El control judicial de la Administración Pública y la reforma al proceso civil

diciembre 03, 2014

por
Juan Carlos Ferrada, profesor de Derecho Administrativo, Universidad de Valparaíso
Raúl Letelier, profesor de Derecho Administrativo, Universidad Alberto Hurtado


Un importante pilar de todo Estado de Derecho es el pleno y eficaz control judicial de la Administración Pública. En este sentido, es hoy indiscutible que el sometimiento del Gobierno y la Administración del Estado a la Constitución y las leyes exige contar con tribunales preparados para ejercer ese control, y con acciones y procedimientos que permitan proteger eficaz y eficientemente los derechos de los ciudadanos frente al poder, junto con permitir el cumplimiento por aquella de los fines y objetivos dispuestos por la legislación. Tribunal, acción y proceso son, así, tres aspectos que cualquier diseño de control judicial administrativo debe necesariamente contemplar y regular.
A pesar de los diversos proyectos presentados a lo largo de nuestra historia, y al acuerdo casi unánime en los especialistas acerca de la necesidad de contar con tribunales especializados en el juzgamiento de materias administrativas, nuestro país no los ha contemplado. Razones principalmente económicas han ido postergando esa creación y no parece haber hoy una voluntad política real de crearlos en el corto plazo. Aparentemente los administrativistas hemos fallado en mostrar las bondades que la jurisdicción especializada tiene para el desarrollo de un país como el nuestro. Por el contrario, hemos pensado que era suficiente argumentación la apelación a la historia del derecho administrativo o a las experiencias comparadas al efecto, sin esforzarnos en mostrar los beneficios y ahorros directos y medibles que dicha jurisdicción genera.
A pesar de esto, la ausencia de jurisdicción especializada para el conocimiento de todos los asuntos administrativos contrasta con un continuo proceso legislativo de creación de procesos especiales para ciertas y determinadas materias administrativas, lo que ha ido acompañado, en algunos casos, de la creación de tribunales, órganos administrativos, comisiones, paneles y otras instancias especiales competentes para conocer de aquellos. Así, día a día presenciamos la generación incoherente de un sinnúmero de instrumentos de control, con diversa y episódica regulación, de discutida independencia y responsabilidad,  lo que transforma al control judicial de la Administración en una cuestión especialmente farragosa y compleja, dando lugar, de paso, a una verdadera “justicia boutique” en ciertos sectores económicos relevantes.
Así las cosas, parece evidente la necesidad de abordar con compromiso y decisión las deficiencias que presenta este modelo inconsistente de justicia administrativa, ya en relación a los órganos encargados de ejercer este control, como en los procedimientos judiciales dispuestos para ello. Sólo la regulación consistente de estas materias, con la generación de un sistema coherente y articulado de justicia administrativa con capacidad para controlar eficazmente toda la actividad administrativa, podrá ser real el modelo de Estado de Derecho que nuestro ordenamiento jurídico proclama y adhiere. 
No obstante, en este contexto, y ante la ausencia de una iniciativa que aborde integralmente la problemática antes descrita, una oportunidad para subsanar parcialmente algunas de estas falencias, es la reforma legislativa que se está tramitando actualmente en el H. Congreso Nacional al Código de Procedimiento Civil. Como se sabe, las reglas del Nuevo Código Procesal Civil proyectado, tal como el vigente hasta hoy, tiene la pretensión de aplicarse a todos los procedimientos civiles, en sentido amplio, abarcando también los asuntos administrativos o contencioso-administrativos. Lo anterior implica que al no existir una jurisdicción y un procedimiento contencioso administrativo especial aplicable a los asuntos administrativos en general en nuestro derecho – salvo las regulaciones especiales parciales en ciertas materias – la aplicación de las normas de este nuevo Código Procesal Civil será automática. Así, ante la ausencia total de reglas procesales específicas para los procesos de nulidad de derecho público o las regulaciones parciales, pero llenos de lagunas y vacíos, de algunos reclamos de ilegalidad específicos en diversas materias administrativas, hará frecuente en nuestro derecho el recurso a estas nuevas normas, tal como lo ha sido hasta ahora del Código de Procedimiento Civil.
Pues bien, en este marco, y a fin de que este nuevo Código contribuya efectivamente a solucionar una de las falencias que presenta nuestra justicia administrativa, y precaviendo además algunos problemas que provocaría su aplicación automática sin más a los procesos administrativos o contencioso-administrativos, creemos indispensable llamar la atención sobre algunas cuestiones de especial relevancia en este ámbito. Ello, porque como es bien sabido, los asuntos contencioso-administrativos poseen ciertas peculiaridades en relación con los asuntos civiles ordinarios, los que deben considerarse al momento de definir las reglas a las que debe someterse su juzgamiento. Así, el hecho que sean procedimientos dirigidos en contra de un órgano de la Administración del Estado, en relación a actuaciones o actos jurídicos formales de amplio impacto y relevancia para la sociedad, y en el que se afectan derechos e intereses públicos y privados de relevancia significativa, hace que deba recogerse necesariamente esa particularidad, ya que de otro modo se hace ineficaz la actividad administrativa y se deteriora la debida protección de los derechos e intereses de los ciudadanos.
En este sentido, a nuestro juicio, son especialmente relevantes las normas procesales civiles relacionadas, en primer lugar, con la legitimación activa para intervenir en los procesos judiciales en los que se discuten asuntos de derecho público. En efecto, en dichos casos no basta una legitimación basada en derechos subjetivos, sino que es esencial una que considere también los intereses legítimos. Por otra parte, el problema de la publicidad y alcances de la impugnación judicial de normas administrativas generales exige a todas luces una regla especial. No es lo mismo pedir la nulidad de un contrato que de un reglamento. La multiplicidad de afectados, la posibilidad de intereses contradictorios que deben allegarse a la litis, entre otros factores, reclaman un trato diverso.
Del mismo modo, la concesión de medidas cautelares posee algunas particularidades en ambientes contencioso-administrativos, los que claramente no se presentan en materia civil ordinaria. El tipo de posición jurídica exigida para solicitarlas, la exigencia de caución como requisito para concederlas o la especial referencia a la suspensión del acto administrativo –medida cautelar prototípica en la justicia administrativa- son elementos que deben ser necesariamente considerados en una nueva regulación legal que afectará a los procesos administrativos, de los que no se hace cargo lamentablemente la reforma en estudio y puede profundizar los problemas ya apuntados.
Asimismo, los efectos jurídicos que tendrían las sentencias dictadas por un tribunal en contra de órganos de la Administración del Estado ameritan sin duda también una disciplina especial. En efecto, las sentencias anulatorias de actos administrativos son especialmente problemáticas si se dejan entregadas a la regulación procesal civil propuesta. Y ello porque el nuevo procedimiento civil está pensado más bien en que los efectos recaen en actos privados y no en normas y actos jurídicos con alcances generales, como lo son los dictados por la Administración e impugnados por los particulares. Ordenar los tipos de sentencias posibles contencioso-administrativas y los efectos que ellas generaran es una necesidad ineludible si queremos movernos hacia un derecho procesal que dé respuestas más eficientes y claras a los ciudadanos.
Las materias antes referidas, como es obvio, exigen realizar algunos cambios en la regulación propuesta, ya que la naturaleza del conflicto, los derechos e intereses afectados y los alcances de la resolución judicial exigen una respuesta normativa diferente, que se haga cargo de estas peculiaridades, como lo prueba la amplia experiencia comparada.
No se trata, como erróneamente podría pensarse, de establecer una regulación especial que proteja o favorezca los intereses del Fisco o de los demás órganos de la Administración del Estado en sus procesos civiles, sino que muy por el contrario, se busca definir algunas normas diferentes que hagan posible cumplir precisamente con los objetivos de la regulación general dispuesta en el nuevo Código Procesal Civil, pero protegiendo de forma más eficaz los derechos del ciudadano en sus litigios contra los órganos de la Administración del Estado. En otras palabras, se trata de establecer algunas reglas procesales especiales que reconozcan la singularidad del conflicto jurídico administrativo, habilitando a los particulares de instrumentos que hagan más efectivos sus derechos e intereses. Nuestra propuesta es, en este sentido, aprovechar el momento histórico que genera la reforma procesal civil, para que, sin alterar sustancialmente el contenido general del proyecto presentado, esto es, haciendo una mínima intervención al proyecto legal en curso, se puedan aprobar un grupo pequeño de normas que aborde estas materias de principal relevancia.
Lo anterior se podría lograr, a nuestro juicio, incorporando un nuevo título al Código Procesal Civil proyectado -Título VII del Libro Cuarto del proyecto-, que bajo la clásica y tradicional denominación de “Juicio de Hacienda” –siguiendo la nomenclatura utilizada por nuestro Código de Procedimiento Civil actual-, regulara en forma sistemática estas materias. Así, en el marco de los procedimientos especiales dispuestos en la nueva regulación, se propone incorporar un nuevo artículo 454 al proyecto, donde se dispone expresamente como regla general la aplicación del juicio ordinario para estos asuntos, disponiendo a continuación la incorporación de algunas reglas especiales que abordan las cuestiones principales que considera la justicia administrativa actualmente, y a las que se ha hecho referencia más arriba.
Desde luego esta propuesta es limitada y parcial, lo que podría dar lugar a una objeción muy fundada acerca de sus alcances, pero como lo acaba de señalar nuestra Excma. Corte Suprema –Acta N° 174, de 24 de octubre de 2014-, es una de las soluciones que pudieran plantearse, ante la urgencia que provoca la ausencia de una regulación sistemática de la justicia administrativa en nuestro medio.  

