Despostando el sumario sanitario

noviembre 27, 2010

En uno de sus últimos fallos, el Tribunal Constitucional declaró contraria a la Constitución una regla del Código Sanitario que permite arrestar a quien no pague una multa impuesta en un sumario sanitario (Rol 1518, de 21 de octubre de 2010).

Se trata sin duda de un fallo bien intencionado, pero por las consideraciones en que se funda es decepcionante. Si su comprensión es compleja, se debe a que reposa en una asunción apresurada: que el arresto es una sanción. Esta calificación nos parece conceptualmente errónea y el error hubiere podido evitarse sin gran dificultad. Las consecuencias de esta calificación parecen graves para varios aspectos del derecho público.

I. El arresto como pena

Es verdad que la terminología empelada por el texto legal censurado es equívoca (aunque había manera menos radical de enfrentar la equivocidad). La norma dispone:

“Código Sanitario, art. 169. Si transcurrido el plazo señalado en el artículo anterior, el infractor no hubiere pagado la multa, sufrirá, por vía de sustitución y apremio, un día de prisión por cada décimo de unidad tributaria mensual que comprenda dicha multa.

Para llevar a cabo esta medida, el Director del correspondiente Servicio de Salud o del Instituto de Salud Pública de Chile, en su caso, solicitará del Intendente o Gobernador respectivo el auxilio de la fuerza pública, quienes dispondrán sin más trámite la detención del infractor y su ingreso al establecimiento penal respectivo a cuyo efecto librarán la orden correspondiente en conformidad a las reglas generales, dando cuenta de lo obrado a la autoridad sanitaria”
.

La mecánica del texto es bastante simple: si el multado no paga la multa puede ser encarcelado hasta que lo haga, descontándose del monto los días que haya estado privado de libertad (avaluados en forma proporcional a una unidad monetaria).

Sin embargo, al menos dos indicios parecen fuera de lugar en una regulación como esta: se aplica al multado uno o más días de “prisión”, la que debe enfrentar por vía de “sustitución y apremio”. El evidente arcaísmo de la regulación parecería excusable en el contexto de una norma proveniente -en general- de los años 1930, que incluso denomina “sentencia” al acto administrativo que pone término al sumario sanitario (art. 167 y ss.).

El Tribunal no sólo no considera excusable la terminología, sino que no la entiende. O quiere leerla en el sentido más literal y menos sensato posible: “el artículo 169… convierte automáticamente la multa en pena de prisión” (cons. 5 y 30); o sea, entiende que transcurridos 5 días, la multa impaga se reemplaza por una sanción privativa de libertad cuyo nombre –típico de otras sanciones penales privativas de libertad– es prisión.

A veces los jueces se acuerdan de los riesgos del nominalismo (ej.: Tribunal Constitucional, 11 de enero de 2007, Rol Nº 591) y se dejan guiar por la naturaleza de las instituciones más que por las palabras empleadas por el legislador. ¿Prisión es sinónimo de pena de prisión?; en otras palabras ¿privación de libertad es sinónimo de pena privativa de libertad?

La intensidad de la privación de libertad es siempre la misma, independientemente de la forma en que se imponga. La prisión preventiva no es una pena, pero el que no sea una pena no lo hace físicamente más ni menos intensa que una pena de prisión. Lo mismo vale respecto del arresto: físicamente, para el que lo sufre, un día arrestado debe doler tanto como un día condenado… y seguramente también un día secuestrado, pero mejor no seguir Siempre la privación de libertad se representa como un mal, de modo que la materialidad de sus condiciones de aplicación no es un criterio que permita discriminar entre una institución y otra.

La diferencia entre una y otra se traduce en razones de justificación de cada tipo de privación de libertad. Así, el carácter cautelar de la prisión preventiva (en función de la seguridad de la sociedad o el éxito de la investigación penal) es suficiente para justificarla. En cuanto apremio, también tiene justificación, porque persigue forzar a un individuo a dar cumplimiento a una obligación legal.

El voto disidente (cons. 30) explica con detalle las consecuencias que se desprenden de esta distinción conceptual entre un tipo y otro de privaciones de libertad. Más allá de su finalidad divergente y de las diferencias formales que rodean su adopción (la “prisión” del Código Sanitario la impone la autoridad administrativa en un procedimiento administrativo y es por tanto susceptible de los recursos administrativos, con la eventualidad de ser suspendida), hay una nota de irresistibilidad que marca una diferencia crucial entre ambas. “La prisión se debe cumplir por el afectado, sin que pueda hacer nada por evitarla. A diferencia de lo anterior, en el apremio, si éste funciona, se pone término de inmediato a la privación de libertad”. El apremio es siempre provisorio: opera a condición de que el multado no haya pagado la multa, pero sólo mientras no la pague, pudiendo enervarlo en cualquier momento justamente mediante el pago.

¿En qué medida el arresto “sustituye” la multa? Del mismo modo que el tiempo servido en prisión preventiva sirve de abono a la pena, cada día de arresto aplicado conforme al Código Sanitario puede descontarse de la sanción administrativa. Como ésta es de índole pecuniaria (es una multa), el descuento requiere proceder a una monetarización de la libertad, según una fórmula determinada por la ley. Por cierto que esta valorización podría ser discutible, pero en el fallo no hay el menor atisbo de un método abstracto de evaluación de este punto, lo que lleva a pensar que para el Tribunal tal vez sea lícito cuantificar en 0,1 UTM que algunos pierdan un día de aire libre. La “sustitución” no es subrogación; no es tampoco ejecución provisoria como sugiere el fallo; es otra cosa, pero de ello no se sigue que el sacrificio que represente no pueda imputarse al cumplimiento de la sanción que en definitiva corresponda (como una forma de compensación).

Hay un error conceptual en la asimilación del apremio del Código Sanitario a una sanción de tipo penal. Este error explica la conclusión inmediata del fallo, pero son varios los otros puntos en que la sentencia incurre en afirmaciones discutibles.

II. El arresto como apremio ilegítimo

Un argumento importante de la sentencia está en la noción de apremio ilegítimo: el arresto sería en este caso un apremio ilegítimo.

Esa es una interpretación muy extensiva del término; tradicionalmente, la idea de apremio ilegítimo es más reducida, como da cuenta el uso que hace de ella el Código Penal para referir la tortura (referencia que, además, muestra al apremio ilegítimo como algo suplementario a la privación de libertad). Desde luego, no debería descartarse que nuestras convicciones como comunidad política cambien y decidamos algún día que la privación de libertad es per se injusta, excesiva o ilegítima, pero ¿cuán cerca de eso estamos? Sobre todo, ¿está el Tribunal llamado a solemnizar ese cambio de convicciones?

La libertad personal es un valor preciado del hombre. Tradicionalmente ha sido un derecho bien resguardado (como lo muestra, por ejemplo, la antigüedad del habeas corpus en Chile, en comparación con la extensión del amparo de otros derechos fundamentales). Sin embargo, en sí misma no es un valor intocable, y es aventurado inferir de la Constitución una regla que impida pasarla a llevar a todo evento.

