Fiestas Patrias ¿algo para celebrar?

septiembre 16, 2010

Este fin de semana se celebran 200 años del nacimiento del proyecto nacional chileno, encarnado simbólicamente en la Junta de Gobierno llevada a cabo el 18 de Septiembre de 1810.¿Es esta una fecha para celebrar?

La respuesta a una pregunta como esta no puede pretender tener el carácter de una verdad ontológica. Cuando estamos hablando de una nación, es decir de una comunidad imaginada al decir de Benedict Anderson, la respuesta yace en el imaginario que cada uno de nosotros suscriba. Para quienes imaginen el proyecto nacional como propio por las razones que sea, hay mucho qué celebrar; para quienes lo imaginen como ajeno, no hay nada qué celebrar.

Es interesante recordar, como escriben Julio Pinto y Verónica Valdivia en “¿Chilenos Todos?”, que el proyecto nacional fue, en un principio un proyecto excluyente y de la élite; la misma élite mercantil santiaguina que según Gabriel Salazar ha mantenido desde entonces la hegemonía por las buenas y por las malas, por la razón y la fuerza, a punta de golpes de Estado –particularmente, en 1829, 1891, y 1973– y la cooptación de proyectos políticos desarrollistas y redistribucionistas –como observa Sofía Correa en “Con las Riendas del Poder” respecto de los gobiernos radicales, como muchos han observado respecto de los gobiernos de la Concertación ya desde 1997–. La fecha del 18 de septiembre de 1810 es muy simbólica en este sentido: ese día unos pocos vecinos recibieron una invitación, mientras la tropa custodiaba la Cañada –actual Alameda– para vigilar que la "poblada" no se acercara al centro de Santiago.

Esto sugiere que hay quienes tienen muchos motivos “objetivos” para celebrar: aquellos a quienes la nación chilena ha beneficiado durante estos 200 años con privilegios y beneficios. Ellos celebran con justo motivo tanto el 11 como el 18 de este mes, y honran la memoria de quien le diera “forma” al Estado dos décadas después de la Primera Junta de Gobierno: Diego Portales, el primer emprendedor-estadista.

Hay muchos otros que también tienen motivos, esta vez “subjetivos”, para celebrar: todos aquellos que se imaginan como parte del cuerpo místico de la Nación, sea que hayan sido o no favorecidos por los beneficios de estos 200 años de vida independiente. Esta es la dimensión más interesante del fenómeno del nacionalismo o patriotismo; aquella que no puede ser explicada desde el interés económico, sino tan sólo desde la antropología o, incluso, desde la religión.

En efecto, como dijo Carl Schmitt, todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. La pregunta es entonces qué sentimientos nos despierta la Nación chilena. Para aquellos que creen, ella es el nódulo en torno al cual se articula su sentido de identidad y de pertenencia. Para quien carezca de fe en la Nación –tal como para quien carezca de fe en la Iglesia, o en la cartomancia, o en el teatro–, sus ritos tan sólo pueden apelar a su sentido del ridículo.

En definitiva, para quien carezca de fe en la Nación chilena, este fin de semana no hay nada qué celebrar; tal como para el ateo, el agnóstico, o el hindú no hay nada que celebrar los domingos. Para todos quienes tengan fe en ella, felices fiestas patrias.

Un caso sobre pérdida de oportunidad

septiembre 15, 2010

A propósito de la reciente visita a Chile del profesor Luis Medina vale la pena llamar la atención sobre una sentencia que, inequívocamente, repara la pérdida de una chance.

En el caso en análisis, la Corte de Apelaciones de Puerto Montt (31 de enero de 2009, Rol N°7-2009) condena a un servicio de salud a indemnizar los perjuicios derivados del retraso incurrido en la comunicación del resultado de una muestra de sangre tomada a un donante, impidiéndole conocer oportunamente su condición de portador del virus VIH.

