Correos electrónicos de autoridades públicas: en torno a una mala caracterización jurídica

octubre 07, 2012


En un anterior comentario jurisprudencial observé que la forma en que los tribunales presentan jurídicamente la contienda en discusión, particularmente respecto de las categorías jurídicas dentro de las cuales subsumen una disputa, es un acto que constituye realidades;[1] incluso sería posible sostener que dicha elección determina en gran medida el resultado mismo de la contienda. Es por esto que la caracterización jurídica de una disputa reviste en sí misma una gran importancia; y así, tal como una adecuada caracterización puede reportar grandes ventajas desde el punto de vista de la sistematicidad y coherencia del sistema jurídico, una mala caracterización puede significar desde una oportunidad perdida hasta un traspié con graves consecuencias.

Esto es, a mi juicio, lo que ha ocurrido en la sentencia redactada por el Ministro Carlos Carmona mediante la cual el Tribunal Constitucional intervino en la discusión sobre la publicidad o privacidad de los correos electrónicos de autoridades públicas; más específicamente, del Ministro Secretario General de la Presidencia y del Subsecretario del Interior. Esta discusión, en mi opinión, debiera haber girado en torno a los alcances del artículo 21 Nº 1, letra b) de la Ley de Transparencia, que establece la reserva de los “antecedentes o deliberaciones previas a la adopción de una resolución, medida o política, sin perjuicio que los fundamentos de aquéllas sean públicos una vez que sean adoptadas”. En lugar de ello, el Ejecutivo lo planteó como un asunto de derechos fundamentales –esto es, como una discusión sobre el respeto y protección a la vida privada y la inviolabilidad de toda forma de comunicación privada–, tesis que el Tribunal Constitucional acogió en la sentencia en comento.

Presentar así el asunto ofrecía dos ventajas para el Ejecutivo. La primera es que ello ofrecía un lenguaje de principios, valórico, muy superior ‘comunicacionalmente’ a los términos del artículo 21 Nº 1, letra b), que parecen invitar a que cualquier entrevistador le pregunte al Subsecretario por qué si cierta decisión es pública se ocultan las deliberaciones que condujeron a su adopción. La segunda, muy relacionada con la anterior, es que esta parece constituir una estrategia judicial ‘ganadora’, dada la vocación expansiva de los derechos fundamentales. Uno incluso podría sostener que el Ejecutivo estaba simplemente equiparando sus armas con las de aquellos que sostienen que nuestro sistema constitucional contiene un derecho fundamental de acceso a la información.[2]

El Ejecutivo, en efecto, ha ganado. El Tribunal Constitucional ha adoptado la tesis de los derechos fundamentales y, en consecuencia, ha declarado inaplicable el artículo 5 inciso 2º de la Ley de Transparencia –que establece que “es pública la información elaborada con presupuesto público y toda otra información que obre en poder de los órganos de la Administración, cualquiera sea su formato, soporte, fecha de creación, origen, clasificación o procesamiento, a menos que esté sujeta a las excepciones señaladas”– para los recursos de ilegalidad promovidos ante la Corte de Apelaciones de Santiago por el Ministro Secretario General de la Presidencia y por el Subsecretario del Interior contra las resoluciones del Consejo para la Transparencia que les obligaban a hacer públicos los correos electrónicos en disputa. Así lo ha resuelto ya en la sentencia Causa Rol Nº 2153-2011, aquí en comento, y así lo hará próximamente en la Causa Rol Nº 2246-12, ya alegada a la fecha y respecto de la cual el Tribunal ya ha anunciado a las partes que acogerá también la inaplicabilidad. En consecuencia la Corte de Apelaciones de Santiago, al revisar la decisión del Consejo para la Transparencia de ordenar la entrega de los correos electrónicos en cuestión, no podrá aplicar la disposición transcrita.

