Es esta una época de reformas. A
la tributaria, recientemente aprobada en la Cámara de Diputados, se le añade la
educacional. Luego, se entregarán los informes de preparación de las
modificaciones en materia de salud privada y AFPs, entre otras. Todo hace
pensar que la agenda legislativa de este año vendrá cargada de reformas
estructurales. Y es que, terminada la transición política, es ya tiempo de
repensar varias de nuestras leyes y realizar los cambios legítimos que la
ciudadanía reclama.
En época de reformas, sin
embargo, una fuerte tentación para el sector político cuyos argumentos no
vencieron ni en las urnas ni en la arena legislativa, o para los particulares
que verán afectados sus actuales posiciones jurídicas y económicas, es sostener
que las nuevas reglas son contrarias a la Constitución.
En tanto las normas
constitucionales poseen formulaciones amplias y generales no resulta demasiado
difícil construir casos para impugnar la constitucionalidad de una nueva ley.
El derecho de propiedad, por ejemplo, ha sido por años una de las garantías
favoritas en toda impugnación. Si llevamos mucho tiempo pudiendo hacer algo,
una nueva regulación que cambie esa forma de hacer es frecuentemente catalogada
como una infracción a la esencia de la propiedad. Si antes con un negocio ganábamos
una cantidad determinada de dinero y ahora nuestras ganancias se verán
reducidas por una nueva regulación, podría sostenerse lo mismo. Bastará que nos
refiramos a la específica posición jurídica que tengamos en un momento como un
“derecho” para que pueda argumentarse la infracción a la propiedad.
La misma actitud se observa con
los requisitos de quórum de las llamadas leyes orgánicas constitucionales. En
tanto no resultan del todo claros los casos en que se requiere una ley de ese
tipo o una ley ordinaria, es común ver en las impugnaciones de leyes el
argumento de que la materia regulada era de un tipo y no del otro.
Sin embargo, así como es fácil
presentar un reclamo de inconstitucionalidad, no lo es tanto que el Tribunal
Constitucional lo acoja. Si bien en alguna etapa políticamente comprometida del
tribunal asistimos a una verdadera inflación del derecho de propiedad o a una
percepción generalizada de lo negativa de la intervención estatal, hoy, en
cambio, luego de décadas de recibir asuntos y luego de ver cómo se solucionan
los mismos problemas en otras latitudes (con constituciones muy similares a la
nuestra), el tribunal es mucho más reacio a dejar sin efecto leyes que regulen
determinados sectores de la sociedad.
Esta reticencia actual es
perfectamente explicable. En verdad, toda forma de regulación es siempre una
modelación, una delimitación de nuestros derechos. Si las leyes pretenden conducir
nuestras conductas hacia óptimos democráticamente determinados es totalmente
necesario que ellas cambien nuestras posiciones o modifiquen nuestros
incentivos. No hay otra forma de construir políticas que sean verdaderamente
“públicas” que afectando los incentivos privados para alinearlos con los
óptimos sociales.
La tarea constante del Tribunal
Constitucional es, entonces, ir despejando – con este contexto – cuándo una
regulación legal es realmente inconstitucional y cuando no lo es. Para
desarrollar esta delicada tarea, no obstante, la mera comprensión de la
Constitución como un límite al poder es tremendamente ineficiente. Una visión
como esta mira la regulación legal como una anomalía, como un atentado a
posiciones que se desenvuelven mucho mejor sin ella. Luego de un par de crisis
económicas hemos ya percibido que cuando no hay regulación las cosas no andan necesariamente
mejor. Dejar los bienes sociales a merced de los incentivos privados es un
camino que ya se ha probado como inadecuado.
Y es que entender la Constitución
como un mero límite al poder es sólo una cara de la moneda. El pacto
fundamental es también una regla que obliga al poder a tener que cumplir los
mandatos en ella contenidos para que sus reglas no sean simples palabras sino
realidad. Las normas constitucionales, en efecto, son también reglas de
dirección que obligan al legislador a su implementación.
Así las cosas, cuando el Art. 19
n° 10 de la actual carta establece el “Derecho a la Educación” con el objeto de
proveer “el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida”,
dicha norma obliga al Estado a construir leyes que garanticen ese desarrollo. Que
el sistema político decida hacerlo de una u otra forma es una cosa, pero de que
esta obligado a construir un sistema legal completo y coherente que ejecute ese
mandato y que obtenga frutos de él, lo esta. Pues bien, cualquier persona
sensata tiene bastante claro que la actual legislación no cumple la Constitución.
Lo mismo sucede cuando el Art. 19
n° 9 contiene el “derecho a la protección de la salud” obligando al Estado a
proteger “el libre e igualitario
acceso a las acciones de promoción, protección y recuperación de la salud y de
rehabilitación del individuo”. La actual implementación de esta garantía esta
muy lejos de lograrse con el actual sistema sanitario chileno. Este requiere, a
todas luces, de una reforma estructural.
El ajuste constitucional de las reformas
que vienen, entonces, no debe ser enjuiciado de una forma simplemente represiva.
Es un hecho que la potencia de cualquier reforma estructural modificará sustancialmente
nuestras posiciones jurídico-económicas y pensar que ese mero dato servirá para
considerar una ley como constitucional o inconstitucional es sólo un espejismo. La revisión de la constitucionalidad de una ley, en
cambio, debe necesariamente incorporar en su análisis las condiciones de implementación
de los mandatos constitucionales. Obligar al Poder Legislativo a cumplir un
programa constitucional y no darle las herramientas para hacerlo es por lejos
el mayor fraude a la propia Constitución.
(Publicado en el diario El Mostrador el 16/05/2014: http://www.elmostrador.cl/2014/05/16/la-constitucion-en-epoca-de-reformas/)
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