Sobre el decaimiento del procedimiento sancionatorio

febrero 04, 2010

A poco más de un mes de distancia, es difícil evaluar el alcance que pueda llegar a tener la muy interesante sentencia de 28 de diciembre pasado, dictada por la sala publicista de la Corte Suprema en una reclamación contra una multa impuesta por la Superintendencia de Electricidad y Combustibles a Shell Chile S.A.C.I.

El fallo acoge la reclamación por consideraciones formales (sin entrar a la legalidad interna de la decisión), al haberse dilatado excesivamente un procedimiento sancionatorio. Las circunstancias del asunto son categóricas: entre la formulación de los descargos por la imputada y la resolución de la cuestión infraccional el órgano reclamado dejó transcurrir cuatro años, dos meses y veintiocho días, “plazo que excede todo límite de razonabilidad” y contraría “diversos principios”. Esa situación de hecho da origen, a juicio de la Corte, “al «  decaimiento del procedimiento administrativo sancionatorio  », esto es su extinción y pérdida de eficacia”, que justifica estimar ilegal el acto sancionatorio y acoger el reclamo.

¿Hay hipótesis legales de decaimiento de un procedimiento administrativo? La doctrina nacional reconoce con ese nombre sólo la institución del abandono del procedimiento administrativo (A. Vergara B., “Notas sobre la caducidad como fuente de extinción de derechos y del decaimiento del procedimiento administrativo”), recogida con alcance general en la Ley de Procedimientos Administrativos, art. 43. Esa institución, que reviste rasgos de sanción a la inactividad del interesado, parece encontrar justificación desde la perspectiva propia del acto administrativo en la pérdida de interés que supone el abandono del procedimiento. Es dudoso extender una institución como esa a la muy distinta hipótesis del caso Shell. Había que buscar aquí una justificación diferente.

El fallo recurre a la idea de “debido proceso”. Por más que la llame “principio”, es una idea no tan fácil de implantar directamente al ámbito administrativo. La Constitución, donde la garantía del debido proceso tiene reconocimiento formal, la incluye justamente en el ámbito de las garantías jurisdiccionales del individuo, calificando precisamente al proceso judicial (hasta 1997, cuando las exigencias de racionalidad y justicia se extendieron a la “investigación” en el marco de la reforma a la jurisdicción penal). Se sabe que la idea de debido proceso despierta gran entusiasmo en parte de la doctrina y que alguna jurisprudencia ha pretendido extenderla al derecho administrativo, pero hay que tener presente que su ámbito natural no es el funcionamiento de los órganos administrativos. La sentencia comentada, sin ir más lejos, recalca que “para que nos encontremos ante un procedimiento racional y justo la sentencia debe ser oportuna”.

La transposición o extrapolación al ámbito administrativo de garantías análogas a las judiciales sólo puede hacerse en forma indirecta, mediante un expediente como el estándar de la razonabilidad o la proscripción de la arbitrariedad, sobre todo si el procedimiento dificulta aprehender adecuadamente los hechos que se trata de calificar. De donde resulta que, casi como ocurre con las garantías penales, su importación al ámbito administrativo debe al menos efectuarse “con matices”.

En todo caso, ¿de qué modo recurrir a la noción de debido proceso era relevante en este caso? No se recurre a ninguna de las figuras que el derecho procesal interno chileno prevé. Es cierto, afuera la noción de “plazo razonable” tiene una relevancia creciente en el control de la actividad jurisdiccional (tal vez por desconocimiento de ordenamientos susceptibles de invocarse en Chile, pienso sobre todo en la jurisprudencia del art. 6 de la Convención Europea de Derechos Humanos). Pero hasta aquí las dilaciones de la justicia civil o penal chilenas no han dado origen a sanciones de ineficacia de los procesos. Ni tengo que recordar la notable excepción a la fatalidad de los plazos legales en el proceso civil: son fatales todos, “salvo aquéllos establecidos para la realización de actuaciones propias del tribunal”. ¿Entonces?