Pero la ganancia del Ejecutivo es una pérdida para el sistema en su conjunto; el que obtuvo un pronunciamiento jurisprudencial que, además de ser innecesariamente expansivo, desperdicia la oportunidad de generar reglas claras en un proceso de alto impacto público sobre la aplicación del artículo 21 Nº 1, letra b) de la Ley de Transparencia. A nuestro sistema jurídico le conviene contar con claridad respecto a cuándo los funcionarios públicos pueden invocar dicha causal para retener información y cuándo no. El Ministro Carmona estuvo a punto de lograrlo en el considerando 19º de esta sentencia, al observar que los órganos llamados a tomar decisiones “deben tener un margen para explorar alternativas con libertad, sin tener que saber que sus opiniones se harán públicas”. Lamentablemente, esta reflexión se pierde en un mar de consideraciones inconducentes. Esto es un problema, puesto que los tribunales no han generado reflexiones significativas sobre este punto; según el buscador de jurisprudencia del Consejo para la Transparencia, existe bastante jurisprudencia administrativa del Consejo para la Transparencia, poca de las Cortes de Apelaciones, y nada de la Corte Suprema. El Tribunal Constitucional, por su parte, ya se había pronunciado sobre el artículo 21 Nº 1, letra b) en su sentencia en la Causa Rol Nº 1990-2011, declarándolo allí inaplicable en la parte que señala “sin perjuicio que los fundamentos de aquellas sean públicos una vez sean adoptadas”, puesto que a su juicio tal disposición afectaba la vida privada del profesional recurrente como consecuencia de que facultaba al Consejo para la Transparencia para disponer la exhibición de evaluaciones personales. En lugar de elaborar una interpretación razonable sobre la reserva de las deliberaciones conducentes a la toma de decisiones, el Tribunal ha optado por declarar inaplicable su operación actual.

Esta última resolución, sumada a las dos identificadas en este comentario, permiten a estas alturas hablar de una predilección del Tribunal Constitucional por la privacidad por sobre la publicidad, con todo el simbolismo que ello representa. Para el Tribunal Constitucional, en esta materia lo privado está por sobre lo público, tal como ocurre también en otras áreas de nuestro derecho constitucional; piénsese en el ámbito económico, donde también nuestra jurisprudencia y nuestra doctrina, invocando la particular concepción que se tiene en nuestro país sobre el principio de subsidiariedad, hacen primar los intereses privados por sobre el interés público de contar con una regulación vigorosa orientada a la justicia social y el bien común. Con todo ello el genuino centro de nuestro derecho constitucional, la afirmación de que “Chile es una república democrática” contenida en el artículo 4º del texto constitucional, se pierde cada vez más entre la neblina.

Volviendo a la sentencia en comento, habría que agregar que además de desperdiciar la oportunidad de generar una reflexión jurisprudencial sobre la causal de reserva del artículo 21 Nº 1, letra b), la sentencia comete el pecado argumentativo de discutir con una posición que nadie sostiene. En efecto, como comprobará el lector, ella dedica varios párrafos a defender la evidente pero irrelevante postura de que “los funcionarios públicos tienen derechos constitucionales”. Desde luego que los tienen; y, por cierto, nadie lo ha puesto en duda. La discusión, que el voto de minoría sí acomete, es cómo conjugar dichos derechos fundamentales con el interés público por acceder a la información solicitada en el caso de autos. El Tribunal Constitucional sólo puede plantear el asunto en los altisonantes términos escogidos por el Ejecutivo ignorando el principio de la divisibilidad, consagrado en el artículo 11, letra b) de la Ley de Transparencia, y según el cual “si un acto administrativo contiene información que puede ser conocida e información que debe denegarse en virtud de causa legal, se dará acceso a la primera y no a la segunda”. Para mayor claridad: si los correos electrónicos de marras contuvieran información efectivamente relacionada con la vida privada del Ministro o del Subsecretario, el Consejo para la Transparencia podría tarjar dicha información de la copia impresa entregada a los solicitantes, o de una forma análoga si se tratara de copias digitales.

Otra divagación innecesaria por su irrelevancia en que incurre el Tribunal consiste en afirmar que “el mandato de publicidad no es absoluto”. Ningún mandato jurídico, como es sabido en esta época de ponderaciones, exámenes de proporcionalidad y balancing tests, es absoluto. La pregunta importante, en este caso, es en virtud de qué consideraciones algo es hecho público o no. Tal pregunta no puede ser respondida a brochazos –“los funcionarios públicos tienen derechos constitucionales”–, sino que ha de ser respondida con un pincel fino, que permita hacer distinciones y establecer matices, como hace el voto disidente en sus considerandos 20º a 36º. Tampoco puede ser respondida mediante argumentos fácticos, tales como lo hace el Tribunal al observar en su considerando 19º que “hay conversaciones, reuniones, llamados telefónicos, diálogos, órdenes verbales, entre los funcionarios, de los cuales no se lleva registro de ningún tipo” y que, por ello, “nunca serán públicos”. ¿Qué tal si se estableciera la obligación de grabar todas las conversaciones de las autoridades públicas sobre asuntos propios de su cargo? Si bien esto podría ser poco conveniente presupuestariamente, tal problema no constituiría una objeción jurídica al eventual establecimiento de tal obligación.

