Despostando el sumario sanitario

noviembre 27, 2010

En uno de sus últimos fallos, el Tribunal Constitucional declaró contraria a la Constitución una regla del Código Sanitario que permite arrestar a quien no pague una multa impuesta en un sumario sanitario (Rol 1518, de 21 de octubre de 2010).

Se trata sin duda de un fallo bien intencionado, pero por las consideraciones en que se funda es decepcionante. Si su comprensión es compleja, se debe a que reposa en una asunción apresurada: que el arresto es una sanción. Esta calificación nos parece conceptualmente errónea y el error hubiere podido evitarse sin gran dificultad. Las consecuencias de esta calificación parecen graves para varios aspectos del derecho público.

I. El arresto como pena

Es verdad que la terminología empelada por el texto legal censurado es equívoca (aunque había manera menos radical de enfrentar la equivocidad). La norma dispone:

“Código Sanitario, art. 169. Si transcurrido el plazo señalado en el artículo anterior, el infractor no hubiere pagado la multa, sufrirá, por vía de sustitución y apremio, un día de prisión por cada décimo de unidad tributaria mensual que comprenda dicha multa.

Para llevar a cabo esta medida, el Director del correspondiente Servicio de Salud o del Instituto de Salud Pública de Chile, en su caso, solicitará del Intendente o Gobernador respectivo el auxilio de la fuerza pública, quienes dispondrán sin más trámite la detención del infractor y su ingreso al establecimiento penal respectivo a cuyo efecto librarán la orden correspondiente en conformidad a las reglas generales, dando cuenta de lo obrado a la autoridad sanitaria”
.

La mecánica del texto es bastante simple: si el multado no paga la multa puede ser encarcelado hasta que lo haga, descontándose del monto los días que haya estado privado de libertad (avaluados en forma proporcional a una unidad monetaria).

Sin embargo, al menos dos indicios parecen fuera de lugar en una regulación como esta: se aplica al multado uno o más días de “prisión”, la que debe enfrentar por vía de “sustitución y apremio”. El evidente arcaísmo de la regulación parecería excusable en el contexto de una norma proveniente -en general- de los años 1930, que incluso denomina “sentencia” al acto administrativo que pone término al sumario sanitario (art. 167 y ss.).

El Tribunal no sólo no considera excusable la terminología, sino que no la entiende. O quiere leerla en el sentido más literal y menos sensato posible: “el artículo 169… convierte automáticamente la multa en pena de prisión” (cons. 5 y 30); o sea, entiende que transcurridos 5 días, la multa impaga se reemplaza por una sanción privativa de libertad cuyo nombre –típico de otras sanciones penales privativas de libertad– es prisión.

A veces los jueces se acuerdan de los riesgos del nominalismo (ej.: Tribunal Constitucional, 11 de enero de 2007, Rol Nº 591) y se dejan guiar por la naturaleza de las instituciones más que por las palabras empleadas por el legislador. ¿Prisión es sinónimo de pena de prisión?; en otras palabras ¿privación de libertad es sinónimo de pena privativa de libertad?

La intensidad de la privación de libertad es siempre la misma, independientemente de la forma en que se imponga. La prisión preventiva no es una pena, pero el que no sea una pena no lo hace físicamente más ni menos intensa que una pena de prisión. Lo mismo vale respecto del arresto: físicamente, para el que lo sufre, un día arrestado debe doler tanto como un día condenado… y seguramente también un día secuestrado, pero mejor no seguir Siempre la privación de libertad se representa como un mal, de modo que la materialidad de sus condiciones de aplicación no es un criterio que permita discriminar entre una institución y otra.

La diferencia entre una y otra se traduce en razones de justificación de cada tipo de privación de libertad. Así, el carácter cautelar de la prisión preventiva (en función de la seguridad de la sociedad o el éxito de la investigación penal) es suficiente para justificarla. En cuanto apremio, también tiene justificación, porque persigue forzar a un individuo a dar cumplimiento a una obligación legal.

