Viejos y jóvenes juristas

octubre 12, 2010

Se percibe en este último tiempo una especie de explosión de coloquios, jornadas y congresos destinados a “jóvenes” profesores de derecho. Sé que existen estas reuniones al menos en disciplinas como derecho constitucional, administrativo e internacional público. En algunas de ellas, incluso se hace alusión en la misma convocatoria que la actividad se encuentra destinada solamente a “profesores jóvenes” sin hacer, sin embargo, alusión a cuántos años se requiere tener encima para cumplir con las bases del evento. Es de hecho común hacer algunas bromas cuando llegan estas convocatorias sobre todo respecto de aquellos que tienen edades indeterminadas o de conflictivo encasillamiento.
El éxito de este tipo de reuniones, creo, se da por varias razones:
1. En primer lugar y creo es esta la razón de más frecuente apelación, existe una especie de conciencia en los jóvenes juristas de que los más experimentados no les entregan los espacios necesarios en los cuales ventilar sus inquietudes. De cierta forma este alegato revela una suerte de descontento a la forma como las antiguas reuniones han reaccionado frente a los recién llegados al banquete de la ciencia. En algunos casos, este descontento ha tomado la forma de un cierto divorcio entre padres e hijos académicos mientras que en otros es sólo una suerte de nuevo club de amigos que se forma.
2. En segundo lugar, tiendo a pensar que los jóvenes se sienten más libres en aquellos foros. En efecto, cuando se está entre pares existe un mucho más equitativo aprovisionamiento de armas argumentales que cuando nos enfrentamos a juristas mayores. La cantidad de información y complejidad de ella es similar en personas con iguales o cercanos años de vida. La discusión sobre escenarios pasados o sobre experiencias aprehendidas no es un terreno cómodo para aquellos que recién comienzan el arte de la argumentación jurídica.
3. Es también un hecho de la causa, por otro lado, que los juristas más añosos no son muy dados a soportar discusiones horizontales. Los esquemas verticales en los que han vivido y crecido no resisten mucho a las dinámicas del conflicto argumentativo en los cuales es el peso del razonamiento aislado el que debiera primar. A ello debe sumarse que, de manera especial en nuestro país, a la complejidad del discurso académico se le añaden normalmente calificativos o circunstancias que pretenden sacar la risa fácil del auditorio, denostar al adversario o elevar disputas ficticias. Nada más alejado de la cortesía antigua donde un argumento nefasto era simplemente calificado como “poco feliz”.
4. Un argumento sociológico podría también ingresar a la palestra. La generación de grupos diversos al establishment entrega unidad a un grupo de intereses y fortalece las posiciones de cara a transacciones y disputas con los grupos de poder. La vida de los jóvenes al alero de los padres es siempre más dificultosa en lo que a acceso a poder se refiere. La división, como sucede en muchos de los escenarios de la política, es una buena herramienta para construir nuevos centros de influencia.

Valoro mucho estos nuevos foros. Muchos de ellos son tremendamente interesantes y desafiantes. Sin embargo, tiendo a pensar que este tipo de división perjudica a la larga el diálogo científico. Los jóvenes tenemos tendencia a construir argumentos de racionalidad estática, es decir, que se construyen como elementos de una discusión absoluta y atemporal. Los más experimentados pueden añadir a ello la manera como esos razonamientos han funcionado en la realidad o los precisos contextos en los que se han desarrollado, todo lo cual no puede sino ser integrado en aquellas muestras de racionalidad pura.
Los juristas más añosos, no obstante, también ganan mucho escuchando a los jóvenes aprendices pues aquellas nuevas aproximaciones que pueden perderse en el océano actual de la información llegan a la mesa del diálogo refrescando las discusiones antiguas y mostrando las nuevas preocupaciones de las generaciones que se aproximan.
Los acercamientos entre viejos y nuevos juristas no estarán naturalmente exentos de complicación. Mientras unos deberán abandonar la comodidad del hablar con códigos compartidos, otros deberán desprenderse del sitial de superioridad de tantos años de estudio. Si ambos grupos se comprenden a sí mismos como meros seres que razonan en momentos históricos precisos, el sólo peso del argumento esgrimido podrá recuperar su sitial, olvidando de esta forma si el que lo pronuncia tiene más o menos canas que el que lo recibe.