También resulta difícil comprender por qué el Tribunal considera necesario defender la tesis de que “los correos electrónicos no son necesariamente actos administrativos”. Dar por probada esta afirmación es bastante irrelevante, pues la pretensión de hacer públicos los correos de las autoridades no se funda jurídicamente en que ellos constituyan actos administrativos, sino en que ellos contienen deliberaciones previas a la adopción de una resolución, medida o política”, consisten en un soporte elaborado “con presupuesto público” y corresponden a información que obra “en poder de los órganos de la Administración”. Por cierto, en ese sentido es valorable que el Tribunal proclame que la Constitución “debe interpretarse a la luz del progreso tecnológico”. El problema es que parece no haber sacado la conclusión adecuada de dicha premisa; esto es, que debido a la importancia que en una era de progreso tecnológico y de gobierno electrónico, los correos electrónicos pasan a ser un importante medio de comunicación cuyo escrutinio no debe ser evitado a priori afirmando que “los funcionarios públicos tienen derechos constitucionales”.

Por último, cabe consignar como curiosidad que el Ministro Carmona aprovecha esta sentencia para hacer eco, en el considerando 8º del texto, del ‘nativismo jurídico’ del Justice Antonin Scalia. La crítica de éste a la invocación de jurisprudencia extranjera se hizo famosa mediante sus disidencias en Lawrence v. Texas,[3] donde afirma que “las titularidades constitucionales” no nacen “porque las naciones extranjeras despenalicen una conducta” y que la discusión judicial de “aquellos puntos de vista extranjeros” es “en consecuencia comentario (dicta) sin importancia”; y en Roper v. Simmons,[4] donde lamentó amargamente que en virtud del voto de mayoría de dicha sentencia “los puntos de vista de otros países y de la así llamada comunidad internacional se han tomado el centro del escenario”, y declarando que “la premisa básica del argumento de la Corte –esto es, que el derecho norteamericano debe adecuarse al derecho del resto del mundo– debe ser rechazada de plano”. Así, el Ministro Carmona nos recuerda que “la decisión que se adopte, ha de basarse en nuestro marco constitucional”, y que si “avanzamos o retrocedemos o permanecemos igual respecto de lo que sucede en otros países, en la materia debatida” no es algo que le toque examinar al Tribunal Constitucional, pues si juzgara “en base al estándar de lo que los otros países puedan considerar jurídicamente correcto, dejamos de ser un órgano encargado de velar por la supremacía de nuestra Constitución”.

¿Qué lleva al Ministro Carmona a hacer esta afirmación, que en otras circunstancias habría sido irrelevante de tan obvia que es? ¿Qué hay implícito en ella?; ¿cuál es el argumento al cual ella, callándolo, intenta responder? Una posible respuesta es que, en este caso, el contraste con situaciones similares de otros países dejaría en muy mala posición a la decisión adoptada por el Tribunal Constitucional. Piénsese por ejemplo, sin ir más lejos, en la jurisprudencia de la Corte Suprema norteamericana, que en 1974 ordenó al Presidente Richard Nixon entregar al Juez del Distrito de Columbia John Joseph Sirica las cintas con grabaciones de conversaciones sostenidas por él en diversas localizaciones de la Casa Blanca, en el marco de la investigación judicial sobre el caso Watergate.[5] A la luz de este tipo de precedentes, se entiende que el Estado de Alaska no haya puesto reparos a la entrega de miles de páginas de correos electrónicos enviados y recibidos por la Gobernadora Sarah Palin durante su ejercicio del cargo.[6] En cambio, de haber hecho aplicables a estos casos el criterio expuesto por nuestro Tribunal Constitucional en la sentencia en cuestión, tanto la entrega de las cintas de Nixon como de los correos electrónicos de Palin habría sido imposible. Nice going, pal!


[1] Fernando Muñoz León, “ANEF con SII: ¿Libertad sindical, debido proceso o libertades públicas?”, Ius et Praxis, vol.17 Nº 2 (2011), 537-550.
[2] Gonzalo García Pino y Pablo Contreras Vásquez, “Derecho de acceso a la información en Chile: nueva regulación económica e implicancias para el sector de la defensa nacional”, Estudios Constitucionales, vol. 7 Nº 1 (2009), 137-175.
[3] Lawrence v. Texas, 539 U.S. 558 (2003).
[4] Roper v. Simmons, 543 U.S. 551 (2005).
[5] United States v. Nixon, 418 U.S. 683 (1974).