El voto disidente (cons. 30) explica con detalle las consecuencias que se desprenden de esta distinción conceptual entre un tipo y otro de privaciones de libertad. Más allá de su finalidad divergente y de las diferencias formales que rodean su adopción (la “prisión” del Código Sanitario la impone la autoridad administrativa en un procedimiento administrativo y es por tanto susceptible de los recursos administrativos, con la eventualidad de ser suspendida), hay una nota de irresistibilidad que marca una diferencia crucial entre ambas. “La prisión se debe cumplir por el afectado, sin que pueda hacer nada por evitarla. A diferencia de lo anterior, en el apremio, si éste funciona, se pone término de inmediato a la privación de libertad”. El apremio es siempre provisorio: opera a condición de que el multado no haya pagado la multa, pero sólo mientras no la pague, pudiendo enervarlo en cualquier momento justamente mediante el pago.

¿En qué medida el arresto “sustituye” la multa? Del mismo modo que el tiempo servido en prisión preventiva sirve de abono a la pena, cada día de arresto aplicado conforme al Código Sanitario puede descontarse de la sanción administrativa. Como ésta es de índole pecuniaria (es una multa), el descuento requiere proceder a una monetarización de la libertad, según una fórmula determinada por la ley. Por cierto que esta valorización podría ser discutible, pero en el fallo no hay el menor atisbo de un método abstracto de evaluación de este punto, lo que lleva a pensar que para el Tribunal tal vez sea lícito cuantificar en 0,1 UTM que algunos pierdan un día de aire libre. La “sustitución” no es subrogación; no es tampoco ejecución provisoria como sugiere el fallo; es otra cosa, pero de ello no se sigue que el sacrificio que represente no pueda imputarse al cumplimiento de la sanción que en definitiva corresponda (como una forma de compensación).

Hay un error conceptual en la asimilación del apremio del Código Sanitario a una sanción de tipo penal. Este error explica la conclusión inmediata del fallo, pero son varios los otros puntos en que la sentencia incurre en afirmaciones discutibles.

II. El arresto como apremio ilegítimo

Un argumento importante de la sentencia está en la noción de apremio ilegítimo: el arresto sería en este caso un apremio ilegítimo.

Esa es una interpretación muy extensiva del término; tradicionalmente, la idea de apremio ilegítimo es más reducida, como da cuenta el uso que hace de ella el Código Penal para referir la tortura (referencia que, además, muestra al apremio ilegítimo como algo suplementario a la privación de libertad). Desde luego, no debería descartarse que nuestras convicciones como comunidad política cambien y decidamos algún día que la privación de libertad es per se injusta, excesiva o ilegítima, pero ¿cuán cerca de eso estamos? Sobre todo, ¿está el Tribunal llamado a solemnizar ese cambio de convicciones?

La libertad personal es un valor preciado del hombre. Tradicionalmente ha sido un derecho bien resguardado (como lo muestra, por ejemplo, la antigüedad del habeas corpus en Chile, en comparación con la extensión del amparo de otros derechos fundamentales). Sin embargo, en sí misma no es un valor intocable, y es aventurado inferir de la Constitución una regla que impida pasarla a llevar a todo evento.

Por eso, uno de los aspectos más sorprendentes de la sentencia está en la afirmación de que “toda privación de ella, en forma de pena de prisión, es materia de reserva judicial exclusiva” (cons. 31). ¿Dijo reserva judicial? Lo afirma sin rubor el cons. 18: “la pena de prisión… tampoco puede considerarse ajustada a la Constitución, atendido que el precepto reprochado no establece la intervención de la autoridad judicial que [la] decrete… luego de determinar, conforme al mérito de un proceso, la tipicidad de la conducta, su antijuridicidad y la culpabilidad del sujeto”. ¿De dónde deriva este criterio? En vano se lo buscará en la Constitución misma. Algunos verán aquí un “avance”. Probablemente lo sea en varios ámbitos, pero pensemos con claridad: ¿es un avance político o uno jurídico? El impacto que pueda tener la proclamación de un principio de esta naturaleza es enorme; pienso por de pronto en las dificultades que puede llegar a tener bajo este pretendido principio Gendarmería para disponer el encierro en celda solitaria de los presos indisciplinados. Con razón la Constitución no lo ha establecido; nada obsta a que se lo reconozca en ciertos casos por el legislador… no por el Tribunal Constitucional.

