FINKIN, MATTHEW W., & POST, ROBERT C.
(2009): FOR THE COMMON GOOD. PRINCIPLES
OF AMERICAN ACADEMIC FREEDOM (NEW HAVEN, YALE UNIVERSITY PRESS) 263 PP.
En una época en que las facultades de
derecho chilenas están atravesando por un marcado proceso de desarrollo
institucional fruto de las demandas de los procesos de acreditación y de las
exigencias de la competencia, y mientras la educación superior chilena vive un
momento de intensa discusión sobre sus fines sociales y los medios
organizacionales para llevarlos a cabo, resulta altamente enriquecedora la
lectura de reflexiones provenientes de países con sistemas universitarios más
complejos sobre las ventajas que ofrece el medio universitario para el cultivo
y transmisión del saber y los desafíos que esta labor entraña.
Esto es precisamente lo que el libro de
Finkin y Post nos ofrece al elaborar los principios conceptuales e
institucionales que caracterizan a la libertad académica en los Estados Unidos.
El hecho que ambos sean destacados académicos jurídicos que han trabajado en
áreas que se intersectan directamente con los asuntos tratados hace más valiosa
aún esta contribución. Finkin, experto en derecho del trabajo y del empleo, ha
escrito anteriormente The Case for Tenure
(1996), libro donde articula una defensa del sistema de promoción y estabilidad
del empleo característico de las universidades norteamericanas. Post, quien
añade a su especialización en libertad de expresión –asunto desde el cual
analiza la sociedad y la cultura constitucional norteamericanas en Constitutional Domains: Democracy, Community,
Management (1995)– un pronunciado interés en las características de las comunidades
construidas en torno al saber o disciplinas[1],
suma a dichas credenciales el desempeñarse desde el 2009 como Decano de la prestigiosa
Yale Law School. El resultado de este trabajo conjunto posee no sólo la
erudición esperable de quienes lo escriben, sino que también logra transmitir
una reflexiva pasión por la labor universitaria que, en mi opinión, tiene la
capacidad de inspirar mediante su lectura. Así ocurre con la tesis central del
libro, que sostiene que los principios de la libertad académica “presuponen que
las instituciones de educación superior sirven al interés público y que
promueven el bien común”; bien común “que no ha de ser determinado por la
voluntad arbitraria, privada, o personal de ningún individuo, ni tampoco ha de
ser determinado por el cálculo tecnocrático de incentivos lucrativos racionales
y predecibles”, sino que “es hecho visible mediante el debate y la discusión
abiertos, donde todos son libres de participar” (p. 125).
La Introducción plantea el contexto
histórico y, ciertamente, político dentro del cual tiene lugar la intervención
de Finkin y Post. “En la última década, frecuentes e intensos debates sobre la
naturaleza de la libertad académica han surgido como resultado de un esfuerzo
sistemático y sostenido por disciplinar lo que algunos consideran como un
profesorado liberal y fuera de control” (p. 2). Las críticas a los contenidos
curriculares de diversos colleges por
parte de organizaciones conservadores y legisladores estaduales, muchos de los
cuales plasman sus críticas en la forma de un reclamo por mayor diversidad
dentro de las instituciones de educación superior, se transforman en discursos
que en nombre de la libertad académica critican su ejercicio por parte de los
docentes universitarios. A fin de traer claridad conceptual al debate, Finkin y
Post regresan a las fuentes documentales que fundan históricamente la libertad
académica en Estados Unidos, la Declaration
of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure (1915) y el Statement of Principles on Academic Freedom
and Tenure (1940) y proponen entender la libertad académica como “la
libertad para ejercer la profesión académica de acuerdo a los estándares de
dicha profesión” (p. 7), concepción que se remonta al propósito de los
redactores de la Declaration de
“asegurar que las instituciones de educación superior se mantuviesen sujetas a
estándares profesionales antes que sometidas política o financieramente a la
opinión pública” (p. 8).