El éxito de la transparencia

septiembre 20, 2012

Tres han sido las claves del éxito de nuestro modelo de transparencia. La primera es una institucionalidad fuerte. En este punto, el Consejo para la Transparencia es la muestra viva de dos constataciones que desde hace tiempo viene haciendo la teoría de la Administración Pública. Por un lado, que el Estado requiere instituciones fuertes, con carisma, con funcionarios que asumen como propios los intereses comunes que la institución defiende. Instituciones (como más de alguna superintendencia lo es) que están constreñidas por una legalidad que las aprisiona, que tienen pocas competencias para desarrollar el objetivo de su existencia, están condenadas a perder todo atractivo arriesgando perderse en una burocracia sin sentido. Por otro lado, el Rol del Consejo también confirma que cuando se quiere custodiar determinados bienes públicos no basta con una frondosa legislación. No debe olvidarse que antes de la actual Ley de Transparencia existían otras normas jurídicas que permitían el acceso ciudadano a los documentos públicos. Para fortalecer aquellos bienes públicos lo que se necesita son instituciones. Y si son parecidas al Consejo para la Transparencia o a otros servicios públicos que realmente “viven” sus funciones, mucho mejor. La segunda es una Administración Pública dispuesta a cumplir de buena fe las obligaciones de transparencia. A pesar de una natural reticencia inicial a cumplir con las referidas normas y a lo reciente de su incorporación, es un hecho claramente constable que no existen trabas generales al acceso a la documentación pública y que la gran mayoría de las peticiones que día a día los ciudadanos hacemos en las Oficinas de Informaciones, Reclamos y Sugerencias de los órganos públicos son contestadas dentro de plazos – aunque mejorables – a lo menos razonables. A esto debe sumarse que cuando esto no sucede, existe un procedimiento de reclamo expedito y rápido ante el Consejo para la Trasparencia que obliga al servicio a cumplir. Finalmente, la tercera clave del éxito del modelo es tribunales que han cumplido correctamente su labor de supervisión de la institucionalidad de la transparencia. En este sentido, cabe indicar que la mayor parte de los asuntos que han llegado al reclamo judicial han sido fallados favorablemente en pro de la transparencia. Sin embargo, también han existido casos en que tanto la Corte Suprema como el Tribunal Constitucional han delimitado cuándo existen otros bienes e intereses, al lado de la transparencia, que también requieren ser observados. Una mirada estrecha y restringida ve estos fallos como retrocesos en la transparencia (aquí y aquí) cuando en verdad muestran que la vida pública es mucho más compleja que intereses unidireccionales y que es labor de los tribunales ir lidiando con esa complejidad. El equilibrio entre estas actitudes debe ser custodiado atentamente. Debilitar la institucionalidad existente o no sancionar a las instituciones públicas reticentes a cumplir las normas de transparencia es sin lugar a dudas un camino errado. No obstante, también lo es comprender la transparencia como un bien preeminente a cualquier otro valor contradictorio. Hacer esto, no sólo implicaría desconocer la constitucionalidad vigente sino que representaría una excesiva simplificación de la función pública, lujo que nuestras sociedades modernas lamentablemente no pueden en los años que corren. Una institucionalidad fuerte, una Administración Pública profesional y tribunales concientes de su rol es el secreto del éxito para la construcción de un poder público que rinde cuentas continua y correctamente a los ciudadanos.

La ley chilena no rige en Puerto Williams

junio 10, 2012

Un profesor básico del liceo municipal de Puerto Williams es pariente cercano de un concejal de la comuna (Cabo de Hornos) y está afecto por consiguiente a las inhabilidades que al efecto pesan sobre los funcionarios públicos en virtud de la Ley de Probidad (Ley 19653, incorporada a la Ley de Bases de la Administración del Estado, art. 54). Consecuencia necesaria de la aplicación de la ley, el profesor debería cesar en el cargo. Por decisión de la Contraloría General no ocurrirá así, manteniéndose el statu quo (Dictamen 24985). Como se ve, la ley chilena no rige en Puerto Williams.