Garantías penales y sanciones administrativas. A propósito de la sentencia en el caso Mackenna.

noviembre 06, 2014

Entre 1970 y 1990 se genera en el derecho administrativo chileno una importante corriente que gira fuertemente en torno al control de la administración pública. Dicha corriente – liderada por E. Soto Kloss – venía a reaccionar a la ausencia de control administrativo en áreas como la ilegalidad de actos administrativos, la responsabilidad del estado o las sanciones administrativas. O no se controlaba o se hacia muy defectuosamente actos y sanciones y no se repara o se compensaba muy deficientemente los daños ocasionados por la Administración.
A partir de ese escenario se crean – o se importan – diversas explicaciones jurídicas cuyo objeto principal no es otro que edificar control allí donde no lo hay o donde este aparece como imperfecto. Para conseguir este objetivo resulta imperioso que esas teorías se presenten en términos sencillos, sin aparatos teóricos sofisticados y, en verdad, sin mucha preocupación acerca de sus consecuencias prácticas. Nulidades imprescriptibles, responsabilidades objetivas, imposibilidad de invalidación administrativa o aplicación de garantías penales a la sanciones administrativas, son sólo algunas de esas manifestaciones. Por su parte, la justificación de esas instituciones es, también, sencilla y básica. Dignidad humana, primacía de la persona, estado de derecho, derechos de propiedad, son algunas de las expresiones que como armas arrojadizas se lanzan para servir de sustento a estas necesarias primeras banderas de lucha contra las inmunidades del poder.
Sin embargo, pasado ya el tiempo luego de esas necesarias explicaciones, su contacto sostenido con los casos concretos va mostrando fatídicamente su precariedad. Las peticiones de nulidad de actos administrativos dictados 20 o 30 años antes muestran, por ejemplo, lo absurda de la imprescriptibilidad. Indemnizaciones solicitadas en materia de responsabilidad médica pública muestran lo inconsistente de no considerar la culpa como principal título de imputación. Pues bien, lo mismo esta sucediendo ahora con el tópico de las sanciones administrativas.
En efecto, así como la sentencia Aedo con Fisco de Chile (Rol 852-2000) es el actual leading case en materia de nulidad de derecho público y en la cual se asentó la prescriptibilidad de las acciones patrimoniales derivadas de ella, o la sentencia Seguel con Fisco de Chile (Rol 371–2008) lo es también en tanto consolida la aplicación de la falta de servicio a toda la responsabilidad estatal, todo hace pensar que la sentencia dada en el caso Mackenna (Fisco de Chile con Dörr Zegers, Rol 1079-2014) lo será para las sanciones administrativas.
Como se sabe, la doctrina y jurisprudencia tradicional venía sosteniendo que debido a una supuesta derivación única del mismo ius puniendi estatal sanciones administrativas y penales debían compartir las mismas garantías de imposición. La sentencia del tribunal constitucional rol 244 de 1996 así lo había indicado aunque ello fue luego suavizado por la sentencia rol 479 en cuando indicaba que la aplicación de garantías debía hacerse “con matices”.
La sentencia que comentamos, sin embargo, ha venido a girar – muy acertadamente a mi entender – completamante la perspectiva. Así, aun cuando la corte asume la existencia de una carencia legislativa en regular las sanciones administrativas concluye que “dicha carencia legislativa y el común origen de ambas sanciones no autorizan para aplicar de manera automática las normas y principios propios del derecho penal al derecho administrativo sancionador, sino que tal aplicación debe efectuarse dentro de los márgenes del procedimiento administrativo en general y del sancionatorio en particular, sin perder de vista el contexto que tuvo en vista el legislador para optar por una u otra sanción”, y todo ello “para garantizar, de un modo más eficaz, los intereses sociales que en dichos ámbitos se encuentran en juego, lo que en caso alguno implica afirmar que, por ello, la Administración queda libre del control jurisdiccional en su obrar material y jurídico”.
Esta mirada al contexto provoca un giro funcional al análisis. Nuestro problema ya no se resuelve con la apelación a principios generales o simples apelaciones retóricas como la unidad de ius puniendi. Desde ahora, “se debe tener en cuenta aquellos aspectos del derecho administrativo sancionador que le confieren a esta rama una fisonomía propia y que justifican su regulación autónoma en relación con el derecho penal”. De la simplicidad principialista debemos necesariamente pasar a la complejidad funcional. ¿Que explica la diversidad sancionatoria? ¿Que justifica que el legislador opte a veces por un tipo de sanción y otras, por otra?  ¿Cual es la lógica de la sanciones administrativas en los diversos campos del derecho? son sólo algunas de las preguntas que esta excelente sentencia coloca sanamente sobre la mesa para la discusión posterior.