El Capítulo 1 consiste en un recorrido
por los orígenes históricos de la libertad académica. Partiendo por una
caracterización de los límites impuestos por el poder religioso y político a la
libre interrogación de la sociedad y la naturaleza hasta los albores de la
modernidad (incluyendo las historias de Korah, Sócrates, Galileo, Giordano
Bruno, Noël Journet), Finkin y Post registran cómo hacia principios del siglo
XVIII cristalizó en las universidades alemanas la idea de que la búsqueda del
conocimiento había de tener su propia salvaguarda, consistente en la akademische Freiheit, tema sobre el que
ya en 1811 Fichte dicta conferencias en su calidad de rector de la Universidad
de Jena. Este concepto permite reformular antiguos privilegios de los docentes
universitarios existentes ya en la universidad medieval a la luz de las nuevas
expectativas de las ciencias y las humanidades en la modernidad. El concepto
norteamericano de libertad académica, nos cuentan los autores, es una recepción
de su contraparte germana surgida del contacto con y la imitación de la
institucionalidad universitaria alemana tras el fin de la Guerra Civil. En este
período, un número significativo de académicos peregrinaron en dicha dirección,
regresando “impresionados con el modelo alemán e imbuidos del concepto de una
institución comprometida con el ideal de la Wissenschaft
y sus concomitantes libertades de investigación y enseñanza” (p. 24). Sin
embargo, se encontraron con instituciones “predominantemente congregacionales”
y “centradas en la formación de ‘carácter’ antes que en el cultivo del saber”
(p. 23), donde los profesores “eran considerados como empleados de una
institución controlada por juntas gubernativas no profesionales” (p. 24). En
tales instituciones, “personas no dedicadas a la academia mantenían el derecho
a decidir qué se debía enseñar y qué no, qué debía ser publicado y qué no” (p.
25).
El Capítulo 2 explica el proceso mediante
el cual el ideal alemán de la libertad académica fue adaptado a la realidad
universitaria norteamericana y cómo, en dicho proceso, esta última fue a su vez
transformada. Lo hace mediante un análisis histórico y conceptual de la Declaration of Principles on Academic
Freedom and Academic Tenure de 1915, y de cómo sus propósitos y principios
fueron explicitados y robustecidos mediante el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940 y la
producción jurisprudencial del Committe
on Academic Freedom and Tenure de la American
Association of University Professors (AAUP) o Committee A. La Declaration,
redactada principalmente por el economista Edwin R.A. Seligman y el filósofo
Arthur O. Lovejoy para la AAUP como respuesta a una serie de despidos de
profesores universitarios abiertamente causados por los contenidos de sus
clases o sus publicaciones, tenía un desafío fundamental: “cambiar esta idea de
que los profesores eran meros empleados prestando servicios a la satisfacción
de sus empleadores” (p. 33). Así, la Declaration
sostiene que “una vez nombrado, el académico tiene que desempeñar funciones
profesionales respecto de las cuales las autoridades que le han nombrado no
tiene ni competencias ni un derecho moral a intervenir” (p. 33), puesto que la
responsabilidad del profesor universitario “es primordialmente para con el
público mismo, y para con el escrutinio de su propia profesión” (p. 34). La Declaration propone como imagen para
entender esta relación entre autoridad universitaria y profesor aquella
relación de independencia y autonomía que se da “entre los jueces de las cortes
federales y el ejecutivo que los nombra” (p. 34). Finkin y Post anotan que la Declaration logra sus objetivos mediante
dos premisas conceptuales claves. La primera es su conceptualización de los
fines o propósitos de la universidad como institución, los cuales identifican
con la idea de “promover la investigación y acrecentar la suma del conocimiento
humano” (p. 35), conocimiento cuya medida es “el resultado de las prácticas
disciplinarias públicas de profesionales expertos” (p. 35). La segunda es la
reivindicación del profesorado como “profesionales expertos en la producción de
conocimiento” (p. 37), lo cual Finkin y Post observan que “presupone no sólo
que el conocimiento, aun cuando sea provisional, existe y es susceptible de
articulación, sino también que dicho conocimiento es acrecentado mediante la
libre aplicación de formas de investigación altamente profesionalizadas”, una
afirmación que los autores aseveran que no tan sólo es obvio en el contexto de
la investigación científica propiamente tal sino que también “retiene su fuerza
cada vez que creamos que los métodos de una disciplina producen conocimiento;
tal como, por ejemplo, claramente ocurre en las ciencias sociales y las
humanidades” (p. 37). La implicancia de esta conceptualización, desde luego, es
que esta libertad no es infinita; la libertad académica “establece la libertad
necesaria para acrecentar el conocimiento, lo cual consiste en la libertad de
desempeñar la profesión académica” (p. 39).
