo, debe aplicarse el art. 2314 del Código Civil (norma de derecho común) que regula la responsabilidad por “culpa propia”. De esta forma, las fuerzas armadas responderán por culpa y la culpa en el Derecho Administrativo – que es el que rige a estos órganos – no se llama de otra forma que “falta de servicio”. “Que del modo que se ha venido razonando – dice el fallo – es acertada la aplicación del artículo 2314 del Código Civil y la institución de la falta de servicio a la litis planteada, por cuanto permite así uniformar el sistema de responsabilidad extracontractual para todos los entes de la Administración del Estado”.
Pues bien, la reciente sentencia de la Corte Suprema Morales con Fisco de Chile de 14 de enero de 2011 ha venido a constituir la segunda piedra sobre la cual se edifica el edificio de la responsabilidad de las Fuerzas Armadas. El caso es el siguiente: varios carabineros comparten un rato de esparcimiento en el dormitorio de solteros de una unidad policial. Uno de ellos lanza una broma ofensiva a otro; este último persigue al bromista, le apunta con un arma particular y accidentalmente le dispara provocándole la muerte. Ambos carabineros se encontraban acuartelados. Para efectos previsionales, la muerte fue catalogada como “en acto de servicio”.
La sentencia de la Corte Suprema califica este hecho como “falta personal” pero estima que dicha falta no se encuentra desvinculada del servicio sino que ella se realiza “con ocasión de él”. “El Estado – dice la sentencia - no puede desvincularse de la falta personal en que ha incurrido uno de sus agentes, por cuanto ha sido el mismo Estado quien ha instalado a ambos funcionarios en una determinada misión -de servicio disponible y acuartelados en segundo grado- y les ha impuesto además la obligación de permanecer en el cuartel, de modo que la acción desplegada por el funcionario Osorio Tapia no se encuentra desprovista de vínculo con el servicio. En efecto, los dos funcionarios residían en la Tenencia dada su condición de carabineros solteros, los dos estaban esa noche allí dado el acuartelamiento dispuesto, por lo que claramente la falta personal de Osorio es de aquellas que dan lugar a la responsabilidad estatal”.
Pues bien, como la falta de servicio se conseguía por la vía del art. 2314 del CC, gracias a Seguel con Fisco, se necesitaba ahora tener un soporte jurídico para la “falta personal”. La respuesta de la Corte Suprema es que esta última noción “se debe hacer a partir del artículo 2320 ó 2322 del Código Civil, entendiéndose que la contemplan, para que de este modo, como se señaló en el fallo “Seguel con Fisco” ya citado, permita uniformar el sistema de responsabilidad extracontractual para todos los entes de la Administración del Estado”.
De esta forma, se encuentra más o menos completo el sistema aplicable a la responsabilidad extracontractual de las Fuerzas Armadas. En buenas cuentas, 2314 más 2320 y 2322 del CC vienen a reproducir lo indicado por el art. 42 LOCBAE para todos los órganos de la Administración del Estado.
Algunos comentarios pueden hacerse de esta línea argumental:
1) Los fallos antes señalados creo que vienen a dar una respuesta coherente al sistema de responsabilidad estatal pues como ya se indicó no existe razón alguna que pueda justificar que los órganos excluidos por el art. 21, entre los que se cuenta además de las FFAA, la Contraloría General de la República, el Banco Central, los Gobiernos Regionales, o el Consejo Nacional de Televisión, tengan un régimen diverso a los demás órganos administrativos. Desde luego había varias posibilidades para encontrar la solución. La “vía civil” desarrollada por los anteriores fallos es tal vez la más pulcra en términos normativos (salvo que se discuta la búsqueda en las normas civiles como supuesto derecho común) pero no deja de llamar la atención lo alambicada que resulta. Las “vías administrativas” como la de suponer que los arts. 38 inc. 2° de la CPR y 4 de la LOCBAE consagran el mismo régimen de responsabilidad por falta de servicio, la de aplicar derechamente la analogía o la que creo más correcta que es la de entender que la exclusión sólo se refiere a materias de organización administrativa, son mucho menos pulcras y algo forzadas desde una perspectiva “literal” del ordenamiento jurídico.
2) Es interesante percibir como estos dos fallos no se refieren en realidad a situaciones en que ciudadanos ajenos al servicio público son afectados por los órganos administrativos. En ambos casos, se trata de accidentes acaecidos al interior del órgano administrativo. En Seguel con Fisco es un Cabo que en ejercicios militares daña en el brazo a un conscripto luego de cargar su arma con balas de verdad y no de fogueo como correspondía. En Morales con Fisco, por su parte, son dos carabineros de servicio los que resultan afectados. En este sentido, creo que la manera en que la Corte Suprema traslada las nociones de falta de servicio y falta personal a las relaciones estatutarias al interior del servicio debiese ir profundizándose con el tiempo. En efecto, existe un régimen bastante completo para abordar las indemnizaciones por accidentes de servicio que puede solaparse con estas demandas de responsabilidad extracontractual. Si no se teoriza sobre ellas en conjunto se puede estar trastocando el sistema indemnizatorio público.