Por eso, uno de los aspectos más sorprendentes de la sentencia está en la afirmación de que “toda privación de ella, en forma de pena de prisión, es materia de reserva judicial exclusiva” (cons. 31). ¿Dijo reserva judicial? Lo afirma sin rubor el cons. 18: “la pena de prisión… tampoco puede considerarse ajustada a la Constitución, atendido que el precepto reprochado no establece la intervención de la autoridad judicial que [la] decrete… luego de determinar, conforme al mérito de un proceso, la tipicidad de la conducta, su antijuridicidad y la culpabilidad del sujeto”. ¿De dónde deriva este criterio? En vano se lo buscará en la Constitución misma. Algunos verán aquí un “avance”. Probablemente lo sea en varios ámbitos, pero pensemos con claridad: ¿es un avance político o uno jurídico? El impacto que pueda tener la proclamación de un principio de esta naturaleza es enorme; pienso por de pronto en las dificultades que puede llegar a tener bajo este pretendido principio Gendarmería para disponer el encierro en celda solitaria de los presos indisciplinados. Con razón la Constitución no lo ha establecido; nada obsta a que se lo reconozca en ciertos casos por el legislador… no por el Tribunal Constitucional.

Ahora bien, podría asumirse que el apremio es, del modo que está previsto, irracional por desproporcionado. Este es un aspecto crucial de fallo, pero tampoco está muy bien abordado. La proporcionalidad no ha de medirse necesariamente entre delitos y penas (como hace el fallo en el cons. 28), porque el arresto no es una pena. En cambio, debe evaluarse esta proporcionalidad entre fines y medios o, como dice el fallo: “entre la limitación del derecho fundamental a la libertad y el objetivo constitucionalmente válido que se busca perseguir” (cons 14, citando los roles 519 y 576). En este sentido, es inexacto afirmar que este apremio no tenga límite (como en el cons. 20): cuantitativamente, el arresto es siempre proporcional al monto de la multa, y su límite viene entonces determinado precisamente por la magnitud de ésta, que no es infinita. Cabía más bien fijar un estándar que permitiera apreciar si la libertad de alguien vale 0,1 UTM al día, pero ya se sabe que el Tribunal no entró en esa materia (que seguramente depende de consideraciones de oportunidad).

III. Garantías procedimentales del arresto

¿Hay un problema de debido proceso con esta regla?

Una preocupación que recorre toda la sentencia tiene que ver con la importancia de las formas en un caso como este.

El debido proceso ¿es exigible en las operaciones administrativas? Siempre llama la atención que se invoque la garantía del debido proceso para enfrentar problemas de derecho administrativo, pero poca veces se repara en que esa garantía está pensada para la jurisdicción, el proceso y la sentencia, palabras todas que reconducen sin equívocos al mundo judicial. El debido proceso no es un estándar exigible directamente y sin más de la actuación de la administración, sin perjuicio de que un propósito de racionalidad jurídica también se imponga a la administración, a fin de que las decisiones que ésta adopte (en general como “juez y parte”) estén libres del reparo de arbitrariedad. Por eso, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional sólo impone a la administración este estándar cuando, como ocurre en el ejercicio de facultades sancionatorias, ocupa una posición similar a la del juez.

En un razonamiento bastante confuso, el Tribunal admite que la administración sancionadora está sujeta al debido proceso, para desdecirse a continuación postulando que el debido proceso impide a la administración imponer un apremio (cons. 24 y 25). Si se tratase de una nueva pena, tal vez se comprendería el fallo, exigiéndose un nuevo sumario sanitario o un suplemento de instrucción o simplemente la audiencia del interesado en forma previa a la imposición del apremio. Pero por la naturaleza del apremio no hay tal y entonces la pregunta obligada es determinar cuánta bilateralidad es exigible en estos casos.

Desde luego en los procedimientos administrativos impera un principio de contradictoriedad, pero éste no excluye el carácter inquisitivo predominante en esta clase de procedimientos. No se olvide, por otra parte, que el proceso penal tuvo en Chile hasta hace no mucho tiempo un carácter inquisitivo fuerte, que aunque perfectible, en sí mismo no rompía con la lógica del debido proceso. Como ocurría en otro tiempo con la “detención”, la privación de libertad unilateral e inconsulta de un ciudadano no es, por sí sola, contraria al debido proceso.

La intervención posterior del interesado en el procedimiento administrativo, en este caso, ¿no satisfacía la exigencia de debido proceso? El voto disidente recalca en varios pasajes que en momento alguno la parte requirente invocó la posibilidad de suspender la ejecución de la medida de apremio. En realidad, en la impugnabilidad de la medida y su suspensibilidad están, probablemente, las principales garantías procedimentales. Los requirentes no pidieron la suspensión de la multa ni del apremio. Pero la opinión mayoritaria del fallo acude en su defensa, corrigiendo así el efecto de los errores de su estrategia procedimental.

IV. El autoritarismo del derecho administrativo chileno

La ausencia más sensible del fallo es un análisis sensato del estatuto tradicional del acto administrativo. El fallo desatiende la lógica del derecho administrativo chileno, que se estructura sobre la base de la decisión unilateral de la autoridad como herramienta de acción.

En la tradición chilena, el acto administrativo es una herramienta autoritaria. La Ley de Bases de los procedimientos administrativos sólo vino a confirmar una prolongada línea jurisprudencial y doctrinal que atribuye a la acción administrativa caracteres exorbitantes frente a las herramientas de coordinación tradicionalmente asociadas al derecho privado. Los atributos del acto administrativo (dice la ley mencionada) son una presunción de legalidad, imperio y exigibilidad frente a sus destinatarios, por lo que autorizan su ejecución de oficio por la autoridad administrativa, salvo que se hubiere dispuesto su suspensión. Esto significa que, en cuanto vicaria del interés general, la administración está en una posición estructural que le permite ponerse por encima de los particulares, imponerles sus decisiones e incluso llevarlas a ejecución, sin perjuicio del derecho que a éstos asiste de controvertir lo resuelto en la sede que estimen pertinente.

Por supuesto que hay modelos distintos de administración. Dicen que la esquematización de Dicey sobre el derecho administrativo inglés ya está anticuada, pero varios creen que hay ahí un modelo posible, distinto, menos brutal que el que tradicionalmente ha imperado en Chile. Con todo, jurídicamente (no políticamente), la pregunta no tiene que ver con cuáles otros modelos están disponibles, sino cuál es el chileno.

Y la Constitución no dice casi nada, porque para ella la administración es en buena medida un dato preexistente (esa administración que detenta el Jefe de Estado junto con la función gubernamental – art. 24 –, esa administración cuyas bases generales ni siquiera son abordadas por la Constitución, sino entregadas a una ley orgánica constitucional – art. 38). No digo que la teoría tradicional del acto administrativo tenga rango constitucional ni mucho menos, sino que no es la Constitución quien ha definido los rasgos del derecho administrativo chileno, y esa falta de pronunciamiento sólo puede entenderse como una autonomía del legislador en la materia.

