Reseña: For the Common Good. Principles of American Academic Freedom (2009)

septiembre 13, 2011


FINKIN, MATTHEW W., & POST, ROBERT C. (2009): FOR THE COMMON GOOD. PRINCIPLES OF AMERICAN ACADEMIC FREEDOM (NEW HAVEN, YALE UNIVERSITY PRESS) 263 PP.

En una época en que las facultades de derecho chilenas están atravesando por un marcado proceso de desarrollo institucional fruto de las demandas de los procesos de acreditación y de las exigencias de la competencia, y mientras la educación superior chilena vive un momento de intensa discusión sobre sus fines sociales y los medios organizacionales para llevarlos a cabo, resulta altamente enriquecedora la lectura de reflexiones provenientes de países con sistemas universitarios más complejos sobre las ventajas que ofrece el medio universitario para el cultivo y transmisión del saber y los desafíos que esta labor entraña.

Esto es precisamente lo que el libro de Finkin y Post nos ofrece al elaborar los principios conceptuales e institucionales que caracterizan a la libertad académica en los Estados Unidos. El hecho que ambos sean destacados académicos jurídicos que han trabajado en áreas que se intersectan directamente con los asuntos tratados hace más valiosa aún esta contribución. Finkin, experto en derecho del trabajo y del empleo, ha escrito anteriormente The Case for Tenure (1996), libro donde articula una defensa del sistema de promoción y estabilidad del empleo característico de las universidades norteamericanas. Post, quien añade a su especialización en libertad de expresión –asunto desde el cual analiza la sociedad y la cultura constitucional norteamericanas en Constitutional Domains: Democracy, Community, Management (1995)– un pronunciado interés en las características de las comunidades construidas en torno al saber o disciplinas[1], suma a dichas credenciales el desempeñarse desde el 2009 como Decano de la prestigiosa Yale Law School. El resultado de este trabajo conjunto posee no sólo la erudición esperable de quienes lo escriben, sino que también logra transmitir una reflexiva pasión por la labor universitaria que, en mi opinión, tiene la capacidad de inspirar mediante su lectura. Así ocurre con la tesis central del libro, que sostiene que los principios de la libertad académica “presuponen que las instituciones de educación superior sirven al interés público y que promueven el bien común”; bien común “que no ha de ser determinado por la voluntad arbitraria, privada, o personal de ningún individuo, ni tampoco ha de ser determinado por el cálculo tecnocrático de incentivos lucrativos racionales y predecibles”, sino que “es hecho visible mediante el debate y la discusión abiertos, donde todos son libres de participar” (p. 125).

La Introducción plantea el contexto histórico y, ciertamente, político dentro del cual tiene lugar la intervención de Finkin y Post. “En la última década, frecuentes e intensos debates sobre la naturaleza de la libertad académica han surgido como resultado de un esfuerzo sistemático y sostenido por disciplinar lo que algunos consideran como un profesorado liberal y fuera de control” (p. 2). Las críticas a los contenidos curriculares de diversos colleges por parte de organizaciones conservadores y legisladores estaduales, muchos de los cuales plasman sus críticas en la forma de un reclamo por mayor diversidad dentro de las instituciones de educación superior, se transforman en discursos que en nombre de la libertad académica critican su ejercicio por parte de los docentes universitarios. A fin de traer claridad conceptual al debate, Finkin y Post regresan a las fuentes documentales que fundan históricamente la libertad académica en Estados Unidos, la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure (1915) y el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure (1940) y proponen entender la libertad académica como “la libertad para ejercer la profesión académica de acuerdo a los estándares de dicha profesión” (p. 7), concepción que se remonta al propósito de los redactores de la Declaration de “asegurar que las instituciones de educación superior se mantuviesen sujetas a estándares profesionales antes que sometidas política o financieramente a la opinión pública” (p. 8).