Ahora bien, podría asumirse que el apremio es, del modo que está previsto, irracional por desproporcionado. Este es un aspecto crucial de fallo, pero tampoco está muy bien abordado. La proporcionalidad no ha de medirse necesariamente entre delitos y penas (como hace el fallo en el cons. 28), porque el arresto no es una pena. En cambio, debe evaluarse esta proporcionalidad entre fines y medios o, como dice el fallo: “entre la limitación del derecho fundamental a la libertad y el objetivo constitucionalmente válido que se busca perseguir” (cons 14, citando los roles 519 y 576). En este sentido, es inexacto afirmar que este apremio no tenga límite (como en el cons. 20): cuantitativamente, el arresto es siempre proporcional al monto de la multa, y su límite viene entonces determinado precisamente por la magnitud de ésta, que no es infinita. Cabía más bien fijar un estándar que permitiera apreciar si la libertad de alguien vale 0,1 UTM al día, pero ya se sabe que el Tribunal no entró en esa materia (que seguramente depende de consideraciones de oportunidad).

III. Garantías procedimentales del arresto

¿Hay un problema de debido proceso con esta regla?

Una preocupación que recorre toda la sentencia tiene que ver con la importancia de las formas en un caso como este.

El debido proceso ¿es exigible en las operaciones administrativas? Siempre llama la atención que se invoque la garantía del debido proceso para enfrentar problemas de derecho administrativo, pero poca veces se repara en que esa garantía está pensada para la jurisdicción, el proceso y la sentencia, palabras todas que reconducen sin equívocos al mundo judicial. El debido proceso no es un estándar exigible directamente y sin más de la actuación de la administración, sin perjuicio de que un propósito de racionalidad jurídica también se imponga a la administración, a fin de que las decisiones que ésta adopte (en general como “juez y parte”) estén libres del reparo de arbitrariedad. Por eso, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional sólo impone a la administración este estándar cuando, como ocurre en el ejercicio de facultades sancionatorias, ocupa una posición similar a la del juez.

En un razonamiento bastante confuso, el Tribunal admite que la administración sancionadora está sujeta al debido proceso, para desdecirse a continuación postulando que el debido proceso impide a la administración imponer un apremio (cons. 24 y 25). Si se tratase de una nueva pena, tal vez se comprendería el fallo, exigiéndose un nuevo sumario sanitario o un suplemento de instrucción o simplemente la audiencia del interesado en forma previa a la imposición del apremio. Pero por la naturaleza del apremio no hay tal y entonces la pregunta obligada es determinar cuánta bilateralidad es exigible en estos casos.

Desde luego en los procedimientos administrativos impera un principio de contradictoriedad, pero éste no excluye el carácter inquisitivo predominante en esta clase de procedimientos. No se olvide, por otra parte, que el proceso penal tuvo en Chile hasta hace no mucho tiempo un carácter inquisitivo fuerte, que aunque perfectible, en sí mismo no rompía con la lógica del debido proceso. Como ocurría en otro tiempo con la “detención”, la privación de libertad unilateral e inconsulta de un ciudadano no es, por sí sola, contraria al debido proceso.

La intervención posterior del interesado en el procedimiento administrativo, en este caso, ¿no satisfacía la exigencia de debido proceso? El voto disidente recalca en varios pasajes que en momento alguno la parte requirente invocó la posibilidad de suspender la ejecución de la medida de apremio. En realidad, en la impugnabilidad de la medida y su suspensibilidad están, probablemente, las principales garantías procedimentales. Los requirentes no pidieron la suspensión de la multa ni del apremio. Pero la opinión mayoritaria del fallo acude en su defensa, corrigiendo así el efecto de los errores de su estrategia procedimental.

IV. El autoritarismo del derecho administrativo chileno

La ausencia más sensible del fallo es un análisis sensato del estatuto tradicional del acto administrativo. El fallo desatiende la lógica del derecho administrativo chileno, que se estructura sobre la base de la decisión unilateral de la autoridad como herramienta de acción.

En la tradición chilena, el acto administrativo es una herramienta autoritaria. La Ley de Bases de los procedimientos administrativos sólo vino a confirmar una prolongada línea jurisprudencial y doctrinal que atribuye a la acción administrativa caracteres exorbitantes frente a las herramientas de coordinación tradicionalmente asociadas al derecho privado. Los atributos del acto administrativo (dice la ley mencionada) son una presunción de legalidad, imperio y exigibilidad frente a sus destinatarios, por lo que autorizan su ejecución de oficio por la autoridad administrativa, salvo que se hubiere dispuesto su suspensión. Esto significa que, en cuanto vicaria del interés general, la administración está en una posición estructural que le permite ponerse por encima de los particulares, imponerles sus decisiones e incluso llevarlas a ejecución, sin perjuicio del derecho que a éstos asiste de controvertir lo resuelto en la sede que estimen pertinente.