El Contralor no disimula para nada lo que acaba de hacer. Se trata de “analizar si la aplicación de esta inhabilidad es contraria o lesiva a las garantías constitucionales o a las bases de la institucionalidad, en términos tales que se deba dar preferencia a estas últimas por sobre el tenor expreso” de la ley. La Contraloría decide, en otras palabras, acerca de la aplicabilidad de la ley a un caso concreto y derechamente la inaplica. ¿Puede?, ¿lo hace bien?, ¿no había otro camino que le hubiera permitido resolver razonablemente el caso?

1. 

Ante todo, el método es problemático desde una perspectiva institucional. La ley –aquella declaración de la voluntad soberana– es obligatoria para todos, tanto para particulares como para el Estado. La Administración del Estado, es más, está indisolublemente ligada al principio de legalidad, desde su temprana asimilación al “poderejecutivo” (esto es, encargado de la ejecución de la ley, concretizando su aplicación en casos singulares). En todos sus aspectos –desde luego, funcionamiento, pero indudablemente también organización, incluidas las relaciones entre el servicio y el personal– la Administración del Estado es instrumento de ejecución de la ley. En un plano teórico, es difícilmente concebible que la Administración pueda jurídicamente eludir el cumplimiento de la ley. Por eso también, el papel de la Contraloría General de la República, en materia de dictámenes, está concebido como la emisión de informes relativos al “funcionamiento de los servicios públicos sometidos a su fiscalización, para los efectos de la correcta aplicación de las leyes y reglamentos que los rigen”. Formalmente, pues, tampoco es fácilmente admisible que la Contraloría prescinda de la ley.

Se dirá probablemente que “el derecho cambió” y que el principio de legalidad cedió terreno al principio de juridicidad. ¿Alguien podría controvertir esa evolución de los conceptos? La ley no es más fuente primordial del derecho; sin contar con su ambigua coexistencia con fuentes supranacionales, en jerarquía al menos la ley es inferior a la Constitución. Con todo, de esta evidencia no se sigue que la ley incompatible con la Constitución pueda ipso iure descartarse en un caso en que esté llamada a intervenir. En este sentido, el derecho chileno se caracteriza por una progresiva concentración de los mecanismos que permiten alcanzar ese resultado, en manos del Tribunal Constitucional y no de la Contraloría.

2.

La Contraloría enfrenta el caso levantando de oficio dos argumentos que permitirían cuestionar la aplicabilidad de la ley desde una perspectiva constitucional: libertad de trabajo e igualdad del reclamante en materia de admisión a empleos públicos. No logra advertirse cómo estos derechos fundamentales podrían haberse visto afectados por la ley de que se trata en el caso.

¿En qué consiste la libertad de trabajo? En la línea tradicional del razonamiento liberal, en que los derechos fundamentales delimitan la esfera de autonomía del individuo frente al cuerpo social, la libertad de trabajo excluye la atribución autoritativa de “funciones” profesionales o laborales. El Estado no puede forzar a nadie a un determinado trabajo; no puede planificarse desde el poder en qué va a trabajar cada uno: al revés, el individuo elige su trabajo. En el caso del dictamen examinado, parece que la Contraloría ve afectada esa libertad porque el reclamante no podría encontrar trabajo en las cercanías de su lugar de residencia. Si es así, concibe la libertad de trabajo a la manera de un derecho social, como si el Estado debiese garantizar a sus ciudadanos que tendrán donde desempeñar sus habilidades. La cesantía, ¿inconstitucional? Confieso que no me lo hubiera sospechado viniendo del Contralor Mendoza.

El dictamen también estima afectada la igualdad en la admisión a todas las funciones o empleos públicos, argumento que tampoco se entiende. ¿Acaso la inhabilidad por parentesco no alcanza por igual a todo funcionario público? En otras palabras, ¿el caso del profesor de Puerto Williams es distinto al de cualquier otro funcionario cuyo hermano o primo desempeña en el mismo servicio público? Un vínculo de parentesco estrecho es casi siempre indicio de conflicto de interés; cuando se presenta entre funcionarios públicos, tal vínculo permite inferir con mucha certeza que las relaciones entre ellos no se guiarán por la lógica imparcial y objetiva del servicio público. Por eso, la ley no quiere que en una misma institución convivan personas que están expuestas a este conflicto de interés. Así, todo indica que la ley opera adecuadamente al provocar el cese de las funciones del funcionario de que se ocupa el dictamen.

