Correos electrónicos de autoridades públicas: en torno a una mala caracterización jurídica

octubre 07, 2012


En un anterior comentario jurisprudencial observé que la forma en que los tribunales presentan jurídicamente la contienda en discusión, particularmente respecto de las categorías jurídicas dentro de las cuales subsumen una disputa, es un acto que constituye realidades;[1] incluso sería posible sostener que dicha elección determina en gran medida el resultado mismo de la contienda. Es por esto que la caracterización jurídica de una disputa reviste en sí misma una gran importancia; y así, tal como una adecuada caracterización puede reportar grandes ventajas desde el punto de vista de la sistematicidad y coherencia del sistema jurídico, una mala caracterización puede significar desde una oportunidad perdida hasta un traspié con graves consecuencias.

Esto es, a mi juicio, lo que ha ocurrido en la sentencia redactada por el Ministro Carlos Carmona mediante la cual el Tribunal Constitucional intervino en la discusión sobre la publicidad o privacidad de los correos electrónicos de autoridades públicas; más específicamente, del Ministro Secretario General de la Presidencia y del Subsecretario del Interior. Esta discusión, en mi opinión, debiera haber girado en torno a los alcances del artículo 21 Nº 1, letra b) de la Ley de Transparencia, que establece la reserva de los “antecedentes o deliberaciones previas a la adopción de una resolución, medida o política, sin perjuicio que los fundamentos de aquéllas sean públicos una vez que sean adoptadas”. En lugar de ello, el Ejecutivo lo planteó como un asunto de derechos fundamentales –esto es, como una discusión sobre el respeto y protección a la vida privada y la inviolabilidad de toda forma de comunicación privada–, tesis que el Tribunal Constitucional acogió en la sentencia en comento.

Presentar así el asunto ofrecía dos ventajas para el Ejecutivo. La primera es que ello ofrecía un lenguaje de principios, valórico, muy superior ‘comunicacionalmente’ a los términos del artículo 21 Nº 1, letra b), que parecen invitar a que cualquier entrevistador le pregunte al Subsecretario por qué si cierta decisión es pública se ocultan las deliberaciones que condujeron a su adopción. La segunda, muy relacionada con la anterior, es que esta parece constituir una estrategia judicial ‘ganadora’, dada la vocación expansiva de los derechos fundamentales. Uno incluso podría sostener que el Ejecutivo estaba simplemente equiparando sus armas con las de aquellos que sostienen que nuestro sistema constitucional contiene un derecho fundamental de acceso a la información.[2]

El Ejecutivo, en efecto, ha ganado. El Tribunal Constitucional ha adoptado la tesis de los derechos fundamentales y, en consecuencia, ha declarado inaplicable el artículo 5 inciso 2º de la Ley de Transparencia –que establece que “es pública la información elaborada con presupuesto público y toda otra información que obre en poder de los órganos de la Administración, cualquiera sea su formato, soporte, fecha de creación, origen, clasificación o procesamiento, a menos que esté sujeta a las excepciones señaladas”– para los recursos de ilegalidad promovidos ante la Corte de Apelaciones de Santiago por el Ministro Secretario General de la Presidencia y por el Subsecretario del Interior contra las resoluciones del Consejo para la Transparencia que les obligaban a hacer públicos los correos electrónicos en disputa. Así lo ha resuelto ya en la sentencia Causa Rol Nº 2153-2011, aquí en comento, y así lo hará próximamente en la Causa Rol Nº 2246-12, ya alegada a la fecha y respecto de la cual el Tribunal ya ha anunciado a las partes que acogerá también la inaplicabilidad. En consecuencia la Corte de Apelaciones de Santiago, al revisar la decisión del Consejo para la Transparencia de ordenar la entrega de los correos electrónicos en cuestión, no podrá aplicar la disposición transcrita.