Es por eso que resulta anómalo que sea desautorizada sin más una norma cuyo valor es el propio de una ley, que inequívocamente se pronuncia sobre la modalidad de ejecución de un acto administrativo y que sigue además orientaciones coincidentes con la teoría generalmente admitida en el derecho administrativo chileno. ¿Acaso un acto administrativo no puede ser ejecutado por la misma administración? El desafío histórico del derecho administrativo en este punto ha estado en reconocer legalmente las potestades públicas que permitan llevar adelante la ejecución. La regla mencionada satisfacía esa exigencia.

La garantía del ciudadano frente a la administración, en el diseño clásico que sigue siendo el de nuestro derecho administrativo, está en la revisión de los actos administrativos. Ante los tribunales, esa revisión siempre opera ex post (un control preventivo, como el de la toma de razón por la Contraloría, es una figura sin parangón en otras latitudes). Aquí el Tribunal se entrega a otros excesos verbales. Sostiene que la ejecución de los actos administrativos sancionadores “no puede producirse sino cuando se encuentren ejecutoriadas o firmes, puesto que materializarlas antes significaría privar de todo efecto práctico a una ulterior sentencia favorable” (cons. 8), idea en la que insiste más adelante al señalar que “aunque el reclamo judicial prospere, la eventual sentencia favorable podría devenir enteramente inocua o carente de significación real, al haberse consumado antes y producido todos sus efectos irreversibles esa pena de prisión” (cons. 36). Confieso que no entiendo. ¿No sirve de nada reclamar? ¿No hay medio de hacer primar el derecho en un caso en que se ha consumado una acción ilegal de la administración? ¿No hay medio de obtener el reembolso de una multa ilegal que se pagó innecesariamente (al modo de la repetición del pago de lo no debido)? ¿No hay cómo obtener el resarcimiento de los perjuicios sufridos por un arresto que ex post se revela injusto? Uno esperaría del Tribunal algo más que retórica. O un poquito de consistencia, porque si se trata de evitar la materialización de un daño que puede ser irreversible, que el interesado impugne a tiempo y pida la suspensión del acto, administrativa o judicialmente; exactamente lo contrario de lo que -según informa la disidencia- fue la estrategia de la parte requirente.

Con este fallo el derecho administrativo sancionador aparece cada vez más desdibujado en su especificidad. La formulita de estilo en que se apoya la sentencia – la famosa aplicación matizada de los principios aplicables al ejercicio del ius puniendi estatal – entrega al Tribunal un margen de maniobra que ya se lo quisiera cualquier legislador: ¿cuáles son los matices a que alude? Seguro que el Tribunal no elaborará un catálogo de estos matices, y probablemente no pueda criticárselo por eso, pero lo que parece extraño es que supedite la extensión de los principios de ese ius puniendi al derecho administrativo sancionador, a la condición de dejar de ser derecho administrativo.

Viejos y jóvenes juristas

octubre 12, 2010

Se percibe en este último tiempo una especie de explosión de coloquios, jornadas y congresos destinados a “jóvenes” profesores de derecho. Sé que existen estas reuniones al menos en disciplinas como derecho constitucional, administrativo e internacional público. En algunas de ellas, incluso se hace alusión en la misma convocatoria que la actividad se encuentra destinada solamente a “profesores jóvenes” sin hacer, sin embargo, alusión a cuántos años se requiere tener encima para cumplir con las bases del evento. Es de hecho común hacer algunas bromas cuando llegan estas convocatorias sobre todo respecto de aquellos que tienen edades indeterminadas o de conflictivo encasillamiento.
El éxito de este tipo de reuniones, creo, se da por varias razones:
1. En primer lugar y creo es esta la razón de más frecuente apelación, existe una especie de conciencia en los jóvenes juristas de que los más experimentados no les entregan los espacios necesarios en los cuales ventilar sus inquietudes. De cierta forma este alegato revela una suerte de descontento a la forma como las antiguas reuniones han reaccionado frente a los recién llegados al banquete de la ciencia. En algunos casos, este descontento ha tomado la forma de un cierto divorcio entre padres e hijos académicos mientras que en otros es sólo una suerte de nuevo club de amigos que se forma.
2. En segundo lugar, tiendo a pensar que los jóvenes se sienten más libres en aquellos foros. En efecto, cuando se está entre pares existe un mucho más equitativo aprovisionamiento de armas argumentales que cuando nos enfrentamos a juristas mayores. La cantidad de información y complejidad de ella es similar en personas con iguales o cercanos años de vida. La discusión sobre escenarios pasados o sobre experiencias aprehendidas no es un terreno cómodo para aquellos que recién comienzan el arte de la argumentación jurídica.
3. Es también un hecho de la causa, por otro lado, que los juristas más añosos no son muy dados a soportar discusiones horizontales. Los esquemas verticales en los que han vivido y crecido no resisten mucho a las dinámicas del conflicto argumentativo en los cuales es el peso del razonamiento aislado el que debiera primar. A ello debe sumarse que, de manera especial en nuestro país, a la complejidad del discurso académico se le añaden normalmente calificativos o circunstancias que pretenden sacar la risa fácil del auditorio, denostar al adversario o elevar disputas ficticias. Nada más alejado de la cortesía antigua donde un argumento nefasto era simplemente calificado como “poco feliz”.
4. Un argumento sociológico podría también ingresar a la palestra. La generación de grupos diversos al establishment entrega unidad a un grupo de intereses y fortalece las posiciones de cara a transacciones y disputas con los grupos de poder. La vida de los jóvenes al alero de los padres es siempre más dificultosa en lo que a acceso a poder se refiere. La división, como sucede en muchos de los escenarios de la política, es una buena herramienta para construir nuevos centros de influencia.

Valoro mucho estos nuevos foros. Muchos de ellos son tremendamente interesantes y desafiantes. Sin embargo, tiendo a pensar que este tipo de división perjudica a la larga el diálogo científico. Los jóvenes tenemos tendencia a construir argumentos de racionalidad estática, es decir, que se construyen como elementos de una discusión absoluta y atemporal. Los más experimentados pueden añadir a ello la manera como esos razonamientos han funcionado en la realidad o los precisos contextos en los que se han desarrollado, todo lo cual no puede sino ser integrado en aquellas muestras de racionalidad pura.
Los juristas más añosos, no obstante, también ganan mucho escuchando a los jóvenes aprendices pues aquellas nuevas aproximaciones que pueden perderse en el océano actual de la información llegan a la mesa del diálogo refrescando las discusiones antiguas y mostrando las nuevas preocupaciones de las generaciones que se aproximan.
Los acercamientos entre viejos y nuevos juristas no estarán naturalmente exentos de complicación. Mientras unos deberán abandonar la comodidad del hablar con códigos compartidos, otros deberán desprenderse del sitial de superioridad de tantos años de estudio. Si ambos grupos se comprenden a sí mismos como meros seres que razonan en momentos históricos precisos, el sólo peso del argumento esgrimido podrá recuperar su sitial, olvidando de esta forma si el que lo pronuncia tiene más o menos canas que el que lo recibe.