El Capítulo 1 consiste en un recorrido por los orígenes históricos de la libertad académica. Partiendo por una caracterización de los límites impuestos por el poder religioso y político a la libre interrogación de la sociedad y la naturaleza hasta los albores de la modernidad (incluyendo las historias de Korah, Sócrates, Galileo, Giordano Bruno, Noël Journet), Finkin y Post registran cómo hacia principios del siglo XVIII cristalizó en las universidades alemanas la idea de que la búsqueda del conocimiento había de tener su propia salvaguarda, consistente en la akademische Freiheit, tema sobre el que ya en 1811 Fichte dicta conferencias en su calidad de rector de la Universidad de Jena. Este concepto permite reformular antiguos privilegios de los docentes universitarios existentes ya en la universidad medieval a la luz de las nuevas expectativas de las ciencias y las humanidades en la modernidad. El concepto norteamericano de libertad académica, nos cuentan los autores, es una recepción de su contraparte germana surgida del contacto con y la imitación de la institucionalidad universitaria alemana tras el fin de la Guerra Civil. En este período, un número significativo de académicos peregrinaron en dicha dirección, regresando “impresionados con el modelo alemán e imbuidos del concepto de una institución comprometida con el ideal de la Wissenschaft y sus concomitantes libertades de investigación y enseñanza” (p. 24). Sin embargo, se encontraron con instituciones “predominantemente congregacionales” y “centradas en la formación de ‘carácter’ antes que en el cultivo del saber” (p. 23), donde los profesores “eran considerados como empleados de una institución controlada por juntas gubernativas no profesionales” (p. 24). En tales instituciones, “personas no dedicadas a la academia mantenían el derecho a decidir qué se debía enseñar y qué no, qué debía ser publicado y qué no” (p. 25).

El Capítulo 2 explica el proceso mediante el cual el ideal alemán de la libertad académica fue adaptado a la realidad universitaria norteamericana y cómo, en dicho proceso, esta última fue a su vez transformada. Lo hace mediante un análisis histórico y conceptual de la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure de 1915, y de cómo sus propósitos y principios fueron explicitados y robustecidos mediante el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940 y la producción jurisprudencial del Committe on Academic Freedom and Tenure de la American Association of University Professors (AAUP) o Committee A. La Declaration, redactada principalmente por el economista Edwin R.A. Seligman y el filósofo Arthur O. Lovejoy para la AAUP como respuesta a una serie de despidos de profesores universitarios abiertamente causados por los contenidos de sus clases o sus publicaciones, tenía un desafío fundamental: “cambiar esta idea de que los profesores eran meros empleados prestando servicios a la satisfacción de sus empleadores” (p. 33). Así, la Declaration sostiene que “una vez nombrado, el académico tiene que desempeñar funciones profesionales respecto de las cuales las autoridades que le han nombrado no tiene ni competencias ni un derecho moral a intervenir” (p. 33), puesto que la responsabilidad del profesor universitario “es primordialmente para con el público mismo, y para con el escrutinio de su propia profesión” (p. 34). La Declaration propone como imagen para entender esta relación entre autoridad universitaria y profesor aquella relación de independencia y autonomía que se da “entre los jueces de las cortes federales y el ejecutivo que los nombra” (p. 34). Finkin y Post anotan que la Declaration logra sus objetivos mediante dos premisas conceptuales claves. La primera es su conceptualización de los fines o propósitos de la universidad como institución, los cuales identifican con la idea de “promover la investigación y acrecentar la suma del conocimiento humano” (p. 35), conocimiento cuya medida es “el resultado de las prácticas disciplinarias públicas de profesionales expertos” (p. 35). La segunda es la reivindicación del profesorado como “profesionales expertos en la producción de conocimiento” (p. 37), lo cual Finkin y Post observan que “presupone no sólo que el conocimiento, aun cuando sea provisional, existe y es susceptible de articulación, sino también que dicho conocimiento es acrecentado mediante la libre aplicación de formas de investigación altamente profesionalizadas”, una afirmación que los autores aseveran que no tan sólo es obvio en el contexto de la investigación científica propiamente tal sino que también “retiene su fuerza cada vez que creamos que los métodos de una disciplina producen conocimiento; tal como, por ejemplo, claramente ocurre en las ciencias sociales y las humanidades” (p. 37). La implicancia de esta conceptualización, desde luego, es que esta libertad no es infinita; la libertad académica “establece la libertad necesaria para acrecentar el conocimiento, lo cual consiste en la libertad de desempeñar la profesión académica” (p. 39).