El Capítulo 3 analiza una de las
consecuencias tradicionales de la noción de libertad académica ya presentada:
la libertad de investigación y de publicación. Estudiando el informe del Committe A ante el despido de un
profesor y la expulsión de un alumno de la Universidad de Missouri en 1929
debido a un cuestionario sobre sexualidad enviado por este último a sus
compañeros de universidad en el contexto de un curso enseñado por el primero,
Finkin y Post concluyen que “la conveniencia de la investigación científica
debe ser juzgada por estándares científicos, no por las inclinaciones de la
opinión pública”, “poderoso principio debido a que una opinión pública
enfurecida puede infligir un gran daño a la reputación y los recursos de una
institución de educación superior” (p. 68). El mismo principio rige para la
publicación del trabajo académico, el cual puede “enojar y ofender a poderosos
grupos de interés: padres, exalumnos, y estudiantes, e involucrar a las
universidades en controversias que amenacen sus recursos financieros”, todas
consecuencias que “por muy aterrorizadoras que puedan ser para la
administración universitaria, no puede justificar la censura de una
publicación” (p. 70).
El Capítulo 4 prosigue concentrándose en
otra consecuencia tradicional de la misma noción de libertad académica: la
libertad de enseñanza. Estudiando la Declaration de 1915, los autores encuentran
en ella una formulación explícita del propósito pedagógico de las instituciones
de educación superior: “cultivar en los estudiantes la madura independencia de
mente que caracteriza a la adultez exitosa”, una misión que ellas no pueden
cumplir “simplemente transmitiendo verdades comúnmente aceptadas” ya que dicha
independencia “es una virtud activa, no una pasiva” que “no puede ser taladrada
en los estudiantes; debe ser extraída de ellos” (p. 81). Así y todo, diferentes
profesores persiguen ese propósito de diversas maneras: “algunos se cuidan de
expresar sus propias opiniones; otros formulan abiertamente sus propios puntos
de vista pero alientan su discusión crítica; otros tantos adoptan el proceso de
interrogación socrática” (p. 82). Lo que no pueden hacer es adoctrinar a sus
estudiantes, distinción –aquella entre educación y adoctrinamiento– que
“depende de los estándares relevantes de conocimiento” (p. 84).
El Capítulo 5 se aboca al estudio de la
libertad de expresión intramural del
académico; la cual se distingue de la libertad de expresión extramural no en cuanto al lugar donde
es invocada (fuera o dentro de los muros que separan a la universidad del mundo
exterior) sino en cuanto a sus contenidos. La libertad de expresión intramural
dice relación con “las comunicaciones del profesorado que no versa sobre su
experticia disciplinaria sino sobre la acción, políticas, o personal de la
institución a la cual está afiliado un profesor” (p. 113). Dicha libertad de
expresión recibió un soporte teórico mediante la transformación conceptual que
del profesorado hizo la Declaration
al presentar a éstos ya no como empleados de la universidad sino como
“independientes” e “iguales” participantes en la universidad (p. 116).
El Capítulo 6 continúa con el análisis de
la libertad de expresión extramural del
académico, la cual se refiere “a la expresión de los profesores formulada en su
condición de ciudadanos, expresión que típicamente versa sobre asuntos de
interés público y que no está relacionada con su experticia profesional o su
afiliación institucional” (p. 127). Calificado por los autores como el “aspecto
teóricamente más problemático de la libertad académica” (p. 127), tras estudiar
las transformaciones que llevan de la Declaration
de 1915 al Statement de 1940 y a su
reinterpretación en 1970 éstos concluyen que las instituciones de educación
superior han de respetar dicha libertad debido a que “los profesores pueden
cultivar el conocimiento o dar forma a pensadores independientes en la sala de
clases tan sólo si están activa e imaginativamente involucrados en su
trabajo”, bienes que tan sólo pueden obtenerse si los profesores están libres
del peso de considerar “qué formas de expresión están protegidas por la
libertad de investigación y cuáles pueden exponerles a castigos”, lo que
ocurriría si la libertad de expresión extramural “no fuera reconocida como una
dimensión de la libertad académica” (p. 139).