Conocimento y poder en la cultura jurídica de la Modernidad

octubre 06, 2010

La noción de razonamiento jurídico exhibe una gran atención por parte de la reflexión jurídica contemporánea. Sin embargo, sugiero que en lugar de ella debiéramos acudir a la noción de discurso jurídico. Esta se diferencia de la anterior porque no gira en torno a la premisa de que exista una racionalidad inmanente de lo jurídico. Desde luego, no niega esa posibilidad, sino que mantiene su existencia como lo que es: una pregunta, que debe ser respondida a la luz de los materiales jurídicos disponibles en un área específica. Así, quizás sea posible hablar de la racionalidad inmanente de la jurisprudencia en materia de libertad de expresión norteamericana, o de la racionalidad inmanente de la legislación laboral chilena; pero afirmar la existencia de una racionalidad inmanente a lo jurídico, así sin más, es tratar de hacer pasar por analítico un juicio que no es sino sintético.
La noción de discurso sugiere, acertadamente a mi juicio, que lo jurídico se constituye a partir de un conjunto de aserciones efectivamente formuladas consideradas en su totalidad. El discurso es una totalidad, un horizonte de cosas positivamente establecidas. Al mismo tiempo, todo discurso está constreñido por ciertas reglas, de las cuales adquiere su continuidad. En el caso del discurso jurídico, estas reglas tienen que ver sobre todo con la referencia a ciertos materiales que se consideran vinculantes y con el establecimiento de ciertas autoridades llamadas a aplicar de diversas formas dichos materiales.
La noción de discurso jurídico también apunta a catalogar algunas de las premisas del fenómeno de lo jurídico como pertenecientes a la dimensión de lo cultural. El imperio de la ley, en este sentido, no es sino una expresión cultural, una forma de vida como muchas otras; una cuyo horizonte es prácticamente coextensivo con la Modernidad, pero que –con las características que le adscribimos actualmente al imperio de la ley– no va más allá de los límites históricos y geográficos que le circundan.
Esto nos entrega el marco para entender la afirmación de quien, como Andrés Bello, sostiene que no deben “oírse en el santuario de la justicia otras voces que aquellas que, pronunciadas por la razon ántes de los casos, dieron a los jueces las reglas seguras de su conducta.” Si los jueces pudieran obrar de otra forma “no ya por las leyes se reglarian las decisiones, sino por las particulares opiniones de los magistrados.” Por esto, concluye Bello, el juez es “esclavo de la lei.”
Estas afirmaciones de Bello se sostienen en la premisa de que al obedecer ciegamente a la ley, el juez podrá alcanzar respuestas unívocas que le eviten la necesidad de ejercer su discreción. Esto, si lo tomamos como una teoría descriptiva de la adjudicación y por lo tanto como una condición de posibilidad del razonamiento jurídico es manifiestamente incorrecto.
Sin embargo, también podemos entender las palabras de Bello como un mito fundacional de la cultura jurídica chilena; que da forma en nuestro territorio a una idea-fuerza que durante la Modernidad ha atravesado edades y territorios y que se ha encarnado en la noción de la autonomía del derecho. La autonomía del derecho, como quintaesencia de la cultura jurídica moderna, consiste en una forma específica de entender las relaciones entre conocimiento y poder, entre auctoritas y potestas, entre ciencia jurídica y función judicial. Según esta auténtica estructura de creencias que es la autonomía del derecho, el ejercicio de la adjudicación como función estatal se justifica en la exclusiva capacidad de los profesionales del derecho de resolver contiendas socialmente relevantes en virtud de su entrenamiento teórico y práctico, el cual se estima les permite acceder a respuestas preexistentes y dotadas de una racionalidad propia. No son ellos, por esto, quienes resuelven: ellos son meros oráculos, médiums de una entidad trascendental como lo es la juridicidad.
Ahora, como mito fundacional de la práctica jurídica, el ideal de la autonomía del derecho es insuficiente. Incluso más, sostengo que no da cuenta de la totalidad de la cultura jurídica moderna. Esto, pues en la modernidad la relación entre conocimiento y poder ha tomado otras formas, distintas del elitismo epistémico que recién reseñara. Junto a ello, existen también ideales de servicialidad que ponen sobre los hombros de quienes gozan de algún bien del que los demás carecen la responsabilidad de beneficiar con ello a la sociedad toda. La formulación más prestigiosa de dicho ideal, en la filosofía política contemporánea, es el principio de diferencia de Rawls.
La tensión entre una cultura jurídica de la autonomía y una cultura jurídica de la servicialidad se evidencian con mucho más fuerza en aquella área del derecho que tiene que ver con el autogobierno de la comunidad, el derecho constitucional, puesto que las dinámicas de exclusión e inclusión que desencadenan repercuten sobre asuntos en los cuales la pretensión de experticia de los profesionales del derecho camina sobre suelo menos firme. Ese suelo poco firme, desde luego, puede ser solidificado y la pretensión de experticia y por lo tanto de autonomía verse reforzada. Eso es lo que logran corrientes que bogan por la juridificación de la Constitución, desde el lado que sea; ya sea desde las teorías chilenas de la fuerza normativa de la Constitución asociadas a visiones conservadoras del derecho, o bien desde el neoconstitucionalismo europeo de tendencia más bien liberal.
Las dinámicas de poder/conocimiento y sus consecuencias sobre la inclusividad o exclusividad del discurso público son asunto familiar para la reflexión teórica contemporánea. Paul Piccone y Gary Ulman escribían el 2002 en la revista Telos (aquí puede encontrarse el texto completo) lo siguiente, a propósito de la exclusión de que Carl Schmitt suele ser por parte de la academia liberal:
Thus, whenever otherness appears, it must either be persuaded back into full sameness or else summarily liquidated as evil. Despite all the rhetoric about openness through 'undistorted communication' and interminable dialogue, participation in discussions and deliberations is conditional on the prior acceptance of unchallengeable rules concerning a formal rationality and mode of discourse which automatically exclude all but those intellectuals and professionals fully initiated into the predominant jargon.
Este es un punto que también plantea Iris Marion Young en su libro Justice and the politics of difference y que dice relación con las relaciones entre conocimiento y poder; tema que, a su vez, también cruza la producción foucaultiana.
¿Cómo responde el mundo del derecho, y dentro de aquel el constitucionalismo, a esta interpelación? Ciertamente, la autonomía del derecho como premisa cultural de la práctica jurídica inevitablemente cumple esa función excluyente de modos de discurso 'no-profesionales;' y sin embargo, no es cosa de descartar la autonomía del derecho así como así, pues con ello podemos tirar la guagua por el desagüe, como dirían los norteamericanos. En otros términos, la autonomía del derecho es un componente necesario de toda práctica jurídica que aspire a generar un lenguaje unificador; y por lo tanto la abolición del ideal de la autonomía del derecho en nombre de la inclusión rápidamente cancelaría la posibilidad misma de inclusión.
Por ello creo que la autonomía del derecho, como ideal que explica porqué vivir bajo el imperio del Derecho es bueno, debe ser complementada con el ideal de la capacidad del derecho de responder a la sociedad en que existe; ideal que creo que está inscrito en algunos de los mejores momentos de la práctica jurídica, aquellos en los cuales –tal como con la sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 sobre la necesidad de contar con un tribunal electoral durante el Plebiscito de 1988- el derecho asegura legitimidad social para sí mismo. Una práctica jurídica y constitucional no excluyente debe ser capaz de identificar y visibilizar esta función 'responsiva.'