No todo, sin embargo, se deja al desarrollo futuro. La sentencia deja sentado un punto importantísimo que por obvio parecía olvidado por muchos. “Para resolver adecuadamente el asunto como ha quedado planteado – dice la sentencia – conviene dejar en claro que la decisión a través de la cual se manifiesta la potestad sancionatoria de la Administración es, no cabe duda, un acto administrativo”. Esta simple constatación viene a resolver el principal problema que acuciaba a los jueces en este caso. En el caso concreto, la persona multada por la Superintencia de Valores y Seguros había fallecido días antes que la Corte Suprema rechazase la reclamación contencioso-administrativa contra la multa impuesta. Se sostenía, entonces, que mientras no se resolviesen los recursos jurisdiccionales, la decisión administrativa no estaba firme y ejecutoriada. Este hecho, unido a un principio de personalidad de las penas, provocaba que los herederos no debían estar obligados a pagar la multa del causante.
La sentencia hace muy bien en resolver como lo hizo. Refiriéndose a los actos administrativos, sostiene la sentencia que “conforme a la idea de ejecutoriedad aquellos se insertan directamente en el ordenamiento jurídico, esto es, sus efectos y las situaciones jurídicas que crea nacen de inmediato, es decir, sin necesidad de recurrir a otra autoridad -judicial o de otra índole- para que lo vise y con ello se perfeccionen, con lo que si a través del acto se imponen obligaciones, éstas nacen precisamente con dicho acto y no en una etapa posterior”. “En consecuencia, todos los actos administrativos -incluidos los sancionatorios, por cierto- producen sus efectos de manera inmediata, sus consecuencias jurídicas y materiales se radican en el patrimonio del administrado desde el momento mismo de su notificación, y, una vez notificado, la Administración puede exigir su cumplimiento, incluso antes de que la persona sancionada reclame de la legalidad del acto, salvo que la ley o el juez suspendan dicha exigibilidad -es decir, su eficacia, en términos de ejecutividad-, pero tal suspensión no dice relación con que los efectos del acto no se producen -esto es, no afecta su ejecutoriedad-, sino que, por el contrario, ellos se encuentran plenamente incorporados en el patrimonio del deudor desde su notificación y permanecen en tanto el juez que conozca de la reclamación no declare la ilegalidad del acto respectivo”.
Esta decisión viene a resolver un conflicto que amenazaba con distorsionar toda la lógica de control inter poderes dispuesta en nuestra Constitución. En efecto, el acto administrativo no es, en caso alguno, una especie de decisión “de primera instancia” como lo sería una sentencia penal apelable. En nuestra materia, el control contencioso-administrativo es un control de un acto que ya existe en el sistema jurídico y no uno que espera una visación de la autoridad judicial. La ejecutoriedad – y esto es lo más relevante – se verifica en cada poder del Estado y se explica por la aptitud que cada uno de ellos tiene – precisamente por ser poder – de producir normas jurídicas. En esto, la sentencia referida viene a clarificar un punto de confusión en la propia doctrina administrativista.
Dos últimas consideraciones merece este caso. El primero es el de la justicia e igualdad de la decisión. Como se sabe todos los ejecutivos que participaron en el fraude de la operación Chispas fueron sancionados. Todas sus reclamaciones de ilegalidad fueron rechazadas por los tribunales de justicia en razón de lo cual todos ellos, salvo la parte de Mackenna, pago las multas impuestas. Pues bien, esta sentencia viene a igualar la situación patrimonial de los afectados de modo tal que los herederos deban soportar la misma atenuación en la ganancia patrimonial ilícitamente conseguida por el causante. Del mismo modo, la señal a los mercados bursátiles (cuestión básica para las sanciones administrativas) es – aunque con bastante retraso – clara y contundente.
La última consideración que debe hacerse es lo caro que ha significado para el estado (y para la sociedad con ello) obtener el pago de esta multa. Procesos de impugnación de la sanción, tramitación de una gestión voluntaria de aceptación de herencia y luego una acción ordinaria de cobro de pesos son algunos de los farragosos procedimientos que terminan con esta sentencia. La resolución que impuso la multa es de 21 de noviembre de 1997 por lo que esta sentencia se pronuncia casi 16 años después de ella. Esto nos hace pensar en que, siendo el objeto principal de este tipo de multas la disuasión ya sea mediante la neutralización de las ganancias indebidamente percibidas o mediante la simple internalización de un resultado negativo, dichos fines se ven fuertemente defraudados cuando la litigación impide un tratamiento igualitario a personas que están en idénticas situaciones.
Pues bien, dicho todo esto, me parece que sólo es esperable un “retorno a lo administrativo” en materia de sanciones administrativas. Luego de aquella primera búsqueda principialista de garantías penales a aplicar se ha proseguido a la desfiguración de estas para, finalmente, acercarse a la respuesta que el derecho administrativo podía haber ofrecido con un análisis más profundo, funcional y complejo. Si la respuesta ius administrativa provendrá en el futuro desde la retórica de la matización o derechamente del redescubrimiento del derecho administrativo sancionador es algo que no resulta fácil vislumbrar pero que, creo, llegará mas temprano que tarde. 