Conocimento y poder en la cultura jurídica de la Modernidad

octubre 06, 2010

La noción de razonamiento jurídico exhibe una gran atención por parte de la reflexión jurídica contemporánea. Sin embargo, sugiero que en lugar de ella debiéramos acudir a la noción de discurso jurídico. Esta se diferencia de la anterior porque no gira en torno a la premisa de que exista una racionalidad inmanente de lo jurídico. Desde luego, no niega esa posibilidad, sino que mantiene su existencia como lo que es: una pregunta, que debe ser respondida a la luz de los materiales jurídicos disponibles en un área específica. Así, quizás sea posible hablar de la racionalidad inmanente de la jurisprudencia en materia de libertad de expresión norteamericana, o de la racionalidad inmanente de la legislación laboral chilena; pero afirmar la existencia de una racionalidad inmanente a lo jurídico, así sin más, es tratar de hacer pasar por analítico un juicio que no es sino sintético.
La noción de discurso sugiere, acertadamente a mi juicio, que lo jurídico se constituye a partir de un conjunto de aserciones efectivamente formuladas consideradas en su totalidad. El discurso es una totalidad, un horizonte de cosas positivamente establecidas. Al mismo tiempo, todo discurso está constreñido por ciertas reglas, de las cuales adquiere su continuidad. En el caso del discurso jurídico, estas reglas tienen que ver sobre todo con la referencia a ciertos materiales que se consideran vinculantes y con el establecimiento de ciertas autoridades llamadas a aplicar de diversas formas dichos materiales.
La noción de discurso jurídico también apunta a catalogar algunas de las premisas del fenómeno de lo jurídico como pertenecientes a la dimensión de lo cultural. El imperio de la ley, en este sentido, no es sino una expresión cultural, una forma de vida como muchas otras; una cuyo horizonte es prácticamente coextensivo con la Modernidad, pero que –con las características que le adscribimos actualmente al imperio de la ley– no va más allá de los límites históricos y geográficos que le circundan.
Esto nos entrega el marco para entender la afirmación de quien, como Andrés Bello, sostiene que no deben “oírse en el santuario de la justicia otras voces que aquellas que, pronunciadas por la razon ántes de los casos, dieron a los jueces las reglas seguras de su conducta.” Si los jueces pudieran obrar de otra forma “no ya por las leyes se reglarian las decisiones, sino por las particulares opiniones de los magistrados.” Por esto, concluye Bello, el juez es “esclavo de la lei.”
Estas afirmaciones de Bello se sostienen en la premisa de que al obedecer ciegamente a la ley, el juez podrá alcanzar respuestas unívocas que le eviten la necesidad de ejercer su discreción. Esto, si lo tomamos como una teoría descriptiva de la adjudicación y por lo tanto como una condición de posibilidad del razonamiento jurídico es manifiestamente incorrecto.
Sin embargo, también podemos entender las palabras de Bello como un mito fundacional de la cultura jurídica chilena; que da forma en nuestro territorio a una idea-fuerza que durante la Modernidad ha atravesado edades y territorios y que se ha encarnado en la noción de la autonomía del derecho. La autonomía del derecho, como quintaesencia de la cultura jurídica moderna, consiste en una forma específica de entender las relaciones entre conocimiento y poder, entre auctoritas y potestas, entre ciencia jurídica y función judicial. Según esta auténtica estructura de creencias que es la autonomía del derecho, el ejercicio de la adjudicación como función estatal se justifica en la exclusiva capacidad de los profesionales del derecho de resolver contiendas socialmente relevantes en virtud de su entrenamiento teórico y práctico, el cual se estima les permite acceder a respuestas preexistentes y dotadas de una racionalidad propia. No son ellos, por esto, quienes resuelven: ellos son meros oráculos, médiums de una entidad trascendental como lo es la juridicidad.
Ahora, como mito fundacional de la práctica jurídica, el ideal de la autonomía del derecho es insuficiente. Incluso más, sostengo que no da cuenta de la totalidad de la cultura jurídica moderna. Esto, pues en la modernidad la relación entre conocimiento y poder ha tomado otras formas, distintas del elitismo epistémico que recién reseñara. Junto a ello, existen también ideales de servicialidad que ponen sobre los hombros de quienes gozan de algún bien del que los demás carecen la responsabilidad de beneficiar con ello a la sociedad toda. La formulación más prestigiosa de dicho ideal, en la filosofía política contemporánea, es el principio de diferencia de Rawls.
La tensión entre una cultura jurídica de la autonomía y una cultura jurídica de la servicialidad se evidencian con mucho más fuerza en aquella área del derecho que tiene que ver con el autogobierno de la comunidad, el derecho constitucional, puesto que las dinámicas de exclusión e inclusión que desencadenan repercuten sobre asuntos en los cuales la pretensión de experticia de los profesionales del derecho camina sobre suelo menos firme. Ese suelo poco firme, desde luego, puede ser solidificado y la pretensión de experticia y por lo tanto de autonomía verse reforzada. Eso es lo que logran corrientes que bogan por la juridificación de la Constitución, desde el lado que sea; ya sea desde las teorías chilenas de la fuerza normativa de la Constitución asociadas a visiones conservadoras del derecho, o bien desde el neoconstitucionalismo europeo de tendencia más bien liberal.
Las dinámicas de poder/conocimiento y sus consecuencias sobre la inclusividad o exclusividad del discurso público son asunto familiar para la reflexión teórica contemporánea. Paul Piccone y Gary Ulman escribían el 2002 en la revista Telos (aquí puede encontrarse el texto completo) lo siguiente, a propósito de la exclusión de que Carl Schmitt suele ser por parte de la academia liberal:
Thus, whenever otherness appears, it must either be persuaded back into full sameness or else summarily liquidated as evil. Despite all the rhetoric about openness through 'undistorted communication' and interminable dialogue, participation in discussions and deliberations is conditional on the prior acceptance of unchallengeable rules concerning a formal rationality and mode of discourse which automatically exclude all but those intellectuals and professionals fully initiated into the predominant jargon.
Este es un punto que también plantea Iris Marion Young en su libro Justice and the politics of difference y que dice relación con las relaciones entre conocimiento y poder; tema que, a su vez, también cruza la producción foucaultiana.
¿Cómo responde el mundo del derecho, y dentro de aquel el constitucionalismo, a esta interpelación? Ciertamente, la autonomía del derecho como premisa cultural de la práctica jurídica inevitablemente cumple esa función excluyente de modos de discurso 'no-profesionales;' y sin embargo, no es cosa de descartar la autonomía del derecho así como así, pues con ello podemos tirar la guagua por el desagüe, como dirían los norteamericanos. En otros términos, la autonomía del derecho es un componente necesario de toda práctica jurídica que aspire a generar un lenguaje unificador; y por lo tanto la abolición del ideal de la autonomía del derecho en nombre de la inclusión rápidamente cancelaría la posibilidad misma de inclusión.
Por ello creo que la autonomía del derecho, como ideal que explica porqué vivir bajo el imperio del Derecho es bueno, debe ser complementada con el ideal de la capacidad del derecho de responder a la sociedad en que existe; ideal que creo que está inscrito en algunos de los mejores momentos de la práctica jurídica, aquellos en los cuales –tal como con la sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 sobre la necesidad de contar con un tribunal electoral durante el Plebiscito de 1988- el derecho asegura legitimidad social para sí mismo. Una práctica jurídica y constitucional no excluyente debe ser capaz de identificar y visibilizar esta función 'responsiva.'

