¿Existe un principio constitucional de impugnabilidad de los actos administrativos?

agosto 28, 2011


Cualquier persona lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, dice el art. 38 inc. 2 de la Constitución, podrá reclamar ante tribunales. En esa regulación básica de lo contencioso administrativo se encuentra probablemente la única referencia directa de la Constitución a la impugnación de actos administrativos. En el ámbito general del control de la administración, el principio de impugnación de los actos administrativos descansa en una garantía elemental de acceso al juez (lo cual también delinea el papel de la justicia en esta materia: los jueces están para intervenir ahí donde la administración lesione derechos de los particulares).

¿Hay otros mecanismos constitucionales de impugnación de actos administrativos? Desde luego (art. 98), la Contraloría General de la República tiene reconocida constitucionalmente la misión de controlar la legalidad de los actos de la Administración. Pero esta función, según la misma Constitución (art. 99), se ejerce mediante la toma de razón, que es normalmente un control preventivo de ciertos actos administrativos y no corresponde propiamente a un mecanismo de impugnación. Aun cuando bajo ciertos respectos los pronunciamientos de Contraloría han devenido equivalentes funcionales de mecanismos judiciales de impugnación, la Constitución confía al legislador (orgánico, parece) el desarrollo normativo de las demás funciones de este organismo. Tampoco es fácil ver aquí un principio constitucional de impugnación.

Dejando de lado las exigencias de publicidad de los actos y resoluciones de los órganos del Estado (art. 8), que sólo eventualmente podrían estimarse mecanismos auxiliares a la impugnación de los actos administrativos, parece que la Constitución no contempla otras posibilidades de levantar reclamaciones en contra de actos administrativos. Desde luego esta constatación no supone que el ordenamiento no reconozca otros medios de impugnación de actos administrativos, sino sólo que ante el silencio de la Constitución su regulación podría disponerse mediante textos de jerarquía inferior (como, naturalmente, la ley).

Por sentencia de cuatro de agosto pasado, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional una norma que, en materia de ordenación de establecimientos educacionales (instituida por el flamante proyecto de ley sobre aseguramiento de la calidad de la educación parvularia, básica y media y su fiscalización), preveía el ejercicio de los recursos administrativos contemplados por la ley 19.880, “sólo en virtud de algún error de información o procedimiento que sea determinante en la ordenación del establecimiento educacional”.

Con un escueto razonamiento (cons. 31), el Tribunal estimó que una regla así “coarta el principio de impugnabilidad de los actos de la Administración” recogido entre las bases generales de la administración del Estado que pormenoriza la ley orgánica constitucional sobre la materia (Ley 18.575, cuyo texto refundido se contiene en el DFL 1/19.653 de 2000, publicado el 17 de noviembre de 2001).

Desde dos puntos de vista el argumento es interesante. Ante todo, los límites que se impondrían al legislador no provienen de derechos fundamentales, sino de la determinación básica de lo que ha de ser la administración del Estado. En seguida, la Constitución no fija directamente esos límites.

Como se ha visto, no hay regla constitucional que se refiera a los recursos administrativos (pues todo indica que las garantías que la Constitución ofrece están en otro lado). El Tribunal ni siquiera ha querido escarbar en los fundamentos constitucionales de los procedimientos administrativos par dar sustento a sus ideas sobre la impugnación administrativa. Al contrario, ha aludido directamente a reglas de jerarquía legal para censurar la obra del legislador. Es de rigor preguntarse entonces si el legislador no puede derogar (expresa o tácitamente) reglas legales anteriores; no siendo controvertido que las normas legales se aprobaron con quórum orgánico-constitucional suficiente ¿por qué no podría haberse modificado legalmente el estatuto aplicable a los recursos de reposición, jerárquico o de revisión?

Tratándose de ciertos valores especialmente sensibles (como, p. ej., las libertades públicas), quizá sería admisible impedir al legislador recortar avances ya alcanzados en el pasado, reduciendo ciertas garantías ofrecidas por la ley antigua. Con todo, no debe minimizarse el riesgo antidemocrático de tal razonamiento: en regímenes modernos, la ley en cuanto obra de la voluntad soberana está concebida precisamente para cambiar el orden social; si se quiere, para “mejorarlo”… en las condiciones que determine el legislador. Por eso, en las tradiciones más reflexivas que han encontrado un método jurídico que impida la derogación de leyes antiguas (a la manera del effet cliquet de la jurisprudencia constitucional francesa), no se han cerrado por completo las puertas a la modificación de una ley estimada valiosa, a condición de que las garantías ofrecidas por la ley antigua sean reemplazadas por otras equivalentes.

¿Es aceptable extender un método como ese a la regulación de los recursos administrativos? Según las propias palabras del Tribunal, la derogación de la ley antigua no tiene fundamento en la posición jurídica del individuo frente a la administración, desde que la impugnabilidad de actos administrativos no viene identificada con ningún derecho fundamental. Por eso, aunque en un entendimiento puramente bilateral de las relaciones entra administración y administrados (à la ’80) los recursos administrativos puedan mirarse como garantías del individuo, la consideración de la posición jurídica del destinatario de la acción administrativa no debiera impedir la derogación de las reglas antiguas sobre recursos de reposición, jerárquico u otros.