La Constitución en época de reformas

mayo 21, 2014

Es esta una época de reformas. A la tributaria, recientemente aprobada en la Cámara de Diputados, se le añade la educacional. Luego, se entregarán los informes de preparación de las modificaciones en materia de salud privada y AFPs, entre otras. Todo hace pensar que la agenda legislativa de este año vendrá cargada de reformas estructurales. Y es que, terminada la transición política, es ya tiempo de repensar varias de nuestras leyes y realizar los cambios legítimos que la ciudadanía reclama.
En época de reformas, sin embargo, una fuerte tentación para el sector político cuyos argumentos no vencieron ni en las urnas ni en la arena legislativa, o para los particulares que verán afectados sus actuales posiciones jurídicas y económicas, es sostener que las nuevas reglas son contrarias a la Constitución.
En tanto las normas constitucionales poseen formulaciones amplias y generales no resulta demasiado difícil construir casos para impugnar la constitucionalidad de una nueva ley. El derecho de propiedad, por ejemplo, ha sido por años una de las garantías favoritas en toda impugnación. Si llevamos mucho tiempo pudiendo hacer algo, una nueva regulación que cambie esa forma de hacer es frecuentemente catalogada como una infracción a la esencia de la propiedad. Si antes con un negocio ganábamos una cantidad determinada de dinero y ahora nuestras ganancias se verán reducidas por una nueva regulación, podría sostenerse lo mismo. Bastará que nos refiramos a la específica posición jurídica que tengamos en un momento como un “derecho” para que pueda argumentarse la infracción a la propiedad.
La misma actitud se observa con los requisitos de quórum de las llamadas leyes orgánicas constitucionales. En tanto no resultan del todo claros los casos en que se requiere una ley de ese tipo o una ley ordinaria, es común ver en las impugnaciones de leyes el argumento de que la materia regulada era de un tipo y no del otro.
Sin embargo, así como es fácil presentar un reclamo de inconstitucionalidad, no lo es tanto que el Tribunal Constitucional lo acoja. Si bien en alguna etapa políticamente comprometida del tribunal asistimos a una verdadera inflación del derecho de propiedad o a una percepción generalizada de lo negativa de la intervención estatal, hoy, en cambio, luego de décadas de recibir asuntos y luego de ver cómo se solucionan los mismos problemas en otras latitudes (con constituciones muy similares a la nuestra), el tribunal es mucho más reacio a dejar sin efecto leyes que regulen determinados sectores de la sociedad.
Esta reticencia actual es perfectamente explicable. En verdad, toda forma de regulación es siempre una modelación, una delimitación de nuestros derechos. Si las leyes pretenden conducir nuestras conductas hacia óptimos democráticamente determinados es totalmente necesario que ellas cambien nuestras posiciones o modifiquen nuestros incentivos. No hay otra forma de construir políticas que sean verdaderamente “públicas” que afectando los incentivos privados para alinearlos con los óptimos sociales.  
La tarea constante del Tribunal Constitucional es, entonces, ir despejando – con este contexto – cuándo una regulación legal es realmente inconstitucional y cuando no lo es. Para desarrollar esta delicada tarea, no obstante, la mera comprensión de la Constitución como un límite al poder es tremendamente ineficiente. Una visión como esta mira la regulación legal como una anomalía, como un atentado a posiciones que se desenvuelven mucho mejor sin ella. Luego de un par de crisis económicas hemos ya percibido que cuando no hay regulación las cosas no andan necesariamente mejor. Dejar los bienes sociales a merced de los incentivos privados es un camino que ya se ha probado como inadecuado.
Y es que entender la Constitución como un mero límite al poder es sólo una cara de la moneda. El pacto fundamental es también una regla que obliga al poder a tener que cumplir los mandatos en ella contenidos para que sus reglas no sean simples palabras sino realidad. Las normas constitucionales, en efecto, son también reglas de dirección que obligan al legislador a su implementación.
Así las cosas, cuando el Art. 19 n° 10 de la actual carta establece el “Derecho a la Educación” con el objeto de proveer “el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida”, dicha norma obliga al Estado a construir leyes que garanticen ese desarrollo. Que el sistema político decida hacerlo de una u otra forma es una cosa, pero de que esta obligado a construir un sistema legal completo y coherente que ejecute ese mandato y que obtenga frutos de él, lo esta. Pues bien, cualquier persona sensata tiene bastante claro que la actual legislación no cumple la Constitución.
Lo mismo sucede cuando el Art. 19 n° 9 contiene el “derecho a la protección de la salud” obligando al Estado a proteger “el libre e igualitario acceso a las acciones de promoción, protección y recuperación de la salud y de rehabilitación del individuo”. La actual implementación de esta garantía esta muy lejos de lograrse con el actual sistema sanitario chileno. Este requiere, a todas luces, de una reforma estructural.
El ajuste constitucional de las reformas que vienen, entonces, no debe ser enjuiciado de una forma simplemente represiva. Es un hecho que la potencia de cualquier reforma estructural modificará sustancialmente nuestras posiciones jurídico-económicas y pensar que ese mero dato servirá para considerar una ley como constitucional o inconstitucional es sólo un espejismo. La revisión de la constitucionalidad de una ley, en cambio, debe necesariamente incorporar en su análisis las condiciones de implementación de los mandatos constitucionales. Obligar al Poder Legislativo a cumplir un programa constitucional y no darle las herramientas para hacerlo es por lejos el mayor fraude a la propia Constitución.