Río Puelo versus Galletué

octubre 01, 2010

Por el blog del centro de derecho ambiental nos enteramos del fallo dictado en la causa promovida por el Fisco contra Forestal Candelaria de Río Puelo S.A. y Sociedad Piedras Moras S.A. (Corte Suprema, 31 de agosto de 2010, Rol 5027-2008). Se trata de un caso en que se condena a un par de empresas a indemnizar los perjuicios resultantes del daño ambiental que supone la explotación de especies forestales protegidas. Concretamente, una forestal tala, autorizada contractualmente por la propietaria, un número importante de alerces que se estima –a razón de sus tres metros de diámetro– podían tener unos 3000 años de vida. El alerce (fitzroya cupressoides) es una especie rara, típica de la zona norte de la Patagonia, cuya explotación está vedada en Chile por revestir la calidad de “monumento natural”, que le fuera atribuida conforme a las reglas de la Convención de Washington para la protección de la flora, de la fauna y de las bellezas escénicas naturales de los países de América. Según la Convención, a los monumentos naturales se da “protección absoluta”, lo que impide su explotación. El Decreto 490 de 1976, que efectuó esa calificación de monumento natural, manda tener por “inviolable y prohíbese la corta y destrucción del Alerce, salvo autorización expresa, calificada y fundamentada” de la Conaf.

Hasta aquí, la cara “litigiosa” de la Convención de Washington era conocida por haber permitido la indemnización de empresas forestales que, por aplicación de sus reglas, se habían visto privadas de la posibilidad de explotar ciertas especies forestales. La araucaria araucana, en particular, ha dado origen a importantísimas sentencias en este sentido, a partir de la jurisprudencia Galletué (Corte Suprema, 7 de agosto de 1984), que es más o menos el equivalente de la jurisprudencia La Fleurette en el derecho francés. En Galletué, fallo que data de mediados de la década de 1980, la Corte Suprema resolvió que resultaba correcto en equidad indemnizar a una comunidad de propietarios de bosques de araucarias que, por aplicación de un decreto que calificaba a esta especie como monumento natural, se veían privados de la posibilidad de practicar su actividad económica (consistente en la explotación de esos árboles). La interpretación de la jurisprudencia Galletué ha sido ardua. No han faltado quienes han querido justificarla en el valor que la Constitución chilena asigna al derecho de propiedad; de hecho, el fruto mejor conocido de esta jurisprudencia, la sentencia recaída en el caso Lolco (Corte de Apelaciones de Santiago, 21 de noviembre de 2003, no censurada por Corte Suprema, 30 de diciembre de 2004), recurre en diversos párrafos al valor de la propiedad para explicar por qué en este caso se habría provocado a los dueños del predio afectado por la prohibición de explotación un perjuicio anormal y especial, requerido –como en la jurisprudencia La Fleurette- para acoger la indemnización.