No niego que sea impresentable una situación como la del asunto comentado: un retardo de tal naturaleza es difícil de justificar. Solamente me pregunto sobre qué bases podría compartirse la conclusión sentada en el fallo.

En derecho administrativo las cosas no eran muy distintas a lo que podía concluirse del derecho procesal. Una tradicional jurisprudencia de Contraloría afirma que los plazos para la Administración no son fatales y que sólo tienen por finalidad la implantación de un buen orden administrativo para dar cumplimiento a las funciones o potestades de los órganos de la Administración del Estado, quienes pueden cumplir sus actuaciones en una fecha posterior a la establecida por las leyes y reglamentos (v. últimamente, Dictamen 957 de 2010). La Ley de Procedimientos de 2003 no alteró ese estado de cosas: es cierto que los plazos “obligan a las autoridades y personal al servicio de la Administración…, así como los interesados en los mismos” (art. 23), pero de ahí a tener un efecto preclusivo hay una distancia enorme. Tampoco tengo que recordar que por regla general el terreno del silencio administrativo, en el derecho positivo chileno, es sobre todo el de los procedimientos iniciados a requerimiento de interesado, lo que excluye a los procedimientos sancionatorios.

El fallo enumera muchas reglas legales para apoyar su decisión, pero me cuesta pensar que vengan a cuento. Las nociones de eficiencia y eficacia, por ejemplo, tienen la peculiaridad de caracterizar un control de resultados, no de procedimientos, y aquí lo que está en juego es justamente el procedimiento. La noción de celeridad, por otra parte, tiene reconocimiento positivo en varias disposiciones legales, y es con seguridad más directamente aplicable, pero huelga insistir que el legislador nunca ha asignado consecuencia jurídica alguna a su vulneración.

En el raro clima de sospecha que se ha instalado en este país desde hace un tiempo, la probidad ha adquirido una importancia cierta, y casi no sorprende que el fallo también recurra a ella, como si el atraso en la resolución de un asunto fuese también un acto corrupto. ¿Es así? El fallo se refiere al artículo 53 de la Ley de Bases de la Administración del Estado, y sin duda estaremos de acuerdo en que “la expedición en el cumplimiento de sus funciones legales” por parte de la administración es una de las exigencias del interés general. Pero esta regla no se refiere a la probidad, salvo indirectamente (leyendo el art. 52), sino al interés general. Entonces, no hay atentado a la probidad en el atraso, salvo que se justifique por la preeminencia del interés particular por sobre el general. En otros términos, por el solo hecho del atraso, indudablemente el interés general sufre, pero no por corrupción ni nada que se le parezca. La confusión es lamentable, aunque tal vez permita descubrir una regla útil para enfrentar el asunto.

La sentencia define el decaimiento “como la extinción de un acto administrativo, provocada por circunstancias sobrevinientes de hecho o de derecho que afectan su contenido jurídico, tornándolo inútil o abiertamente ilegítimo”. ¿Se refiere de verdad al acto o está hablando del procedimiento? Hubiera sido esclarecedor conocer la fuente de esta definición dogmática.

Me parece razonable sostener que el acaecimiento de ciertas circunstancias torne inútil ciertos procedimientos. Si, p. ej., en un procedimiento expropiatorio se abandona la operación en vista de la cual se requiere adquirir la propiedad, probablemente resulta inútil proseguir con ella. El razonamiento puede extenderse a la caducidad de ciertos actos por cambio de circunstancias. Para no cambiar demasiado de ejemplo, es este, al parecer, una hipótesis similar a la cubierta por la acción de retrocesión. O la que ocurre cuando el cierre de una calle al tránsito vehicular, dispuesto para permitir el paso de una manifestación, pierde su utilidad desde que la manifestación se disuelve, se anula o decide pasar por otro sitio. Es posible que este tipo de razonamiento tenga alcance general en el plano administrativo, porque los actos administrativos singulares siempre tienen un motivo configurado por circunstancias de hecho, que pueden evolucionar en el tiempo.