El Capítulo 3 analiza una de las consecuencias tradicionales de la noción de libertad académica ya presentada: la libertad de investigación y de publicación. Estudiando el informe del Committe A ante el despido de un profesor y la expulsión de un alumno de la Universidad de Missouri en 1929 debido a un cuestionario sobre sexualidad enviado por este último a sus compañeros de universidad en el contexto de un curso enseñado por el primero, Finkin y Post concluyen que “la conveniencia de la investigación científica debe ser juzgada por estándares científicos, no por las inclinaciones de la opinión pública”, “poderoso principio debido a que una opinión pública enfurecida puede infligir un gran daño a la reputación y los recursos de una institución de educación superior” (p. 68). El mismo principio rige para la publicación del trabajo académico, el cual puede “enojar y ofender a poderosos grupos de interés: padres, exalumnos, y estudiantes, e involucrar a las universidades en controversias que amenacen sus recursos financieros”, todas consecuencias que “por muy aterrorizadoras que puedan ser para la administración universitaria, no puede justificar la censura de una publicación” (p. 70).

El Capítulo 4 prosigue concentrándose en otra consecuencia tradicional de la misma noción de libertad académica: la libertad de enseñanza. Estudiando la Declaration de 1915, los autores encuentran en ella una formulación explícita del propósito pedagógico de las instituciones de educación superior: “cultivar en los estudiantes la madura independencia de mente que caracteriza a la adultez exitosa”, una misión que ellas no pueden cumplir “simplemente transmitiendo verdades comúnmente aceptadas” ya que dicha independencia “es una virtud activa, no una pasiva” que “no puede ser taladrada en los estudiantes; debe ser extraída de ellos” (p. 81). Así y todo, diferentes profesores persiguen ese propósito de diversas maneras: “algunos se cuidan de expresar sus propias opiniones; otros formulan abiertamente sus propios puntos de vista pero alientan su discusión crítica; otros tantos adoptan el proceso de interrogación socrática” (p. 82). Lo que no pueden hacer es adoctrinar a sus estudiantes, distinción –aquella entre educación y adoctrinamiento– que “depende de los estándares relevantes de conocimiento” (p. 84).

El Capítulo 5 se aboca al estudio de la libertad de expresión intramural del académico; la cual se distingue de la libertad de expresión extramural no en cuanto al lugar donde es invocada (fuera o dentro de los muros que separan a la universidad del mundo exterior) sino en cuanto a sus contenidos. La libertad de expresión intramural dice relación con “las comunicaciones del profesorado que no versa sobre su experticia disciplinaria sino sobre la acción, políticas, o personal de la institución a la cual está afiliado un profesor” (p. 113). Dicha libertad de expresión recibió un soporte teórico mediante la transformación conceptual que del profesorado hizo la Declaration al presentar a éstos ya no como empleados de la universidad sino como “independientes” e “iguales” participantes en la universidad (p. 116).