La sentencia Río Puelo desmiente que la propiedad sea un concepto determinante para el entendimiento de esta jurisprudencia. El Fisco había ejercido una acción ambiental, tendiente no sólo a la reparación del medio ambiente dañado sino además a la indemnización de los perjuicios provocados por la explotación de una especie que debía mantenerse intacta. Como era esperable, las demandadas se defendieron arguyendo que no había daño, desde que la explotación había supuesto la corta de especies de propiedad privada de su dueña. Este argumento, que logró persuadir a la Corte de Apelaciones, fue rechazado por la Corte Suprema con fundamento en la lógica propia de esta responsabilidad construida en torno a la idea de daño ambiental. Para la Corte, “la pérdida definitiva e irreparable de 25 ejemplares de la especie « alerce », protegido como monumento natural por el Estado de Chile, constituye una disminución de la biomasa o biodiversidad…, que conforma el patrimonio ambiental de la Nación, lo que evidentemente constituye un daño o perjuicio” que habilita al Estado a perseguir una indemnización (cons. 17). La Corte pone así de manifiesto que la noción de daño no puede reducirse a la existencia de un mero derecho de propiedad afectado.

Es interesante destacar la forma en que la Corte Suprema concibe los efectos de la declaración de una especie vegetal como monumento natural. “Equivale a poner la especie en veda permanente”, dice la Corte, pues la declaración lleva consigo una inviolabilidad o protección absoluta, en cuya virtud ningún ejemplar de la especie, dondequiera que se encuentre, puede ser intervenido de modo alguno ni para ningún fin, excepto para realizar investigaciones científicas (cons. 15). Entonces, al ser declarada una especie como monumento natural ésta queda sustraída del comercio jurídico (pasa a ser una cosa incomerciable).

En este punto, el pronunciamiento también es relevante en una dimensión ajena a la del fallo: de aceptar que en sí mismas las restricciones de explotación o aprovechamiento de ciertos bienes fuesen constitutivas de un daño, ¿cómo cuantificarlo? El muy temprano fallo Abalos (Corte Suprema, 10 de diciembre de 1889) ya apuntaba precisamente sobre una circunstancia análoga, pues para determinar el valor de los sandiales destruidos (destrucción que en ese caso perseguía evitar la propagación de una epidemia de cólera que azotaba a la provincia de Aconcagua), más allá del rigor técnico asociado al dictamen de peritos, la Corte Suprema exige que debería atenderse al “provecho que sus dueños pudieran reportar de ellos, teniendo en cuenta las circunstancias de haber estado prohibido el espendio de su fruta hasta el 8 de marzo de 1887”. Como puede apreciarse, resulta muy difícil valorizar el “daño” que supuestamente irroga un acto que provoca la incomerciabilidad de una cosa; desde que la cosa misma carece de valor, resulta contrario a la lógica que el daño se traduzca en la pérdida de valor de la cosa.

Parece que, si fuese necesario identificar un daño relevante para efectos de la responsabilidad, éste habría de situarse más que en el objeto cuya comercialización se suprime, en el efecto que eso conlleva en la persona de su titular. Sin perjuicio de la necesidad de efectuar un análisis más detenido de esta cuestión, me arriesgo a pensar que este efecto equivale en alguna medida a una incapacidad especial de goce. La medida reduce en una proporción relevante los atributos de la personalidad de aquel que tiene cierta titularidad sobre el objeto devenido incomerciable. Mi impresión es que en el fallo Galletué –a diferencia de lo ocurrido en el fallo Lolco– se entendieron correctamente estos conceptos, en la medida que el daño fue individualizado no como la pérdida de la propiedad de los árboles sino más bien como la pérdida del giro de una unidad de negocios que sólo servía para la explotación de la araucaria. Ahora bien, si este análisis se mostrase correcto, por su naturaleza este perjuicio estaría más cerca del daño moral que otra cosa, lo que también debería tener alguna incidencia en su forma de valorización.