(Publicado en el diario El Mostrador el 16/05/2014: http://www.elmostrador.cl/2014/05/16/la-constitucion-en-epoca-de-reformas/)

La Reforma Tributaria no es inconstitucional

mayo 19, 2014

A menudo pareciera que para cierto sector político, la Constitución es antes que nada un arma arrojadiza. En efecto, lanzan acusaciones de inconstitucionalidad contra todo proyecto de reforma que intente modificar algún aspecto de nuestro orden económico, social o político que les resulta de particular interés.


Me interesa discutir las acusaciones de inconstitucionalidad formuladas contra la reforma tributaria. Y, ¿cuáles son las acusaciones formuladas en concreto? Como siempre, resulta un tanto difícil determinar esto, debido al desinterés de dichos sectores por discutir en serio la dimensión constitucional de las cosas. Les basta con decir que tienen "reparos sobre la constitucionalidad" de algo, "dudas", y todo tipo de afirmaciones vagas que siembren la idea de que el proyecto en cuestión está mal. Basta con ver las declaraciones de la Asociación de Bancos e Instituciones Financieras en El Mercurio, que llevan por título "La reforma tributaria tiene aspectos legales que hacen que sea inconstitucional" (hacer click aquí) pero que no dicen ¡nada! sobre dicha inconstitucionalidad. Miente, miente, que algo queda, como dice el dicho.


En todo caso, tarde o temprano alguien termina diciendo algo. A veces, no lo dicen en público, sino que encargan informes en derecho, es de imaginarse que muy bien pagados, a abogados de alto perfil público (ver noticia aquí). De vez en cuando, de todas formas, las críticas se hacen públicas, y entonces se les puede responder. A eso dedicaré dos posteos, este y uno próximo.


Sobre la supuesta inconstitucionalidad de este proyecto, existen actualmente tres objeciones dando vueltas. La primera, la de Embotelladoras Andinas (aquí), que sostiene que la reforma es inconstitucional porque el impuesto específico a las bebidas con azúcar es discriminatorio hacia dicha industria. La segunda, la de Luis Larraín (aquí) y Arturo Fermandois (aquí) que sostiene que la figura de la "renta atribuida" es inconstitucional porque vulnera el derecho de propiedad (Larraín) o el derecho de asociación (Fermandois). La tercera, también de Arturo Fermandois (aquí), consiste en sostener que la nueva atribución del Servicio de Impuestos Internos de acceder a la información de transacciones pagadas o cobradas mediante medios electrónicos es inconstitucional por vulnerar el debido proceso y la intimidad.


Hoy me concentraré en el primero de los argumentos: el de Embotelladoras Andinas, que sostiene que la reforma es inconstitucional porque el impuesto específico a las bebidas con azúcar es discriminatorio hacia dicha industria.


¿En qué concepto constitucional se sustenta Embotelladoras Andinas para hacer esta afirmación? En la prohibición de discriminación arbitraria "en el trato que deben dar el Estado y sus organismos en materia económica", contenida en el artículo 19 Nº 22. Y cabe preguntarse lo siguiente: ¿cuál es la lógica de dicho artículo? ¿Respalda la pretensión de Embotelladoras Andinas? Se me ocurren dos posibles lecturas de este artículo, y ninguna de ellas lo hace.


La primera es una lectura histórico-contextual. La historia de la proposición de este artículo por parte de la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución evidencia que a través de ella se quería limitar substantivamente el contenido del accionar de un eventual gobierno que quisiera requisar empresas mediante decreto. Recordemos que, como he dicho en ocasiones anteriores, los autores de la Constitución de 1980 la diseñaron como una especie de "nunca más": específicamente, un "nunca más" a la redistribución de la riqueza, a la Unidad Popular.


Pero dicho "nunca más" ha de ser interpretado. Y aquí, una interpretación histórico-contextual amarra este artículo a la idea de que la discrecionalidad o arbitrariedad que se quiere evitar es la de un Ejecutivo que actúe por sí sólo, sin respaldo legal. Esta lectura histórico-contextual se ve respaldada por la segunda posible lectura, una lectura gramatical o textualista. El inciso segundo del artículo afirma que "[s]ólo en virtud de una ley, y siempre que no signifique tal discriminación, se podrán autorizar determinados beneficios directos o indirectos en favor de algún sector, actividad o zona geográfica, o establecer gravámenes especiales que afecten a uno u otras".