Por supuesto que hay modelos distintos de administración. Dicen que la esquematización de Dicey sobre el derecho administrativo inglés ya está anticuada, pero varios creen que hay ahí un modelo posible, distinto, menos brutal que el que tradicionalmente ha imperado en Chile. Con todo, jurídicamente (no políticamente), la pregunta no tiene que ver con cuáles otros modelos están disponibles, sino cuál es el chileno.

Y la Constitución no dice casi nada, porque para ella la administración es en buena medida un dato preexistente (esa administración que detenta el Jefe de Estado junto con la función gubernamental – art. 24 –, esa administración cuyas bases generales ni siquiera son abordadas por la Constitución, sino entregadas a una ley orgánica constitucional – art. 38). No digo que la teoría tradicional del acto administrativo tenga rango constitucional ni mucho menos, sino que no es la Constitución quien ha definido los rasgos del derecho administrativo chileno, y esa falta de pronunciamiento sólo puede entenderse como una autonomía del legislador en la materia.

Es por eso que resulta anómalo que sea desautorizada sin más una norma cuyo valor es el propio de una ley, que inequívocamente se pronuncia sobre la modalidad de ejecución de un acto administrativo y que sigue además orientaciones coincidentes con la teoría generalmente admitida en el derecho administrativo chileno. ¿Acaso un acto administrativo no puede ser ejecutado por la misma administración? El desafío histórico del derecho administrativo en este punto ha estado en reconocer legalmente las potestades públicas que permitan llevar adelante la ejecución. La regla mencionada satisfacía esa exigencia.

La garantía del ciudadano frente a la administración, en el diseño clásico que sigue siendo el de nuestro derecho administrativo, está en la revisión de los actos administrativos. Ante los tribunales, esa revisión siempre opera ex post (un control preventivo, como el de la toma de razón por la Contraloría, es una figura sin parangón en otras latitudes). Aquí el Tribunal se entrega a otros excesos verbales. Sostiene que la ejecución de los actos administrativos sancionadores “no puede producirse sino cuando se encuentren ejecutoriadas o firmes, puesto que materializarlas antes significaría privar de todo efecto práctico a una ulterior sentencia favorable” (cons. 8), idea en la que insiste más adelante al señalar que “aunque el reclamo judicial prospere, la eventual sentencia favorable podría devenir enteramente inocua o carente de significación real, al haberse consumado antes y producido todos sus efectos irreversibles esa pena de prisión” (cons. 36). Confieso que no entiendo. ¿No sirve de nada reclamar? ¿No hay medio de hacer primar el derecho en un caso en que se ha consumado una acción ilegal de la administración? ¿No hay medio de obtener el reembolso de una multa ilegal que se pagó innecesariamente (al modo de la repetición del pago de lo no debido)? ¿No hay cómo obtener el resarcimiento de los perjuicios sufridos por un arresto que ex post se revela injusto? Uno esperaría del Tribunal algo más que retórica. O un poquito de consistencia, porque si se trata de evitar la materialización de un daño que puede ser irreversible, que el interesado impugne a tiempo y pida la suspensión del acto, administrativa o judicialmente; exactamente lo contrario de lo que -según informa la disidencia- fue la estrategia de la parte requirente.

Con este fallo el derecho administrativo sancionador aparece cada vez más desdibujado en su especificidad. La formulita de estilo en que se apoya la sentencia – la famosa aplicación matizada de los principios aplicables al ejercicio del ius puniendi estatal – entrega al Tribunal un margen de maniobra que ya se lo quisiera cualquier legislador: ¿cuáles son los matices a que alude? Seguro que el Tribunal no elaborará un catálogo de estos matices, y probablemente no pueda criticárselo por eso, pero lo que parece extraño es que supedite la extensión de los principios de ese ius puniendi al derecho administrativo sancionador, a la condición de dejar de ser derecho administrativo.