La Constitución en época de reformas

mayo 21, 2014

Es esta una época de reformas. A la tributaria, recientemente aprobada en la Cámara de Diputados, se le añade la educacional. Luego, se entregarán los informes de preparación de las modificaciones en materia de salud privada y AFPs, entre otras. Todo hace pensar que la agenda legislativa de este año vendrá cargada de reformas estructurales. Y es que, terminada la transición política, es ya tiempo de repensar varias de nuestras leyes y realizar los cambios legítimos que la ciudadanía reclama.
En época de reformas, sin embargo, una fuerte tentación para el sector político cuyos argumentos no vencieron ni en las urnas ni en la arena legislativa, o para los particulares que verán afectados sus actuales posiciones jurídicas y económicas, es sostener que las nuevas reglas son contrarias a la Constitución.
En tanto las normas constitucionales poseen formulaciones amplias y generales no resulta demasiado difícil construir casos para impugnar la constitucionalidad de una nueva ley. El derecho de propiedad, por ejemplo, ha sido por años una de las garantías favoritas en toda impugnación. Si llevamos mucho tiempo pudiendo hacer algo, una nueva regulación que cambie esa forma de hacer es frecuentemente catalogada como una infracción a la esencia de la propiedad. Si antes con un negocio ganábamos una cantidad determinada de dinero y ahora nuestras ganancias se verán reducidas por una nueva regulación, podría sostenerse lo mismo. Bastará que nos refiramos a la específica posición jurídica que tengamos en un momento como un “derecho” para que pueda argumentarse la infracción a la propiedad.
La misma actitud se observa con los requisitos de quórum de las llamadas leyes orgánicas constitucionales. En tanto no resultan del todo claros los casos en que se requiere una ley de ese tipo o una ley ordinaria, es común ver en las impugnaciones de leyes el argumento de que la materia regulada era de un tipo y no del otro.
Sin embargo, así como es fácil presentar un reclamo de inconstitucionalidad, no lo es tanto que el Tribunal Constitucional lo acoja. Si bien en alguna etapa políticamente comprometida del tribunal asistimos a una verdadera inflación del derecho de propiedad o a una percepción generalizada de lo negativa de la intervención estatal, hoy, en cambio, luego de décadas de recibir asuntos y luego de ver cómo se solucionan los mismos problemas en otras latitudes (con constituciones muy similares a la nuestra), el tribunal es mucho más reacio a dejar sin efecto leyes que regulen determinados sectores de la sociedad.
Esta reticencia actual es perfectamente explicable. En verdad, toda forma de regulación es siempre una modelación, una delimitación de nuestros derechos. Si las leyes pretenden conducir nuestras conductas hacia óptimos democráticamente determinados es totalmente necesario que ellas cambien nuestras posiciones o modifiquen nuestros incentivos. No hay otra forma de construir políticas que sean verdaderamente “públicas” que afectando los incentivos privados para alinearlos con los óptimos sociales.  
La tarea constante del Tribunal Constitucional es, entonces, ir despejando – con este contexto – cuándo una regulación legal es realmente inconstitucional y cuando no lo es. Para desarrollar esta delicada tarea, no obstante, la mera comprensión de la Constitución como un límite al poder es tremendamente ineficiente. Una visión como esta mira la regulación legal como una anomalía, como un atentado a posiciones que se desenvuelven mucho mejor sin ella. Luego de un par de crisis económicas hemos ya percibido que cuando no hay regulación las cosas no andan necesariamente mejor. Dejar los bienes sociales a merced de los incentivos privados es un camino que ya se ha probado como inadecuado.
Y es que entender la Constitución como un mero límite al poder es sólo una cara de la moneda. El pacto fundamental es también una regla que obliga al poder a tener que cumplir los mandatos en ella contenidos para que sus reglas no sean simples palabras sino realidad. Las normas constitucionales, en efecto, son también reglas de dirección que obligan al legislador a su implementación.
Así las cosas, cuando el Art. 19 n° 10 de la actual carta establece el “Derecho a la Educación” con el objeto de proveer “el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida”, dicha norma obliga al Estado a construir leyes que garanticen ese desarrollo. Que el sistema político decida hacerlo de una u otra forma es una cosa, pero de que esta obligado a construir un sistema legal completo y coherente que ejecute ese mandato y que obtenga frutos de él, lo esta. Pues bien, cualquier persona sensata tiene bastante claro que la actual legislación no cumple la Constitución.
Lo mismo sucede cuando el Art. 19 n° 9 contiene el “derecho a la protección de la salud” obligando al Estado a proteger “el libre e igualitario acceso a las acciones de promoción, protección y recuperación de la salud y de rehabilitación del individuo”. La actual implementación de esta garantía esta muy lejos de lograrse con el actual sistema sanitario chileno. Este requiere, a todas luces, de una reforma estructural.
El ajuste constitucional de las reformas que vienen, entonces, no debe ser enjuiciado de una forma simplemente represiva. Es un hecho que la potencia de cualquier reforma estructural modificará sustancialmente nuestras posiciones jurídico-económicas y pensar que ese mero dato servirá para considerar una ley como constitucional o inconstitucional es sólo un espejismo. La revisión de la constitucionalidad de una ley, en cambio, debe necesariamente incorporar en su análisis las condiciones de implementación de los mandatos constitucionales. Obligar al Poder Legislativo a cumplir un programa constitucional y no darle las herramientas para hacerlo es por lejos el mayor fraude a la propia Constitución.

(Publicado en el diario El Mostrador el 16/05/2014: http://www.elmostrador.cl/2014/05/16/la-constitucion-en-epoca-de-reformas/)

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