Ahora bien, esto mantiene abierta la pregunta sobre el posible carácter discriminatorio de la ley. En consecuencia, hay que preguntarse específicamente sobre el impuesto. ¿Es discriminatoria la existencia misma de impuestos específicos? Nuestra práctica institucional, donde existen diversos impuestos específicos a distintos productos y servicios, nos dice que no. Entonces, ¿será que por su monto, el impuesto propuesto es considerado discriminatorio? Según reporta La Tercera (aquí), "las bebidas azucaradas pasarán de pagar un impuesto del 13% a 18%. La cerveza de 15% a un 20,5%, el vino de un 15% a un 24%, el pisco de un 27% a un 35,5% y el whisky de un 27% a un 38%".


Estos montos no son discriminatorios, pues no son particularmente elevados tratándose de impuestos específicos, máxime cuando se trata de impuestos pigovianos, que buscan corregir externalidades negativas asociadas a un determinado producto (aquí). Veamos el caso del tabaco. Según información proporcionada por el Servicio de Impuestos Internos (aquí), la tasa de impuesto al tabaco es diferenciada según el tipo de producto: "a los puros se les aplica una tasa del 52,6%, al tabaco elaborado una tasa del 59,7%", y además "cada paquete, caja o envoltorio de cigarrillos paga un impuesto de 60,5%".


En resumen, no es discriminatorio que existan impuestos específicos, y los montos propuestos por la reforma no son particularmente altos. Difícilmente se puede sostener que por esto, la Reforma Tributaria sea inconstitucional.


El empleo público a la deriva

marzo 13, 2014

Un Estado que diseñe y gestione políticas públicas de calidad requiere de un personal calificado y comprometido con las tareas públicas más allá de los intereses del gobierno de turno. Es lo que suele conocerse como "Servicio Civil". Por eso, nuestra Constitución encarga a la ley garantizar una "carrera funcionaria" fundada en "principios de carácter técnico y profesional" asegurando "la igualdad de oportunidades de ingreso a ella", así como "la capacitación y el perfeccionamiento de sus integrantes".

Este mandato empezó a implantarse con la Ley 18.575 y, especialmente, con el Estatuto Administrativo publicado pocos meses antes de las elecciones de 1989, configurándose un empleo de carrera caracterizado por el ingreso vía concurso público, la promoción interna y el despido restringido a malas calificaciones o infracciones graves acreditadas en un sumario. También se contemplaron empleos a contrata, sin concurso de ingreso ni mecanismos formales de promoción -limitados en cantidad al 20% de la planta-, y personal no funcionario contratado a honorarios para trabajos no habituales o específicos. Contratas y honorarios no podían exceder la duración del año presupuestario, pero se admitía su renovación.

Según este cuadro, el grueso del personal que trabaja en la administración pública debería haber sido reclutado por concurso y gozaría de una inamovilidad relativa. Sin embargo, tras 25 años la realidad es muy diferente.

Las leyes de presupuestos año a año inaplicaron los límites para el personal a contrata y, en los hechos, los cargos de carrera dejaron de proveerse, muy probablemente porque se asociaban a ineficiencia y mediocridad.

El límite del personal pasó a ser la cifra de dotación que anualmente se fijaba en la Ley para cada organismo, cifra más flexible que la planta. El personal a honorarios empezó a hacerse habitual, a pretexto del cumplimiento de tareas específicas, y en organismos puntuales se admitió el uso del Código del Trabajo. El resultado global es que el personal de carrera se contrajo en términos proporcionales, mientras el resto, especialmente el grupo a contrata, se expandió exponencialmente.

Las últimas cifras reportadas por la Dirección de Presupuestos nos revelan que de unos 220 mil empleados de la administración pública (excluidos los demás poderes del Estado, empresas públicas, municipios y personal militar), solo el 32% es personal de carrera (72.362 empleados). Dicho de otro modo, cerca del 70% del personal que trabaja para el Estado tiene un empleo jurídicamente precario y no ingresó a través de un concurso o, al menos, uno con garantías legales (si bien destacan buenas prácticas como http://www.empleospublicos.cl/). Si excluimos al personal del sector salud, la proporción de la carrera baja al 25%.

Estas cifras son inadmisibles y se deben a todos los últimos gobiernos. Repugna a ideas básicas de igualdad que dos tercios de los empleos pagados por todos los chilenos carezcan de un sistema regulado de acceso transparente y meritocrático; que el Estado pueda evadir mediante honorarios el empleo formal y el pago de cotizaciones previsionales (algo que sanciona enérgicamente en el mundo privado); que en caso de despido la regulación laboral ofrezca garantías superiores al Estatuto (no hay indemnización para una persona que trabaja a contrata o a honorarios y es despedida o no renovada), y que neguemos a los funcionarios derechos colectivos que, en la práctica, toleramos sin prevenir sus efectos (como ocurre con la huelga).

Esto perjudica a toda la sociedad, porque sin un genuino servicio civil el deterioro del Estado está a la vuelta de la esquina. Necesitamos funcionarios que se identifiquen con el interés general -sin obsecuencias con el jefe de turno-, que mantengan la continuidad del Estado -más si cada cuatro años renovamos a las autoridades políticas-, que garanticen la calidad en la ejecución de las políticas públicas y que conformen una barrera vital contra la corrupción.

Ante la obsolescencia de la filosofía que inspira nuestro Estatuto Administrativo es urgente alumbrar una nueva fórmula de contrato público que, con sabiduría y flexibilidad, combine exigencias, garantías e incentivos. En tanto no lo hagamos, hablar de probidad y modernización en nuestra administración pública será, me temo, retórica hueca.