Pero la ganancia del Ejecutivo es una pérdida para el sistema en su conjunto; el que obtuvo un pronunciamiento jurisprudencial que, además de ser innecesariamente expansivo, desperdicia la oportunidad de generar reglas claras en un proceso de alto impacto público sobre la aplicación del artículo 21 Nº 1, letra b) de la Ley de Transparencia. A nuestro sistema jurídico le conviene contar con claridad respecto a cuándo los funcionarios públicos pueden invocar dicha causal para retener información y cuándo no. El Ministro Carmona estuvo a punto de lograrlo en el considerando 19º de esta sentencia, al observar que los órganos llamados a tomar decisiones “deben tener un margen para explorar alternativas con libertad, sin tener que saber que sus opiniones se harán públicas”. Lamentablemente, esta reflexión se pierde en un mar de consideraciones inconducentes. Esto es un problema, puesto que los tribunales no han generado reflexiones significativas sobre este punto; según el buscador de jurisprudencia del Consejo para la Transparencia, existe bastante jurisprudencia administrativa del Consejo para la Transparencia, poca de las Cortes de Apelaciones, y nada de la Corte Suprema. El Tribunal Constitucional, por su parte, ya se había pronunciado sobre el artículo 21 Nº 1, letra b) en su sentencia en la Causa Rol Nº 1990-2011, declarándolo allí inaplicable en la parte que señala “sin perjuicio que los fundamentos de aquellas sean públicos una vez sean adoptadas”, puesto que a su juicio tal disposición afectaba la vida privada del profesional recurrente como consecuencia de que facultaba al Consejo para la Transparencia para disponer la exhibición de evaluaciones personales. En lugar de elaborar una interpretación razonable sobre la reserva de las deliberaciones conducentes a la toma de decisiones, el Tribunal ha optado por declarar inaplicable su operación actual.

Esta última resolución, sumada a las dos identificadas en este comentario, permiten a estas alturas hablar de una predilección del Tribunal Constitucional por la privacidad por sobre la publicidad, con todo el simbolismo que ello representa. Para el Tribunal Constitucional, en esta materia lo privado está por sobre lo público, tal como ocurre también en otras áreas de nuestro derecho constitucional; piénsese en el ámbito económico, donde también nuestra jurisprudencia y nuestra doctrina, invocando la particular concepción que se tiene en nuestro país sobre el principio de subsidiariedad, hacen primar los intereses privados por sobre el interés público de contar con una regulación vigorosa orientada a la justicia social y el bien común. Con todo ello el genuino centro de nuestro derecho constitucional, la afirmación de que “Chile es una república democrática” contenida en el artículo 4º del texto constitucional, se pierde cada vez más entre la neblina.

Volviendo a la sentencia en comento, habría que agregar que además de desperdiciar la oportunidad de generar una reflexión jurisprudencial sobre la causal de reserva del artículo 21 Nº 1, letra b), la sentencia comete el pecado argumentativo de discutir con una posición que nadie sostiene. En efecto, como comprobará el lector, ella dedica varios párrafos a defender la evidente pero irrelevante postura de que “los funcionarios públicos tienen derechos constitucionales”. Desde luego que los tienen; y, por cierto, nadie lo ha puesto en duda. La discusión, que el voto de minoría sí acomete, es cómo conjugar dichos derechos fundamentales con el interés público por acceder a la información solicitada en el caso de autos. El Tribunal Constitucional sólo puede plantear el asunto en los altisonantes términos escogidos por el Ejecutivo ignorando el principio de la divisibilidad, consagrado en el artículo 11, letra b) de la Ley de Transparencia, y según el cual “si un acto administrativo contiene información que puede ser conocida e información que debe denegarse en virtud de causa legal, se dará acceso a la primera y no a la segunda”. Para mayor claridad: si los correos electrónicos de marras contuvieran información efectivamente relacionada con la vida privada del Ministro o del Subsecretario, el Consejo para la Transparencia podría tarjar dicha información de la copia impresa entregada a los solicitantes, o de una forma análoga si se tratara de copias digitales.

Otra divagación innecesaria por su irrelevancia en que incurre el Tribunal consiste en afirmar que “el mandato de publicidad no es absoluto”. Ningún mandato jurídico, como es sabido en esta época de ponderaciones, exámenes de proporcionalidad y balancing tests, es absoluto. La pregunta importante, en este caso, es en virtud de qué consideraciones algo es hecho público o no. Tal pregunta no puede ser respondida a brochazos –“los funcionarios públicos tienen derechos constitucionales”–, sino que ha de ser respondida con un pincel fino, que permita hacer distinciones y establecer matices, como hace el voto disidente en sus considerandos 20º a 36º. Tampoco puede ser respondida mediante argumentos fácticos, tales como lo hace el Tribunal al observar en su considerando 19º que “hay conversaciones, reuniones, llamados telefónicos, diálogos, órdenes verbales, entre los funcionarios, de los cuales no se lleva registro de ningún tipo” y que, por ello, “nunca serán públicos”. ¿Qué tal si se estableciera la obligación de grabar todas las conversaciones de las autoridades públicas sobre asuntos propios de su cargo? Si bien esto podría ser poco conveniente presupuestariamente, tal problema no constituiría una objeción jurídica al eventual establecimiento de tal obligación.