Río Puelo versus Galletué

octubre 01, 2010

Por el blog del centro de derecho ambiental nos enteramos del fallo dictado en la causa promovida por el Fisco contra Forestal Candelaria de Río Puelo S.A. y Sociedad Piedras Moras S.A. (Corte Suprema, 31 de agosto de 2010, Rol 5027-2008). Se trata de un caso en que se condena a un par de empresas a indemnizar los perjuicios resultantes del daño ambiental que supone la explotación de especies forestales protegidas. Concretamente, una forestal tala, autorizada contractualmente por la propietaria, un número importante de alerces que se estima –a razón de sus tres metros de diámetro– podían tener unos 3000 años de vida. El alerce (fitzroya cupressoides) es una especie rara, típica de la zona norte de la Patagonia, cuya explotación está vedada en Chile por revestir la calidad de “monumento natural”, que le fuera atribuida conforme a las reglas de la Convención de Washington para la protección de la flora, de la fauna y de las bellezas escénicas naturales de los países de América. Según la Convención, a los monumentos naturales se da “protección absoluta”, lo que impide su explotación. El Decreto 490 de 1976, que efectuó esa calificación de monumento natural, manda tener por “inviolable y prohíbese la corta y destrucción del Alerce, salvo autorización expresa, calificada y fundamentada” de la Conaf.

Hasta aquí, la cara “litigiosa” de la Convención de Washington era conocida por haber permitido la indemnización de empresas forestales que, por aplicación de sus reglas, se habían visto privadas de la posibilidad de explotar ciertas especies forestales. La araucaria araucana, en particular, ha dado origen a importantísimas sentencias en este sentido, a partir de la jurisprudencia Galletué (Corte Suprema, 7 de agosto de 1984), que es más o menos el equivalente de la jurisprudencia La Fleurette en el derecho francés. En Galletué, fallo que data de mediados de la década de 1980, la Corte Suprema resolvió que resultaba correcto en equidad indemnizar a una comunidad de propietarios de bosques de araucarias que, por aplicación de un decreto que calificaba a esta especie como monumento natural, se veían privados de la posibilidad de practicar su actividad económica (consistente en la explotación de esos árboles). La interpretación de la jurisprudencia Galletué ha sido ardua. No han faltado quienes han querido justificarla en el valor que la Constitución chilena asigna al derecho de propiedad; de hecho, el fruto mejor conocido de esta jurisprudencia, la sentencia recaída en el caso Lolco (Corte de Apelaciones de Santiago, 21 de noviembre de 2003, no censurada por Corte Suprema, 30 de diciembre de 2004), recurre en diversos párrafos al valor de la propiedad para explicar por qué en este caso se habría provocado a los dueños del predio afectado por la prohibición de explotación un perjuicio anormal y especial, requerido –como en la jurisprudencia La Fleurette- para acoger la indemnización.

La sentencia Río Puelo desmiente que la propiedad sea un concepto determinante para el entendimiento de esta jurisprudencia. El Fisco había ejercido una acción ambiental, tendiente no sólo a la reparación del medio ambiente dañado sino además a la indemnización de los perjuicios provocados por la explotación de una especie que debía mantenerse intacta. Como era esperable, las demandadas se defendieron arguyendo que no había daño, desde que la explotación había supuesto la corta de especies de propiedad privada de su dueña. Este argumento, que logró persuadir a la Corte de Apelaciones, fue rechazado por la Corte Suprema con fundamento en la lógica propia de esta responsabilidad construida en torno a la idea de daño ambiental. Para la Corte, “la pérdida definitiva e irreparable de 25 ejemplares de la especie « alerce », protegido como monumento natural por el Estado de Chile, constituye una disminución de la biomasa o biodiversidad…, que conforma el patrimonio ambiental de la Nación, lo que evidentemente constituye un daño o perjuicio” que habilita al Estado a perseguir una indemnización (cons. 17). La Corte pone así de manifiesto que la noción de daño no puede reducirse a la existencia de un mero derecho de propiedad afectado.

Es interesante destacar la forma en que la Corte Suprema concibe los efectos de la declaración de una especie vegetal como monumento natural. “Equivale a poner la especie en veda permanente”, dice la Corte, pues la declaración lleva consigo una inviolabilidad o protección absoluta, en cuya virtud ningún ejemplar de la especie, dondequiera que se encuentre, puede ser intervenido de modo alguno ni para ningún fin, excepto para realizar investigaciones científicas (cons. 15). Entonces, al ser declarada una especie como monumento natural ésta queda sustraída del comercio jurídico (pasa a ser una cosa incomerciable).

En este punto, el pronunciamiento también es relevante en una dimensión ajena a la del fallo: de aceptar que en sí mismas las restricciones de explotación o aprovechamiento de ciertos bienes fuesen constitutivas de un daño, ¿cómo cuantificarlo? El muy temprano fallo Abalos (Corte Suprema, 10 de diciembre de 1889) ya apuntaba precisamente sobre una circunstancia análoga, pues para determinar el valor de los sandiales destruidos (destrucción que en ese caso perseguía evitar la propagación de una epidemia de cólera que azotaba a la provincia de Aconcagua), más allá del rigor técnico asociado al dictamen de peritos, la Corte Suprema exige que debería atenderse al “provecho que sus dueños pudieran reportar de ellos, teniendo en cuenta las circunstancias de haber estado prohibido el espendio de su fruta hasta el 8 de marzo de 1887”. Como puede apreciarse, resulta muy difícil valorizar el “daño” que supuestamente irroga un acto que provoca la incomerciabilidad de una cosa; desde que la cosa misma carece de valor, resulta contrario a la lógica que el daño se traduzca en la pérdida de valor de la cosa.

Parece que, si fuese necesario identificar un daño relevante para efectos de la responsabilidad, éste habría de situarse más que en el objeto cuya comercialización se suprime, en el efecto que eso conlleva en la persona de su titular. Sin perjuicio de la necesidad de efectuar un análisis más detenido de esta cuestión, me arriesgo a pensar que este efecto equivale en alguna medida a una incapacidad especial de goce. La medida reduce en una proporción relevante los atributos de la personalidad de aquel que tiene cierta titularidad sobre el objeto devenido incomerciable. Mi impresión es que en el fallo Galletué –a diferencia de lo ocurrido en el fallo Lolco– se entendieron correctamente estos conceptos, en la medida que el daño fue individualizado no como la pérdida de la propiedad de los árboles sino más bien como la pérdida del giro de una unidad de negocios que sólo servía para la explotación de la araucaria. Ahora bien, si este análisis se mostrase correcto, por su naturaleza este perjuicio estaría más cerca del daño moral que otra cosa, lo que también debería tener alguna incidencia en su forma de valorización.

Fiestas Patrias ¿algo para celebrar?

septiembre 16, 2010

Este fin de semana se celebran 200 años del nacimiento del proyecto nacional chileno, encarnado simbólicamente en la Junta de Gobierno llevada a cabo el 18 de Septiembre de 1810.¿Es esta una fecha para celebrar?

