Legislación y Lenguaje

mayo 09, 2011

¿Quien controla el significado de las palabras? ¿Y qué efectos tiene dicho control sobre nuestra legislación, "declaración de la voluntad soberana" de nuestra nación?
El profesor de castellano Jaime González afirma en El Mercurio que "el legislador o quien aplica las leyes" debe darle a las palabras de la legislación el sentido que les asigna el Diccionario de la Real Academia Española, "no admitiéndose otra interpretación o variación". Al hablar así, el profesor González expone un punto de vista sumamente extendido en la comunidad jurídica misma. Los abogados suelen citar en sus escritos, y los jueces en sus sentencias, las definiciones contenidas en dicho texto, asumiendo que ellas expresan el "sentido natural y obvio" de las palabras que según el artículo 20 del Código Civil debe asignárseles.
Sin duda, la existencia de un Diccionario ampliamente conocido y cuya elaboración está encargada a "expertos", mágica palabra que reúne al poder con el saber, simplifica y agiliza la determinación de cuál es el sentido natural y obvio de las palabras del castellano. Y de abogados y jueces, cuyo tiempo está consumido por los sinsabores del ejercicio profesional, no podemos esperar una mayor dedicación a preguntas socio-lingüísticas tan complejas como determinar de qué manera se emplea efectivamente el lenguaje. Sin embargo, pretender transformar dicha eficiente práctica en una exigencia normativa, afirmando que no es aceptable ninguna interpretación distinta a la del Diccionario de la Real Academia Española, es un profundo error.
La razón más importante para sostener ello proviene de la teoría democrática. Chile es una república democrática, donde la soberanía reside en la nación y su ejercicio recae en el pueblo y sus autoridades. Si tenemos presente que definir el contenido de las palabras entrega un poder formidable a quien detenta dicha atribución, entonces en una república democrática no cabe sino reconocerle dicha potestad al pueblo, a través de su habla cotidiana, y a sus autoridades, particularmente al legislador. La sociedad y el legislador, no el Diccionario de la Real Academia, son entonces quienes controlan el significado de las palabras en una democracia. Hay quienes, como Savigny, que irían más allá y afirmarían que en toda época histórica –no sólo en la democrática– el derecho es una emanación de las costumbres sociales, tal como el lenguaje, y que ambos evolucionan de acuerdo al devenir incesante del carácter del pueblo.
Si estos argumentos de carácter constitucional no convencieran a personas de pensamiento concreto, entonces cabría agregar como corolario de lo ya dicho que ni el Código Civil ni ningún otro texto jurídico da carácter vinculante a las definiciones de diccionario alguno. Por el contrario, el ya citado artículo 20 respalda los argumentos ya presentados: el "sentido natural y obvio" ha de encontrarse en "el uso general de las mismas palabras" y en las definiciones que el legislador les haya dado "expresamente para ciertas materias".

Responsabilidad del Estado por errores en la atribución de herencias

mayo 01, 2011

En un fallo Muñoz Contreras dictado el 18 de marzo de 2011 la Corte Suprema ordena al Servicio del Registro Civil e Identificación indemnizar los perjuicios derivados del reconocimiento erróneo de la calidad de heredero a una persona, en detrimento de quien tenía mejor derecho.

I


Es raro que el Estado tenga que afrontar las consecuencias de una disputa hereditaria.

Hasta hace unos diez años, la posesión efectiva de la herencia (el reconocimiento formal de la condición de heredero de los bienes quedados al fallecimiento de una persona) debía obtenerse mediante gestión judicial en trámite no contencioso, y los jueces se limitaban a otorgarla a quienes justificasen estar en línea de sucesión. La eventualidad de que en estas gestiones un pariente lejano se anticipase a los más próximos al difunto, y obtuviese así un título formal para poseer los bienes de la herencia, si no era frecuente al menos integraba los riesgos de la regulación. Pero este riesgo se minimizaba porque la operación se desarrollaba en condiciones de publicidad y porque por regla general en presencia de legítimo contradictor los asuntos no contenciosos pueden devenir contenciosos; en última instancia, la dación de la posesión efectiva dejaba a salvo el ejercicio de la acción de petición de herencia.

Pero en 2003 la ley 19.903 transfirió al Registro Civil la tramitación de la posesión efectiva. De golpe, la gestión pasó a ser administrativa, arrastrando consigo la materia a un régimen de derecho público. Así, el surgimiento de una eventual responsabilidad del Estado en estas materias era cosa de tiempo (y de mala suerte para ciertos herederos).

II


En cuanto al fondo, la ley 19.903 supuso muy pocos cambios con respecto a la regulación anterior. Uno de los más significativos se refiere al círculo de interesados a quienes se conceda la posesión efectiva: “Art. 6º [inc. 1]. La posesión efectiva será otorgada a todos los que posean la calidad de herederos, de conformidad a los registros del Servicio de Registro Civil e Identificación, aun cuando no hayan sido incluidos en la solicitud y sin perjuicio de su derecho a repudiar la herencia de acuerdo a las reglas generales”. Así, al obligar al servicio público a controlar el círculo de herederos, se minimizaba aun más la eventualidad de apropiación de una herencia en razón de verse preteridos los parientes con mejor derecho a ella.