Si se toma en cuenta que la Ley de Procedimientos no se adentró en este aspecto (regulando sólo la invalidación y la revocación como modos de extinción de un acto administrativo por decisión unilateral, sin referirse a la caducidad), hay aquí probablemente un punto de gran interés en la sentencia, pero no es realmente novedoso (ya se había dicho con anterioridad que la variación de circunstancias puede justificar la pérdida de eficacia de un acto administrativo, distinguiendo tal hipótesis de la pura ilegalidad: Corte Suprema, 25 de noviembre de 2003, Urzúa Basaure y otros con Municipalidad de Santiago, Lexis Nexis Nº 29017).

Pero el fallo no dice cuáles son las circunstancias que han cambiado. En realidad dice textualmente: “El elemento de hecho sobreviniente en el caso de autos, es el tiempo excesivo transcurrido”. No está refiriendo ninguna circunstancia de hecho que torne inútil el procedimiento sancionatorio, sino sólo juzgando el carácter excesivo del atraso. ¿Pasó algo que haga perder sentido al procedimiento sancionatorio? Pasó tiempo. Mucho. No pasó nada.

El fallo remata explicando por qué habría perdido sentido el procedimiento. Como es sancionatorio, atiende a “una finalidad preventivo-represora”, pues con el castigo “se persigue el desaliento de futuras conductas ilícitas similares, se busca reprimir la conducta contraria a derecho y restablecer el orden jurídico previamente quebrantado”. Hasta donde entiendo (el derecho administrativo sancionatorio no es una especialidad que practique con frecuencia), todavía no ha muerto la discusión dogmática acerca de las funciones de la pena, ni a fortiori acerca de aquellas que cumple la sanción administrativa; darla por zanjada tan fácilmente me desconcierta. Probablemente pueda admitirse que las sanciones administrativas busquen, en general, objetivos de desincentivo de actos ilícitos y represión. Pero para restablecer el orden quebrantado un castigo es siempre tardío, de modo que el atraso no frustra ese objetivo (de darlo por bueno). ¿La tardanza de un castigo hace perder sentido a la represión? La tramitación de un procedimiento busca justamente evitar reacciones que, adoptadas en la inmediatez de los hechos, carecerían probablemente de racionalidad. Per se, el tiempo no es malo aquí. La pregunta es cuánto atraso es tolerable: vuelta al punto de partida. En cuanto a las “señales”, tendería a pensar que nunca es tarde para recordar al público que violar la ley es en principio malo, salvo que el marco normativo cambie; al contrario, desde el punto de vista de los incentivos, no me parece una señal especialmente tranquilizadora sostener que violar la ley puede legítimamente quedar impune.

Creo que hay una preocupación importante en la sentencia, al tratar de definir plazos máximos en la instrucción de un procedimiento sancionatorio. Tal vez haya que construir reglas más precisas sobre esta materia, pero ante la dificultad de hallar un fundamento sólido al efecto, es inequívoco que la tarea incumbe preferentemente al legislador, y de hecho algo de eso existe en el proyecto de ley (por desgracia archivado) que se refiere a los procedimientos sancionatorios; aunque es auspicioso que la Corte Suprema se haya atrevido a incursionar en este terreno, recuérdese que actuó aquí como juez del fondo, de modo que la técnica es difícil de implantar al control a veces insípido que efectúa como Corte de Casación. El argumento de la variación de las circunstancias es rico en inquietudes para el derecho administrativo, aunque es todavía una caja de Pandora cuyas consecuencias no podemos medir (como muchos, tengo en la cabeza el problema de la “estabilidad” de la Resolución de calificación ambiental). Mi principal duda concierne al caso: ¿las circunstancias justificaban realmente una sentencia tan audaz?