La respuesta a una pregunta como esta no puede pretender tener el carácter de una verdad ontológica. Cuando estamos hablando de una nación, es decir de una comunidad imaginada al decir de Benedict Anderson, la respuesta yace en el imaginario que cada uno de nosotros suscriba. Para quienes imaginen el proyecto nacional como propio por las razones que sea, hay mucho qué celebrar; para quienes lo imaginen como ajeno, no hay nada qué celebrar.

Es interesante recordar, como escriben Julio Pinto y Verónica Valdivia en “¿Chilenos Todos?”, que el proyecto nacional fue, en un principio un proyecto excluyente y de la élite; la misma élite mercantil santiaguina que según Gabriel Salazar ha mantenido desde entonces la hegemonía por las buenas y por las malas, por la razón y la fuerza, a punta de golpes de Estado –particularmente, en 1829, 1891, y 1973– y la cooptación de proyectos políticos desarrollistas y redistribucionistas –como observa Sofía Correa en “Con las Riendas del Poder” respecto de los gobiernos radicales, como muchos han observado respecto de los gobiernos de la Concertación ya desde 1997–. La fecha del 18 de septiembre de 1810 es muy simbólica en este sentido: ese día unos pocos vecinos recibieron una invitación, mientras la tropa custodiaba la Cañada –actual Alameda– para vigilar que la "poblada" no se acercara al centro de Santiago.

Esto sugiere que hay quienes tienen muchos motivos “objetivos” para celebrar: aquellos a quienes la nación chilena ha beneficiado durante estos 200 años con privilegios y beneficios. Ellos celebran con justo motivo tanto el 11 como el 18 de este mes, y honran la memoria de quien le diera “forma” al Estado dos décadas después de la Primera Junta de Gobierno: Diego Portales, el primer emprendedor-estadista.

Hay muchos otros que también tienen motivos, esta vez “subjetivos”, para celebrar: todos aquellos que se imaginan como parte del cuerpo místico de la Nación, sea que hayan sido o no favorecidos por los beneficios de estos 200 años de vida independiente. Esta es la dimensión más interesante del fenómeno del nacionalismo o patriotismo; aquella que no puede ser explicada desde el interés económico, sino tan sólo desde la antropología o, incluso, desde la religión.

En efecto, como dijo Carl Schmitt, todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. La pregunta es entonces qué sentimientos nos despierta la Nación chilena. Para aquellos que creen, ella es el nódulo en torno al cual se articula su sentido de identidad y de pertenencia. Para quien carezca de fe en la Nación –tal como para quien carezca de fe en la Iglesia, o en la cartomancia, o en el teatro–, sus ritos tan sólo pueden apelar a su sentido del ridículo.

En definitiva, para quien carezca de fe en la Nación chilena, este fin de semana no hay nada qué celebrar; tal como para el ateo, el agnóstico, o el hindú no hay nada que celebrar los domingos. Para todos quienes tengan fe en ella, felices fiestas patrias.

Un caso sobre pérdida de oportunidad

septiembre 15, 2010

A propósito de la reciente visita a Chile del profesor Luis Medina vale la pena llamar la atención sobre una sentencia que, inequívocamente, repara la pérdida de una chance.

En el caso en análisis, la Corte de Apelaciones de Puerto Montt (31 de enero de 2009, Rol N°7-2009) condena a un servicio de salud a indemnizar los perjuicios derivados del retraso incurrido en la comunicación del resultado de una muestra de sangre tomada a un donante, impidiéndole conocer oportunamente su condición de portador del virus VIH.

Según el fallo, “la demandada incurrió en falta de servicio, pues en la atención del actor se omitieron los actos que diligentemente debieron hacerse para agotar la comunicación del resultado de la muestra de sangre tomada cuando aquel concurrió a donar sangre, lo que habría permitido una atención e ingreso al programa de control del Sida con la anticipación necesaria para evitar una mayor progresión del estado en que se inició el tratamiento y la afectación psicológica que se ha producido en el actor” (cons. 6).

Los defectos de información configuran, en general, hipótesis típicas de casos que originan un perjuicio limitado, que puede evaluarse en términos objetivos por medio de la idea de una pérdida de oportunidad. En el terreno de la responsabilidad hospitalaria, dar a conocer el diagnóstico de una enfermedad permite al paciente ejercer alguna incidencia sobre el curso de acción a seguir; inversamente, el daño que se provocaría en caso de no entregar ese diagnóstico o entregar uno distinto no puede ser equiparado al daño que supone en sí misma la enfermedad de que se trate. Si algo debe repararse en este caso es sólo la frustración de la posibilidad de haber adoptado un curso de acción distinto frente a la enfermedad. Aunque no puede darse por establecida una relación de causalidad entre el hecho dañoso y la enfermedad, sí puede configurársela con respecto a esa oportunidad perdida, cuya valorización deberá efectuar el juez (normalmente, con auxilio de peritos).

Tal vez la técnica pueda ser extrapolada, con matices, a otros terrenos en que están en juego deberes de informar. Los jueces saben –de otro modo no insistirían tanto en este punto– que muchos de los accidentes de vialidad podrían haberse evitado de contarse con una señalización adecuada de los riesgos del camino.

Aquí la Corte dice estar consciente de que “el servicio demandado no ha tenido incidencia alguna en el hecho de que el demandante contrajere la enfermedad, y el hecho que a pesar de la tardía comunicación, se le han efectuado los tratamientos que mantiene estable su carga viral y asintomático” (cons. 10). No obstante, “la detección precoz del Sida hubiere sido más beneficioso para la salud y condiciones físicas del demandante, ya que lo habría enfrentado a un menor porcentaje de mortalidad de su enfermedad, al menos mejorando su pronóstico, por el contrario al ser informado estaba en la etapa más avanzada de la enfermedad” (cons. 9). Se aprecian en este razonamiento los caracteres propios de la reparación de la pérdida de la oportunidad: la información oportuna no le habría librado del sida, pero al menos habría podido mejorar su pronóstico.

En un aspecto, sin embargo, la aplicación de la teoría parece poco rigurosa. Normalmente la determinación de la pérdida de la chance persigue acotar la indemnización de los perjuicios materiales. El principal desafío que despierta la noción de pérdida de la chance está en su valorización, para la cual deberían descubrirse modelos analíticos que permitan ponderar con razonable certeza la dimensión de lo perdido. ¿Cuánto tiempo se malgastó en la detección del sida?, ¿cuánto progresó la enfermedad en ese tiempo?, ¿estaba al alcance del enfermo algún tratamiento que evitase una evolución violenta?, ¿de haberlo tomado, su efecto hubiere tenido impacto sobre el estado de salud de la víctima? En este caso la Corte utiliza este método como técnica de valoración del daño moral, lo que en el contexto del derecho chileno es bien poco decir. Desde luego, uno queda con la sensación de que la Corte actuó con cierta magnanimidad al reducir prudencialmente una indemnización que en otras condiciones hubiere sido más importante. Pero el problema de la lotería del daño moral no parece poderse resolver sólo con la prudencia del juez; al contrario, ahí está, probablemente, su raíz.