La Conclusión identifica una importante
tensión subyacente a los problemas estudiados: “la profesión académica requiere
respaldo del público, y sin embargo debe ser independiente de la opinión
pública. Este dilema es difícil de negociar, y siempre es tentador resolverlo de
formas incompatibles con principios básicos de la libertad académica” (p. 152).
Completan el libro dos apéndices conteniendo extractos de las fuentes documentales
en torno a las cuales gira la reflexión de Finkin y Post: la Declaration of Principles on Academic
Freedom and Academic Tenure de 1915, y el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940,
junto a sus Interpretive Comments de
1970.
Este apretado resumen, desde luego, deja
de lado muchos detalles y argumentos que el lector podrá descubrir mediante su
propia lectura. Queda a juicio del mismo, sin duda, cuánto de la discusión
norteamericana es útil o relevante para la discusión nacional. La concepción de
la libertad académica elaborada por los autores, entendida como la libertad
para ejercer la profesión académica de acuerdo a los estándares de dicha
profesión, parece ir más allá del contexto territorial en el cual ha sido
formulada y resumir la comprensión que de dicha libertad caracteriza a las
instituciones universitarias occidentales modernas. Las tensiones entre opinión
pública, cultivo del conocimiento, presiones del mercado educacional,
expectativas investigativas, y demandas de la docencia que estudian los autores
se presentan sin duda también entre nosotros; desde luego, de acuerdo a las
características propias de la institucionalidad universitaria, de su evolución
en las últimas tres décadas, y de la heterogeneidad que le ha sido propia desde
aquel entonces. Diferencias muy concretas nos distinguen del caso estudiado por
Finkin y Post. Las universidades nacionales, a diferencia de las
norteamericanas, no han desarrollado todavía una práctica estandarizada de
contratación y estabilidad en el empleo como la que caracteriza a la educación
superior estadounidense; nuestras universidades estatales tienen un alto grado
de burocratización iusadministrativa pero, a diferencia de las norteamericanas,
una total independencia de los dictados de los legisladores; y, por supuesto,
los recursos destinados a la investigación y a la educación superior en general
son ínfimos en comparación con el caso estadounidense, lo que sin duda afecta
el impacto social de estas actividades –impacto que en el caso de Estados
Unidos es global– y, por lo tanto, lo que está en juego en su regulación. Sin
embargo, como he sugerido anteriormente[2],
diversos factores permiten conjeturar plausiblemente que nuestro modelo
universitario –particularmente en el caso de las facultades de derecho– se
acerca paulatina pero sostenidamente al modelo institucional norteamericano. Las páginas de For the Common Good nos pueden ofrecer, entonces, un vistazo hacia uno de nuestros muchos posibles futuros.
[1] Véase, del autor, e.g., (2009): “The Job of
Professors”, Texas Law Review, vol. LXXXVIII:
pp. 185-104; (2009): “Debating Disciplinarity”, Critical Inquiry, vol. XXXV:
pp. 749-770; (2009): “Constitutional Restraints on the Regulations of
Scientific Speech and Scientific Research”, Science
and Engineering Ethics, vol. XV: pp. 431-438; (2009): “Constitutional
Scholarship in the United States”, International
Journal of Constitutional Law, vol. VII: pp. 416-423.
[2] Véase Muñoz L., Fernando (2011): “Langdell’s and Holmes’s Influence on the
Institutional and Discursive Conditions of American Legal Scholarship”, Revista Chilena de Derecho, vol.
XXXVIII: pp. 217-237.
0 comentarios:
Publicar un comentario