Es justamente esto último lo que salió mal en el caso en estudio. Al morir una mujer en 2003 se abrió una sucesión cuya beneficiaria natural era su única hija; rápidamente, sin embargo, un sobrino nieto de la causante pidió la posesión efectiva y el Registro Civil, tras las averiguaciones necesarias, se la otorgó, desconociendo así a la auténtica heredera.

Hace diez años no era previsible que la víctima obtuviese reparación, porque los jueces seguían siendo extremadamente condescendientes con el Registro Civil. En un caso en que la víctima llegó al extremo de tener que enfrentar consecuencias penales por una supuesta bigamia que sólo pudo ser configurada como delito por la insuficiente información del servicio público, los jueces exculparon al Registro Civil. Ese servicio no había podido determinar que el primer marido estaba muerto al tiempo de contraer la víctima sus segundas nupcias, lo cual fue estimado por la Corte de Talca como una circunstancia “propia del sistema registral, más todavía si las informaciones provienen sólo de una oficina, ya que recién en los últimos años el Registro Civil se ha modernizado computacionalmente…” (Corte de Apelaciones de Talca, 24.08.2000, Sánchez Sánchez c/ Fisco, confirmada por Corte Suprema, 30.11.2000, Lexis Nexis N° 17614).

En diez años parece que la modernización ha llegado de lleno al Registro Civil. En todo caso, la Corte Suprema sanciona ahora oficialmente que el cambio de expectativas del público con respecto al funcionamiento de este servicio se refleja normativamente en un estándar distinto del que regía en 2010. “Lo normal que se espera del Servicio en cuestión es que si un hijo está inscrito como tal respecto de sus padres esa situación sea advertida por la Administración al momento de pronunciarse sobre la posesión efectiva de uno de sus progenitores. Es efectivo que puede haber errores y para ello la ley otorga los mecanismos de solución, pero no es aceptable que en dos programas computacionales utilizados por la institución…, el sistema haya arrojado la existencia del matrimonio de la causante en el año 1944, que ella era viuda, que tenía hermanos que murieron antes que ella, que tenía un sobrino nieto y no haya podido determinar la existencia de una hija debidamente inscrita con posterioridad al año 1944, por lo que ciertamente el Servicio no funcionó como se esperaba que debía hacerlo” (sentencia de casación en el caso Muñoz Contreras, cons. 8).

III


Aunque la falta de servicio era inequívoca, el juicio se enredó por consideraciones relativas a la causalidad. La intervención de un tercero en la cadena causal debía ser analizada con algún detalle: el correlato del daño es el provecho obtenido directamente por el falso heredero que se vio reconocer la posesión efectiva, sin cuya astucia la víctima no hubiese experimentado perjuicio. La Corte de Apelaciones de Valparaíso parece haber sido sensible a este tipo de consideraciones, pero no parece haberlas canalizado en forma conceptualmente pulcra, exponiendo su sentencia a la censura de la Corte Suprema.

Era evidente por otra parte que sin el error inicial del Registro Civil, el falso heredero no habría podido llevar adelante su maniobra. La Corte Suprema tenía así a su alcance (sin siquiera apelar a la equivalencia de las condiciones) la posibilidad de corregir el razonamiento de los jueces del fondo.

Seguramente la reacción hubiese sido distinta de haberse demostrado fraude o dolo del tercero (así fuera reducida al mero conocimiento de la existencia de otros herederos con mejor derecho). Aunque esta solución esté más cerca de la justicia material que de un razonamiento ortodoxo, es usual que el dolo se presuma por los jueces como la única causa adecuada del daño, aun en presencia de negligencias relevantes en el origen del daño. Sin duda el hecho del tercero es aquí motivado por la negligencia o falta del Servicio del Registro Civil; pero no era imposible (sino al contrario, bien verosímil) que esta falta de servicio fuese motivada a su vez por un comportamiento fraudulento o gravemente culpable de quien quiso hacerse pasar por heredero.

Por eso, aunque parezca razonable que un organismo del Estado responda en un caso como este, debe advertirse del riesgo que genera esta jurisprudencia. El resultado neto de la sentencia es asignar a la familia de la difunta una suma equivalente al doble del valor venal de la cosa (uno, el que obtuvo el falso heredero al venderla; otro, el que indemniza el Estado). Difícilmente se encontrará una justificación razonable a una situación en que el Estado debe asumir duplicación de las herencias.

La última cuestión que deja abierta la sentencia tiene que ver con los correctivos pecuniarios de esta situación. ¿Qué pasa con las soluciones propuestas por el derecho civil? Es incómodo aceptar que la publicidad del procedimiento de dación de posesión efectiva carece del efecto de poner sobre aviso a los herederos de mejor derecho a fin de que comparezcan y hagan valer lo que corresponda. Y tampoco es satisfactorio sostener que la víctima está dispensada de deducir las acciones que le hubiesen permitido ser reconocida como heredera y recuperar los bienes, contrarrestando así el daño sufrido. ¿Acaso una parte del daño no aparece así como causado por la falta de diligencia de la misma víctima? O alternativamente y por último, ¿no hubiese correspondido al menos reservar al servicio público responsable la posibilidad de subrogarse en las acciones que la víctima tenía en contra del falso heredero?