3) El fallo Morales con Fisco de Chile pone en la mesa el problema de la separación de la falta de servicio con la falta personal. El fallo indica con claridad que, si sólo hubiese falta personal, no cabría responsabilidad del Estado. Esto viene a confirmar la correcta interpretación del inciso segundo del art. 42 LOCBAE en el sentido que el no viene a establecer que cuando haya falta personal el Estado debe responder con la mera posibilidad de luego repetir contra el funcionario. Al contrario, el inciso 2° supone que ya ha habido condena por falta de servicio (no podía haber sido de otro modo), pero que además en ella existe falta personal, como precisamente ocurre en este caso, toda vez que la falta personal no ha podido separarse totalmente de la falta de servicio.
En este mismo orden de cosas, me parece que es necesario seguir refinando esta noción de separación entre faltas. El fallo Morales con Fisco de Chile contempla una mera separación geográfica y de horario de trabajo de modo tal que basta que un funcionario esté en el recinto público y dentro de su jornada para que se dé lugar a la responsabilidad. En este caso, de hecho, fue condenado el Estado primordialmente porque el carabinero que disparó se encontraba al interior de la unidad y ambos estaban acuartelados. Me parece que la referida separación también debe atender a criterios subjetivos. En efecto, actos fuertemente dolosos de funcionarios públicos que no reflejan un problema organizacional del servicio y que revelan al funcionario – como indicara en su momento el arret Laumonnier-Carriol al definir la falta personal – “con sus debilidades, sus pasiones, sus imprudencias” deben ser calificados como faltas personales puras y simples (o también llamadas personalísimas) y respecto de ellas sólo debe responsabilizarse a la persona que las comete. Agresiones entre funcionarios públicos, aún cometidas en horario de trabajo, no me parece que deban ser indemnizadas por el erario común. Ellas mismas, desarrolladas en ambientes privados, no son indemnizadas sino por la persona que las comete. En este sentido, en el caso Morales con Fisco de Chile, la sentencia de primera instancia había considerado que lo acaecido era un acto totalmente privado, ajeno a las funciones policiales y que en él no podía considerarse que se revelase un servicio que hubiese funcionado de manera defectuosa.

Sobre cómo hacer que donde dice "derogación" se entienda "nulidad". Comentario a la Sentencia Rol 1552-09

enero 05, 2011

El problema de los efectos que produce la declaración de inconstitucionalidad de una norma jurídica por parte del Tribunal Constitucional ha estado presente desde la primera declaración de este tipo. En efecto, una vez que el TC consideró inconstitucional el Art. 116 del Código Tributario mediante la sentencia pronunciada en la causa Rol 681-07, se presentó de inmediato la pregunta acerca de qué hacer con todos los procesos judiciales pendientes en los que había recibido aplicación la indicada norma.
Ahora, luego de la declaración de inconstitucionalidad de algunas normas de la Ley de Isapres surge también la interrogante sobre qué hacer con aquellos contratos que se habían pactado cuando aquellas normas no habían sido cuestionadas.
La respuesta a estas preguntas se ha ligado indefectiblemente a la procedencia o improcedencia del recurso de inaplicabilidad de la norma previamente declarada inconstitucional. Como puede apreciarse, si se acepta la procedencia de esa acción de inaplicabilidad, el resultado de los procesos en los que se aplicó el Art. 116 no será otro que el de la nulidad de todo lo obrado. En otras palabras, si en el juicio ordinario que motiva la inaplicabilidad se pidió la nulidad de aquellas resoluciones por estar basadas en normas legales inconstitucionales, la inaplicabilidad dejará sin soporte a las referidas resoluciones por lo que su nulidad será insalvable. Lo mismo sucederá respecto de la cláusula contractual que se justificaba en las indicadas normas de la Ley de Isapres.
Si en cambio, no se acepta la procedencia de la acción de inaplicabilidad tanto los procesos como las cláusulas contractuales no podrán ser consideradas nulas, manteniéndose sus efectos en el tiempo.
A este análisis debe añadirse que la norma del Art. 94 inc. 3º de la CPR expresa con bastante claridad que “el precepto declarado inconstitucional en conformidad a lo dispuesto en los numerales 2, 4 ó 7 del artículo 93, se entenderá derogado desde la publicación en el Diario Oficial de la sentencia que acoja el reclamo, la que no producirá efecto retroactivo”.
En un primer momento, la respuesta del TC sobre la posibilidad de aceptar nuevas inaplicabilidades del referido Art. 116 CT fue categórica, negando esa posibilidad desde que la norma se encontraba derogada. ¿Y que sucede entonces con los juicios actualmente vigentes? Pues corresponderá a los tribunales ordinarios ejecutar los efectos normales que la derogación de una norma provoca en el ordenamiento jurídico, no pudiendo el TC considerar inaplicable una norma ya eliminada del sistema jurídico.