(Publicado en http://www.elmercurio.com/blogs/2014/03/13/20183/El-empleo-publico-a-la-deriva.aspx)

La reforma del Derecho Administrativo chileno. De la primacía de la persona humana a la primacía de las personas

enero 15, 2014

No es difícil encontrar textos jurídicos que siguiendo una estructura bastante tradicional se planteen el Derecho Administrativo como el derecho del control a la Administración. Esta forma de comenzar los estudios de la disciplina ha sido especialmente exitosa en bastantes países. Sus premisas son bastante conocidas. El poder es peligroso y la manera en que puede dejar de serlo es limitarlo. El Derecho Administrativo es así un derecho relevante porque analiza la forma de actualizar esos límites.
Por razones bastante obvias, la mayoría de los países que salieron de dictaduras militares vieron en esta visión la manera correcta de limitar el poder fácticamente absoluto que aquellos gobernantes ejercían. El Derecho Administrativo era un derecho que producía control y en tanto tal era tremendamente necesario.
Solo de esta manera puede entenderse que desde hace mucho tiempo en nuestro entorno no nos haya interesado, por ejemplo, la discrecionalidad administrativa. Lo relevante era sólo su control. No nos interesaba tampoco diferenciar los tipos de actuaciones administrativas para ver en ellas formas diversas de indemnización. Lo relevante era simplemente compensar a todo aquel que asegurase haber sido dañado. No nos interesaba tampoco analizar cómo actúan las sanciones administrativas en el tráfico administrativo. Lo relevante era simplemente aplicar garantías penales para así controlar la acción administrativa. La perspectiva individualista se sintetizaba en la idea de hacer primar a la persona humana. No se sabía muy bien quién era esa persona, pero ello, en verdad no era relevante. Lo importante era que cualquiera que fuese el asunto lo central fuese limitar el poder del Estado supuestamente mejorando la posición de un ciudadano.
En esta fase del desarrollo de nuestro Derecho Administrativo lo único relevante era producir control. Y lo más razonable es que este se realizase con fórmulas jurídicas primarias las cuales por su aparente simpleza pudiesen aplicarse de forma más rápida, eficaz y sin riesgos de complejidades racionales. Responsabilidad objetiva, nulidad ipso iure, unidad del ius puniendi, son algunos de aquellos artefactos que muestran el simple y desnudo deseo de control administrativo sin el más mínimo refinamiento acerca de los bienes o intereses que como comunidad hemos querido proteger con ellos.
El simple contacto con la realidad ha ido debilitando aquellas primitivas fórmulas. ¿Cuán absurda se ve la responsabilidad objetiva en el ámbito sanitario, qué insensato es que cualquier persona se resista al acto administrativo que considera ilegal y qué artificial es la aplicación de la culpabilidad penal al ámbito de las sanciones económicas?
Estos absurdos, al final, nos han revelado algo que habíamos olvidado en aquella fase donde lo único deseado era producir control. Lo olvidado era que el accionar de la Administración Pública se comprende mejor cuando se le entiende en su faz de programación y de optimización de bienes sociales. “La ciencia del Derecho Administrativo – dice Schmidt Aβmann – ha de ser concebida como una ciencia de dirección, esto es, como una ciencia que aspira a dirigir con eficacia los procesos sociales”[1]. La concretización entonces de los pactos comunes retoma así su rol protagónico. Una Administración que no actúa no es ya una Administración que no daña sino una que no actualiza, que no ejecuta, que no optimiza los bienes sociales para alcanzar el desarrollo de nuestro proyecto común.  
Siguiendo a Parejo[2], una reforma en la comprensión del Derecho Administrativo debería enfocarse en superar diversos paradigmas. El primero de ellos es la separación entre derecho material o sustantivo y Derecho de la organización, en lo que bien podría considerarse una manifestación del giro institucional del derecho. En nuestro entorno somos claros testigos de esta necesidad. La presencia de instituciones débiles sobre todo en el ámbito de la fiscalización ha exhibido lo ineficiente de las reglas jurídicas cuando estas son custodiadas por órganos con competencias limitadas o que actúan con tardanza o cuya intervención implica altos costos de transacción. La existencia de instituciones fuertes que “vivan” el ethos del servicio es un requisito para que el derecho que se aplica sea verdadero derecho. Este giro institucional, es entonces, una necesidad para un derecho que pretende dirigir conductas y dar respuestas a los ciudadanos.
Debe también superarse el paradigma de la predeterminación normativa que menosprecia una programación finalista y que presupone una completa regulación de los poderes administrativos. Repetido ad nauseam es el aforismo que expresa que en el Derecho Público puede hacerse sólo lo que está permitido por la ley, lo que refleja una cierta limitación y desconfianza en la regulación administrativa asumiendo que los escenarios desregulados son “naturalmente” más amigables para el ciudadano o que aquella normación administrativa es anormal en el programa político y social de una comunidad. Por el contrario, un Derecho Administrativo que pretenda dar respuestas ciudadanas y cuyo objetivo sea la construcción de un programa de vida social con fines determinados debe interpretarse y definirse a la luz de esos fines sin más trabas formales que aquellas con las cuales se asegura legitimidad.
Debe superarse, además, tanto la centralidad del Derecho Administrativo en la delimitación del poder (lo que implica un replanteamiento de la relación Administración y control judicial) como la teorización actual relativa a la forma en que los deberes/fines del Estado se convierten en tareas administrativas. En esa línea, es ya tradicional mostrar la paradoja propuesta por Prosper Weil acerca de lo milagroso de que el poder haya querido autorestringirse mediante el Derecho Administrativo. Estas comprensiones, exhiben una parte muy restringida de nuestro derecho toda vez que muestran a la Administración como un ente que se considera externo al mismo derecho. Esto ya no puede ser sostenido hoy. El Derecho Administrativo está construido en función de y para la ejecución de las normas que, por su carácter y objeto, precisan de la Administración “para cumplir su cometido y justamente por ello, la presuponen y programan o, dicho de otro modo, por serle constitutiva – estructural y funcionalmente – una radical dependencia entre normación (programación de la actuación) y ejecución (actuación programada)”[3].
Todo apunta así, a que debemos comenzar una fase de reforma en la estructura tradicional del análisis del Derecho Administrativo. Ya superados los problemas del control administrativo debemos preocuparnos hoy de entregarle a la Administración lo necesario para hacer viable, eficiente y eficaz sus tareas de actualizar el Derecho y de optimizar la dirección de los procesos sociales. Sólo así podremos hacer que los que primen seamos todos y no sólo algunos.