Según el fallo, “la demandada incurrió en falta de servicio, pues en la atención del actor se omitieron los actos que diligentemente debieron hacerse para agotar la comunicación del resultado de la muestra de sangre tomada cuando aquel concurrió a donar sangre, lo que habría permitido una atención e ingreso al programa de control del Sida con la anticipación necesaria para evitar una mayor progresión del estado en que se inició el tratamiento y la afectación psicológica que se ha producido en el actor” (cons. 6).

Los defectos de información configuran, en general, hipótesis típicas de casos que originan un perjuicio limitado, que puede evaluarse en términos objetivos por medio de la idea de una pérdida de oportunidad. En el terreno de la responsabilidad hospitalaria, dar a conocer el diagnóstico de una enfermedad permite al paciente ejercer alguna incidencia sobre el curso de acción a seguir; inversamente, el daño que se provocaría en caso de no entregar ese diagnóstico o entregar uno distinto no puede ser equiparado al daño que supone en sí misma la enfermedad de que se trate. Si algo debe repararse en este caso es sólo la frustración de la posibilidad de haber adoptado un curso de acción distinto frente a la enfermedad. Aunque no puede darse por establecida una relación de causalidad entre el hecho dañoso y la enfermedad, sí puede configurársela con respecto a esa oportunidad perdida, cuya valorización deberá efectuar el juez (normalmente, con auxilio de peritos).

Tal vez la técnica pueda ser extrapolada, con matices, a otros terrenos en que están en juego deberes de informar. Los jueces saben –de otro modo no insistirían tanto en este punto– que muchos de los accidentes de vialidad podrían haberse evitado de contarse con una señalización adecuada de los riesgos del camino.

Aquí la Corte dice estar consciente de que “el servicio demandado no ha tenido incidencia alguna en el hecho de que el demandante contrajere la enfermedad, y el hecho que a pesar de la tardía comunicación, se le han efectuado los tratamientos que mantiene estable su carga viral y asintomático” (cons. 10). No obstante, “la detección precoz del Sida hubiere sido más beneficioso para la salud y condiciones físicas del demandante, ya que lo habría enfrentado a un menor porcentaje de mortalidad de su enfermedad, al menos mejorando su pronóstico, por el contrario al ser informado estaba en la etapa más avanzada de la enfermedad” (cons. 9). Se aprecian en este razonamiento los caracteres propios de la reparación de la pérdida de la oportunidad: la información oportuna no le habría librado del sida, pero al menos habría podido mejorar su pronóstico.

En un aspecto, sin embargo, la aplicación de la teoría parece poco rigurosa. Normalmente la determinación de la pérdida de la chance persigue acotar la indemnización de los perjuicios materiales. El principal desafío que despierta la noción de pérdida de la chance está en su valorización, para la cual deberían descubrirse modelos analíticos que permitan ponderar con razonable certeza la dimensión de lo perdido. ¿Cuánto tiempo se malgastó en la detección del sida?, ¿cuánto progresó la enfermedad en ese tiempo?, ¿estaba al alcance del enfermo algún tratamiento que evitase una evolución violenta?, ¿de haberlo tomado, su efecto hubiere tenido impacto sobre el estado de salud de la víctima? En este caso la Corte utiliza este método como técnica de valoración del daño moral, lo que en el contexto del derecho chileno es bien poco decir. Desde luego, uno queda con la sensación de que la Corte actuó con cierta magnanimidad al reducir prudencialmente una indemnización que en otras condiciones hubiere sido más importante. Pero el problema de la lotería del daño moral no parece poderse resolver sólo con la prudencia del juez; al contrario, ahí está, probablemente, su raíz.