¿Las circunstancias del caso mostraban que alguno de los elementos básicos que configuran la administración del Estado no debiera haber podido cambiar? Mediante el artículo censurado, el proyecto de la ley pretendía regular los recursos en contra de de una decisión que clasifica (“ordena”) distintos establecimientos educacionales, atendiendo a resultados de aprendizaje y otros indicadores de calidad educativa. Se trata de una política cuyo objeto es ilustrar al público acerca de las bondades educacionales de instituciones educacionales. En la determinación precisa de los recursos administrativos procedentes en contra de la resolución que configure el sistema de ordenación, es comprensible que la comunidad (a.k.a. mercado) quiera obtener rápidamente certeza acerca de la calidad de los proveedores de servicios educacionales. Por eso, es igualmente razonable que se hayan previsto en forma específica modalidades de revisión de los errores en que se pueda haber incurrido en la operación misma de ordenación de los establecimientos educacionales. La revisión de esos aspectos no es incompatible con estabilización rápida de las decisiones de la autoridad en la materia, lo que usualmente se logra mediante una reducción de las vías de reclamo en contra de esas decisiones. Nada de esto parece trastocar las bases en que descansa la administración pública. Si una de esas bases es la impugnabilidad de las decisiones administrativas por medio de recursos administrativos (esto es, por medio de la intervención de la autoridad pública, con fundamento en las consideraciones de oportunidad que son por lo general de su resorte), no se ve de qué modo podía ser afectada por el proyecto. En la medida que, en una perspectiva holística y no solo individualista, los recursos administrativos propenden siempre a una mejor toma de decisiones por la autoridad (incluso a costa de hacerle ver los errores en que pudiera incurrir), el proyecto de ley no alteraba las bases fundamentales de la administración del Estado por el hecho de:

a) haber previsto que estos recursos serían procedentes –incluso previéndose un recurso jerárquico, en circunstancias que tal recurso no procede contra las decisiones del superior jerárquico del servicio, como lo es el Consejo de la Agencia de Calidad de la Educación; y

b) contemplarse específicamente como causal del recurso los errores de información o de procedimiento en que pudiere haberse incurrido, con efecto determinante en la ordenación de los establecimientos.

En otras palabras, las garantías que contemplaba el proyecto (para el público, no necesariamente para el sostenedor o dueño de un colegio), si bien no eran idénticas a las que se hubiesen impuesto de no haberse previsto regla especial, podían tenerse por equivalentes: no sólo se contemplaba una revisión del mérito (errores que pueden ser determinantes en la ordenación), sino una instancia adicional a la que normalmente correspondía. Otros vicios de legalidad eventuales podían haberse entendido susceptibles de rectificaciones mediante los instrumentos generales de la ley bases de los procedimientos administrativos, que no fue alterada por el proyecto.

En síntesis, es muy discutible que mediante este proyecto se haya corrido el riesgo de ver alteradas las bases generales de la administración del Estado. En cuanto a la impugnación, esas bases carecen de reconocimiento constitucional positivo, de modo que su determinación depende de la ley; y aquí, el legislador sustituyó un sistema de reclamación por otro que cumplía funciones sustancialmente idénticas. No parece que estuvieran dadas las condiciones para que el Tribunal Constitucional declarara la inconstitucionalidad de una regla por el solo hecho de ser incompatible con una ley anterior.

El otro argumento que emplea el Tribunal para sostener la inconstitucionalidad de la regla está en una idea igualitaria. La restricción de procedencia de los recursos administrativos, dice el Tribunal, es contraria a la Constitución “ya que no aparece justificado que la resolución específica de que se trata sólo pueda ser objetada, por vía administrativa, únicamente en esos dos supuestos, excluyendo los otros a que naturalmente se puede extender la invalidez de un acto administrativo. Como tampoco aparece razonable menoscabar el régimen recursivo general con el designio de inmunizar las decisiones de un servicio público en particular”. El argumento es en sí mismo peligroso, pues muestra que el Tribunal está dispuesto a censurar cualquier decisión legislativa que estime sospechosa, con tal que le parezca insuficientemente justificada; aunque no violente literalmente ninguna regla constitucional, un criterio (proveniente del derecho a la igualdad) contrario al establecimiento de diferencias arbitrarias permitiría al Tribunal efectuar esta censura. Aquí en concreto, la singularidad del nuevo régimen ya es justificación suficiente para las matizaciones que se introducían al régimen recursivo general. Si el propósito del nuevo régimen parece estar en dar información al público en general, éste es consistente con un imperativo de consolidar rápidamente esa información, evitando desinformaciones pasajeras derivadas del ejercicio de reclamos más o menos infundados (toda vez que no inciden en factores determinantes para la ordenación de los establecimientos). ¿No era suficientemente razonable?

Si de lo que se trata es de instar por otros criterios que determinen la validez de las decisiones públicas, no había que olvidar las otras vías de impugnación, que efectivamente configuran garantías del individuo frente a abusos o excesos de la administración. Curiosamente, el Tribunal parece que ni hubiera tomado en consideración su régimen.