[1] Schmidt Aβmann, Eberhard (2012) “Cuestiones fundamentales sobre la reforma de la Teoría General del Derecho Administrativo” en: Innovación y reforma en el Derecho Administrativo, J. Barnes (ed.), INAP, Madrid, p. 44.
[2] Vid. Parejo Alfonso, Luciano (2012) Transformación y ¿reforma? del derecho administrativo en España, INAP-Global Law Press, Sevilla.
[3] Ibidem, p. 200

Lineamientos para una reforma del Estado

noviembre 14, 2013

A pesar de los problemas que nuestras instituciones públicas presentan en la actualidad, existe tanto en el entorno nacional como internacional una percepción positiva acerca de la solidez y seriedad de nuestro aparato estatal. De acuerdo al último índice de percepción de la corrupción preparado por Transparencia Internacional, Chile se ubica en el lugar número veinte, al lado de países como Estados Unidos y Uruguay y cerca de naciones con una antigua tradición en políticas de mejoramiento estatal y de lucha contra la corrupción. La misma percepción tiene el Banco Mundial que considera a nuestra Administración Pública como una de las más profesionales y capaces de todo Latinoamérica.
En idéntico sentido, diversos estudios económicos han logrado ligar el crecimiento de los países no solo a variables de liberalización económica o de aumento de la competencia sino que también a variables vinculadas a las características de la institucionalidad pública. Países con mejores instituciones crecen más rápido, de manera sostenible y en condiciones de mayor equidad.
Desde esa perspectiva, y de acuerdo a la percepción referida, Chile va por buen camino. No obstante, esa percepción positiva de nuestra institucionalidad no debe inmovilizarnos. Por el contrario, debe incentivarnos a movernos hacia reformas institucionales más complejas acordes con nuestro actual desarrollo.
En este sentido, tres son los aspectos en los que debiese enfocarse una futura reforma estatal.
Instituciones fuertes. Ni en nuestro país ni en la mayoría de los países del mundo se encuentra cerrada la discusión acerca de sí es mejor un Estado grande o uno reducido. Es un hecho que este tópico permanecerá por mucho tiempo más en el centro de la discusión política. Sin embargo, si algo ya no debiese ser objeto de discusión es que si se decide que un órgano público intervendrá en un determinado sector es un gran error construir una institución con potestades reducidas, presupuestos minúsculos o con baja independencia. Una construcción de este tipo es tremendamente ineficiente. Cuando los funcionarios de instituciones depreciadas no perciben su trabajo como especialmente relevante aumentan las posibilidades de captura y los fondos públicos se utilizan mal pues la rentabilidad social que ellos alcanzan es mínima.
Una futura reforma a nuestra institucionalidad pública debiese enfocarse en definir instituciones de acuerdo a objetivos claros y competencias certeras y empoderarlas para que ejecuten las tareas que le son propias en ambientes más eficientes. La discusión sobre una reforma a las superintendencias adquiere aquí una especial relevancia. Es ya frecuente la protesta de esas mismas instituciones acerca de una carencia de potestades efectivas para ejecutar sus funciones y ya son conocidas las exigencias que los ciudadanos les imponen continuamente.
Instituciones inteligentes. Gran parte de la solidez de nuestras instituciones se debe a un histórico y formal respeto a la legalidad. Los valores republicanos entre los que se fraguó nuestro Estado actual privilegian por sobre muchos otros valores el respeto a la ley. En esa línea, era bastante común que las instituciones fiscalizadoras, por ejemplo, persiguieran todas las ilegalidades por menores que ellas fueran. La legalidad estaba ante todo. No obstante, una vez que se toma conciencia de que es necesario administrar eficientemente recursos económicos limitados, la fiscalización se torna inteligente, se racionaliza y se optimiza. Cuando se decide portar eficiencia se persiguen las ilegalidades más frecuentes o las de mayor importancia, se buscan los incentivos que las causan o se refinan los instrumentos para observarlas y perseguirlas. Las instituciones públicas se convierten así en inteligentes pues desarrollan sus funciones con conciencia de los resultados que ellas producen y no como simples engranajes de un sistema.
Instituciones conectadas. Día a día, nuestras instituciones públicas adoptan múltiples decisiones en los más diversos ámbitos de nuestra vida. Esas decisiones serán mejores mientras más variables hayan sido integradas por el decisor al momento de elegir las múltiples opciones que se le presentan como posibles. En ese escenario, los requerimientos de información son cada vez mayores y gran parte de la información requerida es producida por otras instituciones públicas. Las instituciones, entonces, deben estar conectadas para aprovechar las sinergias y adoptar decisiones informadas y atingentes. Las instituciones, finalmente, no sólo deben estar conectadas entre ellas. Deben estar conectadas también con los efectos de sus decisiones. Una evaluación a tiempo de las medidas adoptadas permite rectificar y aprender de los errores cometidos.
Una idea común recorre todas estas propuestas. Las instituciones públicas son mejores cuando adquieren conciencia de lo que hacen, sus funcionarios sienten sus trabajos como importantes y tienen los instrumentos para conseguir eficazmente los objetivos para los cuales han sido creadas.