¿Invalidación de reglamentos?

septiembre 06, 2010

En el dictamen N° 39.979, de 19 de julio de 2010, la Contraloría ha dicho que las reglas sobre invalidación, en cuanto manifestaciones más genéricas del principio de impugnabilidad de los actos administrativos, se aplican sin consideración al carácter singular o general del objeto del acto; entonces, un reglamento (acto administrativo que define reglas de general aplicación) puede ser invalidado al igual que cualquier otro acto administrativo. En sus propias palabras, el pronunciamiento señala:

Establecido que los reglamentos que dicta el Presidente de la República revisten el carácter de actos administrativos, a los que resulta aplicable, por ende, el principio de impugnabilidad, y en lo que se refiere a la posibilidad de requerir la invalidación de tales declaraciones de voluntad, cabe señalar que no obsta a tal conclusión la circunstancia que el artículo 53 de la ley N° 19.880 establezca que la autoridad administrativa podrá invalidar los actos contrarios a derecho "previa audiencia del interesado", puesto que dicho precepto se limita a regular el procedimiento invalidatorio en un aspecto que, por su naturaleza, no es aplicable a los actos administrativos que contengan normas de general aplicación, sin que de ello se pueda deducir que tales actos no pueden ser impugnados, ante la misma autoridad que los dictó, por ser contrarios a derecho.

La doctrina es en general reacia a admitir la conclusión que comento aquí.

Desde luego, los reglamentos no gozan de un régimen de excepción en cuanto toca al principio de impugnabilidad. Antes bien, es posible pensar que en sede judicial esta clase de actos administrativos está sujeta a mayores riesgos de contestación, pues (dado su carácter general) la legitimación activa para requerir su anulación se extiende, genéricamente también, a cuantos pudieren tener interés en hacerlo (así lo muestra, al parecer, el reclamo de ilegalidad municipal).

Ahora bien, el dictamen comentado asume que la invalidación es una especie de vía de impugnación y, como tal, extensible igualmente a los reglamentos. ¿Es correcta esta asunción? La invalidación (LBPA, art. 53) no se cuenta entre los recursos administrativos reconocidos en la experiencia chilena (art. 15). La relación entre recursos administrativos e invalidación es distinta: si conociendo de un recurso la administración detecta que un vicio de ilegalidad afecta a un acto administrativo, puede invalidarlo… pero lo mismo podría ocurrir si el vicio llega a su conocimiento por otra vía, incluso mediante una petición atípica, lo cual puede ser frecuente si se toma en cuenta el estado de firmeza (“cosa juzgada administrativa” le llamaban antes) que pueden alcanzar los actos administrativos (art. 60). Tal vez haya que pensar distinto el día en que la jurisprudencia dé por establecida una auténtica obligación de invalidar los actos ilegales, si un interesado así lo requiere fuera del plazo para recurrir; entiendo que ese día no ha llegado.

Más allá de las bifurcaciones del laberinto procedimental, la invalidación del reglamento es problemática por la naturaleza misma de este tipo de acto. En cuanto acto normativo de alcance general, el reglamento está destinado a aplicarse por intermedio de otros actos en una serie de casos más o menos indefinida o indeterminable a priori. Por eso, la anulación del reglamento puede conllevar una alteración más o menos radical de los actos que concreticen esas normas generales. Entonces, como la invalidación supone el reconocimiento de la invalidez jurídica del acto que se trata de invalidar (su “nulidad de derecho público”, diríamos en Chile), su declaración tiene en principio alcance retroactivo y fragiliza los efectos singulares que se hayan podido producir gracias al reglamento.

En ese escrúpulo de seguridad jurídica reside la tradicional preocupación de la doctrina por la invalidación del reglamento. Debe tenerse presente que es por consideraciones análogas que la nulidad de la ley (su declaración de “inconstitucionalidad”, conforme al régimen puesto en práctica desde la Ley 20.050) produce efectos derogatorios y no retroactivos, es decir opera ex nunc y no ex tunc. Paradójicamente, ha sido la misma Contraloría la principal promotora de la mirada reticente que –por consideraciones de seguridad jurídica– por años el derecho chileno tuvo hacia la invalidación. En circunstancias que las solicitudes que han dado origen a este problema tenían por objeto (alternativamente, cabe pensar a falta de precisión contraria) “la invalidación o derogación” de un precepto reglamentario, llama la atención que la Contraloría no matice sus conclusiones de un modo menos perturbador para el sistema del derecho administrativo.