¿Invalidación de reglamentos?

septiembre 06, 2010

En el dictamen N° 39.979, de 19 de julio de 2010, la Contraloría ha dicho que las reglas sobre invalidación, en cuanto manifestaciones más genéricas del principio de impugnabilidad de los actos administrativos, se aplican sin consideración al carácter singular o general del objeto del acto; entonces, un reglamento (acto administrativo que define reglas de general aplicación) puede ser invalidado al igual que cualquier otro acto administrativo. En sus propias palabras, el pronunciamiento señala:

Establecido que los reglamentos que dicta el Presidente de la República revisten el carácter de actos administrativos, a los que resulta aplicable, por ende, el principio de impugnabilidad, y en lo que se refiere a la posibilidad de requerir la invalidación de tales declaraciones de voluntad, cabe señalar que no obsta a tal conclusión la circunstancia que el artículo 53 de la ley N° 19.880 establezca que la autoridad administrativa podrá invalidar los actos contrarios a derecho "previa audiencia del interesado", puesto que dicho precepto se limita a regular el procedimiento invalidatorio en un aspecto que, por su naturaleza, no es aplicable a los actos administrativos que contengan normas de general aplicación, sin que de ello se pueda deducir que tales actos no pueden ser impugnados, ante la misma autoridad que los dictó, por ser contrarios a derecho.

La doctrina es en general reacia a admitir la conclusión que comento aquí.

Desde luego, los reglamentos no gozan de un régimen de excepción en cuanto toca al principio de impugnabilidad. Antes bien, es posible pensar que en sede judicial esta clase de actos administrativos está sujeta a mayores riesgos de contestación, pues (dado su carácter general) la legitimación activa para requerir su anulación se extiende, genéricamente también, a cuantos pudieren tener interés en hacerlo (así lo muestra, al parecer, el reclamo de ilegalidad municipal).

Ahora bien, el dictamen comentado asume que la invalidación es una especie de vía de impugnación y, como tal, extensible igualmente a los reglamentos. ¿Es correcta esta asunción? La invalidación (LBPA, art. 53) no se cuenta entre los recursos administrativos reconocidos en la experiencia chilena (art. 15). La relación entre recursos administrativos e invalidación es distinta: si conociendo de un recurso la administración detecta que un vicio de ilegalidad afecta a un acto administrativo, puede invalidarlo… pero lo mismo podría ocurrir si el vicio llega a su conocimiento por otra vía, incluso mediante una petición atípica, lo cual puede ser frecuente si se toma en cuenta el estado de firmeza (“cosa juzgada administrativa” le llamaban antes) que pueden alcanzar los actos administrativos (art. 60). Tal vez haya que pensar distinto el día en que la jurisprudencia dé por establecida una auténtica obligación de invalidar los actos ilegales, si un interesado así lo requiere fuera del plazo para recurrir; entiendo que ese día no ha llegado.

Más allá de las bifurcaciones del laberinto procedimental, la invalidación del reglamento es problemática por la naturaleza misma de este tipo de acto. En cuanto acto normativo de alcance general, el reglamento está destinado a aplicarse por intermedio de otros actos en una serie de casos más o menos indefinida o indeterminable a priori. Por eso, la anulación del reglamento puede conllevar una alteración más o menos radical de los actos que concreticen esas normas generales. Entonces, como la invalidación supone el reconocimiento de la invalidez jurídica del acto que se trata de invalidar (su “nulidad de derecho público”, diríamos en Chile), su declaración tiene en principio alcance retroactivo y fragiliza los efectos singulares que se hayan podido producir gracias al reglamento.

En ese escrúpulo de seguridad jurídica reside la tradicional preocupación de la doctrina por la invalidación del reglamento. Debe tenerse presente que es por consideraciones análogas que la nulidad de la ley (su declaración de “inconstitucionalidad”, conforme al régimen puesto en práctica desde la Ley 20.050) produce efectos derogatorios y no retroactivos, es decir opera ex nunc y no ex tunc. Paradójicamente, ha sido la misma Contraloría la principal promotora de la mirada reticente que –por consideraciones de seguridad jurídica– por años el derecho chileno tuvo hacia la invalidación. En circunstancias que las solicitudes que han dado origen a este problema tenían por objeto (alternativamente, cabe pensar a falta de precisión contraria) “la invalidación o derogación” de un precepto reglamentario, llama la atención que la Contraloría no matice sus conclusiones de un modo menos perturbador para el sistema del derecho administrativo.

Sobre el incidente “Barrancones”

agosto 29, 2010

Días atrás un estudiante me sorprendió con una pregunta acerca de la conducta observada por el Presidente de la República al “zanjar” la disputa instalada en torno a la aprobación del estudio ambiental presentado para que una central termoeléctrica pudiese operar en cercanías de una reserva ecológica. Con la urgencia de la noticia (que acababa de ocurrir) no supe demasiado qué decir: sobre todo porque a inicios del único semestre de duración de mi curso de derecho administrativo general, la regularidad formal típica del derecho administrativo en un Estado de Derecho es el principal mensaje que uno intenta inocular en los estudiantes. Simplemente, resultaba anómalo que el Presidente de la República se inmiscuyera en la decisión de un cuerpo colegiado que, en cuanto órgano dotado de poder de decisión, es soberano para resolver del modo que estime adecuado (más todavía en materia ambiental, atendido el diseño institucional del sistema de evaluación de impacto ambiental, tan fuertemente dependiente de consideraciones de oportunidad). En su aspecto técnico jurídico, la cuestión suscitada por la intervención del Presidente se limita a saber si, en el caso concreto del permiso ambiental, esta autoridad ejerce un control jerárquico sobre la Comisión regional del Medio Ambiente. Como no la tiene, la intervención del Presidente se entiende entonces como una gestión puramente de hecho.

Es sobre esta conclusión que abundan hoy diversas opiniones en la prensa, críticas de la forma en que el asunto habría quedado resuelto. Carlos Peña la estima simplemente inadmisible. Sugerentemente, Jorge Correa intitula su carta al Mercurio “El peor estilo de gobernar”. Suma y sigue.

No sé si quepa escandalizarse tanto. Más allá del impacto que la gestión del Presidente tenga en la opinión pública o en la prensa (y aunque no puede descartarse que ese impacto haya sido la principal motivación de esta maniobra), parece bastante evidente que de esta manera se ha conseguido frenar a tiempo una grave alteración de ecosistemas protegidos, aspecto que naturalmente integra la ecuación que define al interés general. El argumento esperable de la industria pondrá el acento en que de todas formas una central térmica contamina, y luego que el desarrollo supone que el hombre se apropie del entorno y lo transforme; pero no debe pasarse por alto que aquí se ha intentado mantener invulnerable es un área silvestre protegida y, como ha apuntado Luis Cordero, en esas circunstancias el riesgo de un daño irreparable no puede correrse con ligereza.