La Contraloría advierte que los derechos constitucionales a que se refiere admiten modelaciones por medio de reglas legales. Curiosamente, desecha las leyes que en el caso modelan el ejercicio de esos derechos, fundada en que afectarían la esencia de tales derechos, aunque en el dictamen no hay el menor esfuerzo por identificar esa “esencia”. Hay aquí una cierta diferencia de método importante con las formas en que procede el Tribunal Constitucional, que permite temer que la autoatribución de competencias de control de constitucionalidad de las leyes operada por la Contraloría no ha sido inocua. Por lo demás, aun si se hubiera abocado a esa identificación de la esencia de los derechos, es difícil creer que hubiera podido llegar más lejos de ese núcleo de no imposición externa en el caso de la libertad de trabajo y de igualdad de trato en el caso de los empleos públicos.

3.

Parece más bien que hay una cuestión de sentimientos detrás de la decisión de la Contraloría. 


En el fondo, estima que atendidas las circunstancias del caso (i.e., en concreto), no correspondía aplicar la ley. Lo que la conmueve es la suerte del profesor: tendría que abandonar el puesto, en circunstancias que es el único que reside en el lugar, perturbando el funcionamiento del servicio. Ve aquí ante todo un problema de libertades públicas (protagonizado por la “víctima” de la ley), relegando a un segundo plano la suerte del servicio público.

Es posible que el legislador no se haya planteado un caso como el de Puerto Williams, en que el rigor de la ley obligaría a prescindir del único nativo como candidato a profesor del pueblo. La aplicación rigurosa de la ley, es cierto, podría suponer interrupciones en el servicio escolar, contrariando así la lógica pública. Es, probablemente, una consecuencia impensada de la ley, una de esas consecuencias que (Aristóteles dixit), habilitan en equidad a ignorar la ley.

¿No habilitaban también a diferir temporalmente la aplicación de la ley, satisfaciendo así las exigencias de la equidad con la probidad administrativa?

Por debajo de la tentación de profundizar aun más ese fenómeno de constitucionalización del derecho, el dictamen es muestra de la percepción que tiene la Contraloría respecto de su función jurídica. Y es paradójico que, teniendo expresamente facultades para fallar en equidad (cosa de que Contraloría carece), los tribunales se muestren tan obligados por la ley. Ahora bien, si la Contraloría de verdad asume que su función es de naturaleza jurisdiccional, arrogarse una competencia para juzgar la constitucionalidad de la ley ¿no es muestra de rivalidad con el Tribunal Constitucional? Estoy entendiendo mal, probablemente, pero al final del día ¿de quién era la Kompetenz-Kompetenz?

4.

Último punto: ¿Qué hace que la Contraloría privilegie examinar la ley desde la perspectiva de los derechos fundamentales a hacerlo desde la perspectiva de la continuidad del servicio público?  ¿Con quién tiene que comprometerse la Contraloría? Sus métodos (equidad, no sumisión a la ley, examen de constitucionalidad) sugieren que se quiere comprometida con el derecho. Pero institucionalmente no va a someterse al parecer del Tribunal Constitucional porque sabe que no es un tribunal. Y no siendo tribunal sino órgano administrativo su compromiso debería estar con el interés general: debiera preocuparse primero del funcionamiento del aparato estatal (en la línea histórica de sus funciones, que parecen remontar a una especie de mayordomía de las finanzas regias).

Saque Ud. sus propias conclusiones.

Administración y participación ciudadana en la gestión pública

marzo 15, 2012

La Ley 20.500/2011 sobre asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública (en adelante LAyPCGP)[1] constituye un paso importante sobre la regulación de entidades dedicadas a abordar intereses públicos o sociales. Introduce también en la Administración el principio de participación como regla esencial dentro de su actividad. Por ello cobra notoriedad los variados aspectos que abarca esta ley y que en grandes rasgos plantea un interesante marco jurídico dispuesto a adecuar las formas de organización de los ciudadanos, su financiamiento dependiendo de la finalidad de estas y la posición de la Administración del Estado.

No obstante, nos interesa indagar sobre el marco jurídico que se le dota a la Administración en orden fomentar la participación ciudadana en la denominada gestión pública. Ello porque nuestro legislador ha dado avances importantes que permiten no solo transparentar la información pública y la garantía de ser esta provista, sino que además velar que dentro del ejercicio de ciertas funciones públicas el ciudadano actúe de forma activa. Sin perjuicio de identificar lo que a nosotros respondería a los principales lineamientos que catalizan la relación entre la Administración y el instituto de la participación, surge una cuestión de fondo sobre el efecto jurídico de la participación y la “calidad” o naturaleza de los aspectos entendidos dentro de la gestión pública. Ello porque la participación en nuestro ordenamiento administrativo no solo se resta al plano de la «gestión pública» sino que, además, se extiende dentro del procedimiento administrativo base como en procedimientos autorizatorios y de generación de normas especiales. Conforme a esto último, y pese a que de entrada la intervención del ciudadano en la actividad administrativa no es vinculante, resta plantear algunas consecuencias jurídicas de esta vía.