Así las cosas, todo indicaba que lo que debía hacer el juez ordinario era aplicar la norma sobre efecto retroactivo de las leyes al caso para saber en qué estado quedaban esos juicios o aquellas cláusulas contractuales ante una derogación posterior.
Sin embargo, el TC ha cambiado de parecer en la sentencia bajo examen. Este cambio, creo, se ha debido a una errónea respuesta a dos preguntas que el TC parece abordar.
La primera es la siguiente: ¿Cómo es posible que una norma declarada inconstitucional pueda luego seguir produciendo efectos? Esta es, en general, la duda acerca de la ultractividad de la que habla el TC en sus últimas sentencias. Una norma declarada inconstitucional (como la que justifica una específica cláusula contractual), y consiguientemente derogada, no puede producir efectos con posterioridad a esa derogación, parece decir el TC en el siguiente párrafo: “Si una ley, por contravenir la Carta Fundamental, es excluida del ordenamiento jurídico, quedando, en consecuencia, invalidada, no puede subsistir tampoco en razón de una estipulación contractual, puesto que ella estaría afectada hacia el futuro del mismo vicio que motivó la declaración de inconstitucionalidad”.
La forma en que responde el TC en este caso incurre en el error manifiesto de entender que inconstitucionalidad (o también aplicable a “ilegalidad”) es sinónimo de invalidez. Cuando decimos que una norma es inconstitucional o ilegal hacemos un juicio de contraste. Cuando ese juicio de contraste es realizado por órganos institucionales éste tiene relevancia jurídica. ¿Y cuáles son los efectos de ese juicio? Depende. En algunos casos, el ordenamiento jurídico entiende que una ilegalidad declarada por un tribunal no producirá ningún efecto jurídico, como cuando hay un vicio de muy poca entidad o sin trascendencia. En otros casos, el efecto asignado es la nulidad del acto normativo (como ocurre en Alemania o España). En otros casos, como en Austria o como el nuestro, el efecto no es otro que el de la derogación. Como puede apreciarse, mientras la inconstitucionalidad es un juicio valorativo de la ley, la derogación o la nulidad son los efectos que el ordenamiento fija para ese juicio.
En este sentido, no hay duda de que inconstitucionalidad no es lo mismo que derogación. Sin embargo, cuando es la propia Constitución la que indica que un precepto declarado inconstitucionalidad se entenderá derogado me parece que el propósito de la Carta es lo suficientemente claro y éste no es otro que aplicarle a esa declaración de inconstitucionalidad el estatuto de la derogación de forma íntegra.
La segunda pregunta parece ser la siguiente: ¿Cómo es posible que los primeros requirentes de inaplicabilidad obtengan a su favor y en cambio sean desestimadas las pretensiones de aquellos que recurren luego de la declaración de inconstitucionalidad? Como puede apreciarse, hay aquí razones de justicia material que incentivan al juez a entender que la declaración de inconstitucionalidad afecta a todos por igual y que por ende las cláusulas contractuales son nulas para todos y que los procesos en que se aplicó el Art. 116 del CT también lo son. La admisión de continuos recursos de inaplicabilidad produciría a la larga este efecto.
Sin embargo, como puede verse con facilidad, esta forma burlaría completamente no sólo los efectos de la derogación sino la prohibición expresa de efectos retroactivos del Art. 94 CPR. De esta forma, bastaría para obtener los efectos de la nulidad que cada afectado incoase su respectivo juicio de inaplicabilidad. Sería, en tanto cada juicio conlleva costos, una "nulidad pagada". Por el contrario, la forma correcta de entender esta desigualdad prima facie es considerar la obtención de resultados retroactivos para los primeros recurrentes de inaplicabilidad como un premio (Ergreiferprämie, dirán los austriacos) que incentiva a las personas a denunciar las inconstitucionalidades, incentivo que no existiría si la prohibición de efectos retroactivos fuese para todos los casos.
La sentencia Rol 1552-09 es un claro esfuerzo por hacer que donde dice “derogado” se entienda “nulo” y de evitar a toda costa la prohibición expresa de efectos retroactivos. Si la opción del sistema nacional hubiese sido que el efecto de la inconstitucionalidad fuese la nulidad se alcanzarían los mismos efectos que se obtienen con estas inaplicabilidades sucesivas.
Esta opción del TC es criticable no sólo por ser contraria al texto expreso de la Constitución sino porque sus consecuencias en el corto y mediano plazo pueden ser desastrosas.
Nuestra opción constitucional por la derogación en vez de la nulidad como efecto de la inconstitucionalidad es una opción razonable que sintetiza bien los importantes bienes en juego en el control de leyes. Lo que se le pide entonces al TC es que sea, parafraseando las ya tradicionales palabras de Kelsen, simplemente un buen “legislador negativo”.