También resulta difícil comprender por qué el Tribunal considera necesario defender la tesis de que “los correos electrónicos no son necesariamente actos administrativos”. Dar por probada esta afirmación es bastante irrelevante, pues la pretensión de hacer públicos los correos de las autoridades no se funda jurídicamente en que ellos constituyan actos administrativos, sino en que ellos contienen deliberaciones previas a la adopción de una resolución, medida o política”, consisten en un soporte elaborado “con presupuesto público” y corresponden a información que obra “en poder de los órganos de la Administración”. Por cierto, en ese sentido es valorable que el Tribunal proclame que la Constitución “debe interpretarse a la luz del progreso tecnológico”. El problema es que parece no haber sacado la conclusión adecuada de dicha premisa; esto es, que debido a la importancia que en una era de progreso tecnológico y de gobierno electrónico, los correos electrónicos pasan a ser un importante medio de comunicación cuyo escrutinio no debe ser evitado a priori afirmando que “los funcionarios públicos tienen derechos constitucionales”.

Por último, cabe consignar como curiosidad que el Ministro Carmona aprovecha esta sentencia para hacer eco, en el considerando 8º del texto, del ‘nativismo jurídico’ del Justice Antonin Scalia. La crítica de éste a la invocación de jurisprudencia extranjera se hizo famosa mediante sus disidencias en Lawrence v. Texas,[3] donde afirma que “las titularidades constitucionales” no nacen “porque las naciones extranjeras despenalicen una conducta” y que la discusión judicial de “aquellos puntos de vista extranjeros” es “en consecuencia comentario (dicta) sin importancia”; y en Roper v. Simmons,[4] donde lamentó amargamente que en virtud del voto de mayoría de dicha sentencia “los puntos de vista de otros países y de la así llamada comunidad internacional se han tomado el centro del escenario”, y declarando que “la premisa básica del argumento de la Corte –esto es, que el derecho norteamericano debe adecuarse al derecho del resto del mundo– debe ser rechazada de plano”. Así, el Ministro Carmona nos recuerda que “la decisión que se adopte, ha de basarse en nuestro marco constitucional”, y que si “avanzamos o retrocedemos o permanecemos igual respecto de lo que sucede en otros países, en la materia debatida” no es algo que le toque examinar al Tribunal Constitucional, pues si juzgara “en base al estándar de lo que los otros países puedan considerar jurídicamente correcto, dejamos de ser un órgano encargado de velar por la supremacía de nuestra Constitución”.

¿Qué lleva al Ministro Carmona a hacer esta afirmación, que en otras circunstancias habría sido irrelevante de tan obvia que es? ¿Qué hay implícito en ella?; ¿cuál es el argumento al cual ella, callándolo, intenta responder? Una posible respuesta es que, en este caso, el contraste con situaciones similares de otros países dejaría en muy mala posición a la decisión adoptada por el Tribunal Constitucional. Piénsese por ejemplo, sin ir más lejos, en la jurisprudencia de la Corte Suprema norteamericana, que en 1974 ordenó al Presidente Richard Nixon entregar al Juez del Distrito de Columbia John Joseph Sirica las cintas con grabaciones de conversaciones sostenidas por él en diversas localizaciones de la Casa Blanca, en el marco de la investigación judicial sobre el caso Watergate.[5] A la luz de este tipo de precedentes, se entiende que el Estado de Alaska no haya puesto reparos a la entrega de miles de páginas de correos electrónicos enviados y recibidos por la Gobernadora Sarah Palin durante su ejercicio del cargo.[6] En cambio, de haber hecho aplicables a estos casos el criterio expuesto por nuestro Tribunal Constitucional en la sentencia en cuestión, tanto la entrega de las cintas de Nixon como de los correos electrónicos de Palin habría sido imposible. Nice going, pal!


[1] Fernando Muñoz León, “ANEF con SII: ¿Libertad sindical, debido proceso o libertades públicas?”, Ius et Praxis, vol.17 Nº 2 (2011), 537-550.
[2] Gonzalo García Pino y Pablo Contreras Vásquez, “Derecho de acceso a la información en Chile: nueva regulación económica e implicancias para el sector de la defensa nacional”, Estudios Constitucionales, vol. 7 Nº 1 (2009), 137-175.
[3] Lawrence v. Texas, 539 U.S. 558 (2003).
[4] Roper v. Simmons, 543 U.S. 551 (2005).
[5] United States v. Nixon, 418 U.S. 683 (1974).

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