1. Participación ciudadana en la «gestión pública» como regla de actuación de la Administración

La LAyPCGP ha provisto a la Administración otra regla general que debe incorporar en su actuar, esto es, “participación ciudadana en la gestión pública” (art. 3, inc. 2 LOCBGAE). Asimismo, se introduce en el cuerpo de la propia Ley Orgánica constitucional de Bases generales de la Administración del Estado (en adelante LOCBGAE) (título IV) un régimen jurídico general que instituye en la Administración: i) el reconocimiento del derecho de participación de las personas, ii) la facultad de definir las formas de participación, iii) el deber de información activa de los aspectos que componen la gestión pública, iv) el deber de cuenta pública de la gestión, v) la facultad de definir las materias que requieren de participación, vi) la instauración de un consejo de la sociedad civil, y vii) el ámbito de aplicación de este marco.

Este marco se traduce en que la Administración debe adoptar procedimientos y actuaciones en orden a generar instancias de participación con respecto a determinados instrumentos de gestión pública. Junto con ello, el ente administrativo debe por tanto reunir la información entregada por quienes participan y ponderarlas en la definición del instrumento de que se trate.

Desde la perspectiva de la LOCBGAE este principio normativizado de participación se encaja desde un «reconocimiento» -y por ello materializado por las formas de encausar dicho «reconocimiento»- y por situar, desde ya, el ámbito de aplicación y los instrumentos concretos donde se sitúa esta consideración. Por lo que el legislador si bien entroniza a la “participación ciudadana en la gestión pública” como principio de actuación, lo regula desde una mirada más bien limitada (como veremos luego) [2].

Ahora bien, esta regla de actuación implica también para nuestro legislador un ajuste orgánico. A esto responden los consejos de la sociedad civil. Si bien la LOCBGAE acota la integración y finalidad de estos consejos, no es menor la finalidad de componer en los consejos representantes de asociaciones que tengan relación directa con las funciones de la Administración en particular. Por lo que como observamos la participación no solo se garantiza a partir de una instancia de acceso a los ciudadanos, sino que además, se refuerza por medio de un órgano consultivo dentro de la Administración, conformado por representantes entidades vinculadas con las funciones del servicio. Se inserta a la Administración activa un ente consultivo catalizador de la promoción de objetivos de interés público y de carácter especializado.

Abordado entonces un aspecto más bien estructurador de la participación, ¿sobre qué aspectos recae entonces la participación en la «gestión pública»? Los elementos que integran normativamente este concepto de «gestión pública» guardan relación con instrumentos destinados a proyectar o generar una prospección de las funciones administrativas. Ellos responden a «políticas», «planes», «programas» y «acciones» (vid. art. 69 LOCBGAE)[3].

Estos instrumentos de gestión pública administrativa revisten de alta relevancia desde el punto de vista de la actividad material de la Administración y por lo tanto, constituyen un rol de catalizador de las políticas públicas en general y de la eficacia de la Administración. Su posible vinculación con intereses públicos que pueden representar pretensiones para los ciudadanos es lo que ameritaría la participación de estos últimos. Por lo que la incorporación de la opinión ciudadana de tales instrumentos constituiría una instancia a efectos de difundir los instrumentos de gestión.

No obstante, si bien el legislador orgánico ha efectuado un reconocimiento general de estos instrumentos de gestión («políticas», «planes», «programas» y «acciones»), no se puede desconocer que algunos, desde su tratamiento particular, han incluido técnicas de participación y que, a su vez, importan una plenitud normativa y reguladora relevante[4].

2. Finalidad de la participación ciudadana en la «gestión pública»

La participación de los ciudadanos en la gestión pública alude a una interacción con visos de una constante injerencia de la opinión ciudadana en aspectos relacionados con políticas, planes, programas y acciones, sin perjuicio de entramar un límite de fondo. Esto último se encuentra provisto por la propia Constitución en torno al no contemplar en nuestro ordenamiento un carácter vinculante de los instrumentos participativos. Ello alcanza por tanto a todas las actuaciones de los poderes públicos y, en particular, a las técnicas de gestión administrativa y la actuación formal. Por esta razón el encuentro entre el Derecho de participación en la «gestión pública» de la Administración del Estado y el fin de los resultados que genera dicha participación pareciera ser un aspecto que debilitaría el este derecho.