El Capítulo 6 continúa con el análisis de la libertad de expresión extramural del académico, la cual se refiere “a la expresión de los profesores formulada en su condición de ciudadanos, expresión que típicamente versa sobre asuntos de interés público y que no está relacionada con su experticia profesional o su afiliación institucional” (p. 127). Calificado por los autores como el “aspecto teóricamente más problemático de la libertad académica” (p. 127), tras estudiar las transformaciones que llevan de la Declaration de 1915 al Statement de 1940 y a su reinterpretación en 1970 éstos concluyen que las instituciones de educación superior han de respetar dicha libertad debido a que “los profesores pueden cultivar el conocimiento o dar forma a pensadores independientes en la sala de clases tan sólo si están activa e imaginativamente involucrados en su trabajo”, bienes que tan sólo pueden obtenerse si los profesores están libres del peso de considerar “qué formas de expresión están protegidas por la libertad de investigación y cuáles pueden exponerles a castigos”, lo que ocurriría si la libertad de expresión extramural “no fuera reconocida como una dimensión de la libertad académica” (p. 139).

La Conclusión identifica una importante tensión subyacente a los problemas estudiados: “la profesión académica requiere respaldo del público, y sin embargo debe ser independiente de la opinión pública. Este dilema es difícil de negociar, y siempre es tentador resolverlo de formas incompatibles con principios básicos de la libertad académica” (p. 152). Completan el libro dos apéndices conteniendo extractos de las fuentes documentales en torno a las cuales gira la reflexión de Finkin y Post: la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure de 1915, y el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940, junto a sus Interpretive Comments de 1970.

Este apretado resumen, desde luego, deja de lado muchos detalles y argumentos que el lector podrá descubrir mediante su propia lectura. Queda a juicio del mismo, sin duda, cuánto de la discusión norteamericana es útil o relevante para la discusión nacional. La concepción de la libertad académica elaborada por los autores, entendida como la libertad para ejercer la profesión académica de acuerdo a los estándares de dicha profesión, parece ir más allá del contexto territorial en el cual ha sido formulada y resumir la comprensión que de dicha libertad caracteriza a las instituciones universitarias occidentales modernas. Las tensiones entre opinión pública, cultivo del conocimiento, presiones del mercado educacional, expectativas investigativas, y demandas de la docencia que estudian los autores se presentan sin duda también entre nosotros; desde luego, de acuerdo a las características propias de la institucionalidad universitaria, de su evolución en las últimas tres décadas, y de la heterogeneidad que le ha sido propia desde aquel entonces. Diferencias muy concretas nos distinguen del caso estudiado por Finkin y Post. Las universidades nacionales, a diferencia de las norteamericanas, no han desarrollado todavía una práctica estandarizada de contratación y estabilidad en el empleo como la que caracteriza a la educación superior estadounidense; nuestras universidades estatales tienen un alto grado de burocratización iusadministrativa pero, a diferencia de las norteamericanas, una total independencia de los dictados de los legisladores; y, por supuesto, los recursos destinados a la investigación y a la educación superior en general son ínfimos en comparación con el caso estadounidense, lo que sin duda afecta el impacto social de estas actividades –impacto que en el caso de Estados Unidos es global– y, por lo tanto, lo que está en juego en su regulación. Sin embargo, como he sugerido anteriormente[2], diversos factores permiten conjeturar plausiblemente que nuestro modelo universitario –particularmente en el caso de las facultades de derecho– se acerca paulatina pero sostenidamente al modelo institucional norteamericano. Las páginas de For the Common Good nos pueden ofrecer, entonces, un vistazo hacia uno de nuestros muchos posibles futuros.



Todas las citas corresponden a traducciones mías.

[1] Véase, del autor, e.g., (2009): “The Job of Professors”, Texas Law Review, vol. LXXXVIII: pp. 185-104; (2009): “Debating Disciplinarity”, Critical Inquiry, vol. XXXV: pp. 749-770; (2009): “Constitutional Restraints on the Regulations of Scientific Speech and Scientific Research”, Science and Engineering Ethics, vol. XV: pp. 431-438; (2009): “Constitutional Scholarship in the United States”, International Journal of Constitutional Law, vol. VII: pp. 416-423.

[2] Véase Muñoz L., Fernando (2011): “Langdell’s and Holmes’s Influence on the Institutional and Discursive Conditions of American Legal Scholarship”, Revista Chilena de Derecho, vol. XXXVIII: pp. 217-237.