La Ley en comento institucionaliza un sistema general de actuación de los ciudadanos sobre instrumentos de la Administración que son parte de su competencia, que manifiestan potestades públicas en el entendido de la formalización normativa de los lineamientos de órganos superiores de la Administración. El derecho de participación se ejerce entonces sobre «políticas», «planes», «programas» y «acciones» que genere la Administración o, también sobre las materias en que dichos instrumentos pueden darse lugar (vid. art. 73 inc. 1).

No obstante, la opinión ciudadana como resultado del proceso de participación tiene un solo efecto para la Administración; y es que el ente público debe evaluar y ponderar en la forma que señale la norma de aplicación general (vid. art. 73 inc. 3). En el caso que la opinión emane del Consejo de la sociedad civil, dicho acto solo tendrá un efecto consultivo, donde la norma no esclarece si dicho acto lo ejerce de oficio o a petición de la Administración donde dicho consejo se encuentra inserto. Sin perjuicio de ello, podríamos entender que el acto consultivo del Consejo tendría el mismo efecto evaluador y ponderador de parte de la Administración, aunque la norma omita también este señalamiento.

Como venimos indicando, la opinión ciudadana por vía de los procedimiento y formas de participación no son vinculantes para el órgano administrativo. La ley pone como deber y límite a dicha opinión bajo la actuación evaluación y ponderación que debe realizar la Administración. Este sería el resultado de dicho proceso y que se traduce en el análisis de las opiniones recogidas y su coherencia, compatibilidad o aporte al instrumento de gestión afecto al procedimiento de participación. Esta etapa se debe sujetar a la norma de aplicación general, la que no especifica la propia LAyPCGP. Entendemos que una referencia general se puede obtener de la Ley de procedimiento administrativo en función a las reglas que orientan el contenido de la resolución final (vid. arts. 39 y 41).

En torno a esto último, y sin perjuicio de observar los límites institucionales de la opinión pública en la Administración, como en cualquier otro órgano del Estado, podemos estimar que dicha opinión pública debería tener una consistencia mayor. Una interacción más profunda entre la opinión ciudadana y el diseño de instrumentos de gestión pública. El acusado límite constitucional hace perecer cualquier intento de esta clase.

No obstante, si bien dada la generalidad en que se encuentra construida la norma, en función a la vinculación y objetivo de la opinión pública para la Administración, entendemos que este no es menor. Aunque, este mecanismo participativo no profundiza los niveles de participación ya contemplados en otros procedimientos especiales que se encuentran sujetos a niveles técnico-jurídicos más complejos. Sin embargo, el sistema en comento introduce un verdadero deber de “evaluación y ponderación” de la opinión pública, al mismo tiempo que se genera una apertura institucional de abrigar un órgano consultivo representativo de la ciudadanía.

El hecho de establecer en la Administración la función de evaluar y ponderar al momento de la confección del instrumento de gestión pública, implicaría un desafío destinado a fundamentar tanto el acogimiento de las cuestiones planteadas como, en su caso, la exclusión de estas.



[1] Publicada en el Diario Oficial con fecha 16.02.2011.

[2] Como referencia, la Convención Americana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica (de 1969) es bastante genérico en este sentido, al reconocer bajo la categoría de derecho político de los ciudadanos el de “de participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos” (art. 23 a). Frente a ello, el precepto pareciera buscar una acción de participación ciudadana mucho más profunda que el producto de nuestra legislación general. Esto último encuentra clara coherencia con la finalidad de las normas que dispone el Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes (1989).

[3] Como es sabido, las «políticas», «planes», «programas» y «acciones» constituyen uno de los actos que mantienen en permanente actualidad a los órganos de la Administración y que en gran manera materializan la acción de las políticas del Gobierno. Esto se puede observar en los siguientes artículo de la LOCBGAE: el art. 3 las posiciona como mecanismo de satisfacer las necesidades públicas; art. 22 inc. 2 y 23 inc. 1, como actuación de los ministerios; art. 28 inc. 1, 30 y 33 inc. 2, como sujeción en la actuación de los servicios públicos.

[4] Esto se observa notoriamente en el caso de los planes, tanto en el sector medio ambiental como urbanístico.