Más allá de la falta de elegancia con que concluye (porque puede asumirse que al Presidente no corría gran riesgo político al instruir oportunamente al Intendente y los Gobernadores -“representantes naturales e inmediatos” suyos- que votasen contra el proyecto), este incidente revela la precariedad del régimen de permisos ambientales. La intervención del Presidente hay que entenderla como una señal de alarma ante la falta de sensibilidad que el régimen de evaluación de impacto ambiental puede tener frente a la preservación ambiental de sitios protegidos. Uno esperaría que este tipo de consideraciones respondiese por antonomasia a la idea de impacto ambiental. Al parecer, el sistema está evaluando los proyectos en sí mismos, sin prestar atención circunstanciada al contexto en que el proyecto interviene.

El ordenamiento instituye perímetros de protección para diversas áreas – naturales o destinadas a instalaciones de infraestructura (termas, líneas ferroviarias, etc.). En sí misma, un área destinada a reserva nacional y a reserva marina conlleva un nivel determinado de protección, pero ese grado de protección no supone por sí solo exclusión absoluta de labores extractivas, industriales o de otra índole que puedan instalarse en sus inmediaciones. El paso siguiente, aparentemente, está en reforzar estos perímetros de protección integrándolos en instrumentos racionales de planificación, análogos a los que existen para la ordenación de las ciudades. Esa solución también contribuye a brindar seguridad jurídica, ese bien que tantos echan de menos en estos días.

Crónica VII Jornadas de Derecho administrativo

agosto 25, 2010

Entre los días 19 y 20 de agosto del presente año, se han realizado las VII Jornadas de Derecho administrativo. Estas han tenido como eje temático las “Actuales tendencias del Derecho administrativo especial”. Este año la organización de las Jornadas estuvo a cargo de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Atacama y se desarrollaron en el Salón de Juicio Oral de dicha Facultad.

El objetivo de estas VII Jornadas de Derecho administrativo fue concitar el estudio y reflexión que genera la impronta de un Derecho administrativo especial, versus el Derecho administrativo general o la norma que sirve de estructura básica.

De esta manera las Jornadas se estructuraron en tres módulos de temas. El primero, denominado “Contenido y características del Derecho administrativo especial”, intervinieron con sus ponencias los siguientes profesores: Eduardo Cordero Quinzacara (Universidad Católica de Valparaiso), “Mercados regulados y el régimen del transporte público de pasajeros. De la actividad de policía a la configuración de un servicio público”; Juan Carlos Flores Rivas (Universidad de Los Andes) “Consideraciones Generales del Fomento Administrativo en la Ley de Concesiones de Obra Pública”, y; Santiago Montt O. y Luis Cordero V. (Universidad de Chile) con “Una visión renovada del Derecho administrativo sancionador”.

En el segundo módulo “Los contenciosos administrativos especiales”, participaron los profesores: Miguel Angel Reyes Pobrete (Universidad Arcis), “Necesidad de Reglas Claras: Reiterando la necesidad de procedimiento contencioso de aplicación general en el contexto de las actuales reformas procesales en Chile y Latinoamérica”; Alejandro Vergara B. (P. Universidad Católica de Chile) “Modelo mixto del contencioso administrativo chileno”; Raúl Letelier W. (Universidad Alberto Hurtado) “El Estado ante el Tribunal de la Libre competencia”; Julia Poblete Vinaixa (Universidad de Concepción) “Modificaciones al contrato de Concesión de Obra Pública: Ley 20.140 Comisión arbitral, panel de expertos y consejo de concesiones”; Francisco Pinilla Rodríguez (Universidad de Atacama) “Características del nuevo contencioso ambiental”, y; Juan Carlos Ferrada Bórquez (Universidad de Valparaíso) “Los procesos administrativos en el derecho chileno: principios y características generales”.

En el tercero, “Órganos administrativos especiales y regulación especial, fue representado por los profesores: Manuel Núñez P. (Universidad Católica del Norte) “La Administración y la promoción y protección de los derechos humanos. Organización del Instituto Nacional de Derechos Humanos”; José Miguel Valdivia (Universidad Adolfo Ibáñez) “El Derecho administrativo de las empresas estatales”; Cristian Román Cordero (Universidad de Chile) “Ley de bosque nativo y CONAF”, y; Enrique Rajevic M. (Universidad Alberto Hurtado) “El Código del Trabajo como estatuto del empleo público: Luces y sombras”.

La actividad contó con la participación de abogados provenientes del ejercicio libre como de distintas instituciones públicas.

Mineros, sociedad del riesgo, y responsabilidad extracontractual

agosto 23, 2010

La reciente desgracia de que fueron objeto los 33 mineros en la mina San José y su posterior encuentro con vida debieran poner en la mira las situaciones de riesgo que abundan en nuestro entorno social. Para hacer frente a este problema, el derecho dispone como herramienta de la responsabilidad por daños o responsabilidad extracontractual; y una eventual discusión social sobre la necesidad de recalibrar los riesgos a que nos expone la vida moderna requiere que repensemos la vigencia y efectividad de nuestras respuestas actuales en materia de derecho de daños.

¿Está nuestro derecho a la altura de los desafíos actuales? Si partimos de la base que la sociedad espera del ordenamiento jurídico soluciones predictibles y eficientes a sus problemas, la respuesta es probablemente que no. En Chile, la regulación en materia de responsabilidad extracontractual queda principalmente en manos de los jueces, dado que la legislación supletoria aplicable –los artículos 1437, 2284, y 2314 del Código Civil– determina en términos muy amplios los elementos jurídicos que dan origen a la indemnización por daños. A su vez, la falta de criterios jurisprudenciales uniformes, producto quizás de la ausencia de un sistema de precedentes y del mal uso de la casación en el fondo, mantiene la incertidumbre respecto de los elementos normativos que configuran la responsabilidad y los montos a los cuales las víctimas están autorizadas. Ello lleva a que su estabilidad interpretativa sea generada por la dogmática jurídica, usualmente inspirada en la doctrina alemana o francesa de fines del siglo XIX o principios del siglo XX; en otros términos, en épocas y lugares muy distintos de nuestra realidad.

El problema se agrava por la existencia de riesgos mucho más cercanos que los que plantea el derrumbe de una mina. La nuestra es, indudablemente, una sociedad de riesgos; muchos de los cuales son evitables. Un ejemplo es la práctica de muchos supermercados de transportar carros en las mismas escaleras mecánicas por la que transitan sus clientes, exponiendo a sus mismos clientes a caídas y accidentes por una mínima negligencia de quienes transportan dichos carros. Si, tal como en es la tendencia en Estados Unidos, ese tipo de riesgos cotidianos habrán de solucionarse mediante indemnizaciones ejemplares concedidas por jueces, es cosa que aún queda por verse. Lo que está claro es que el derecho de daños es una herramienta que aumentará su utilidad en el futuro próximo para responder a los riesgos que nos rodean.

¿Tiene competencia el Consejo para la Transparencia para fiscalizar a empresas públicas?

agosto 22, 2010

Esta cuestión se está discutiendo en varios foros.

Para las empresas, la información es una ventaja competitiva especialmente valiosa. A modo de ejemplo, mantener en reserva el salario de sus principales ejecutivos evita el riesgo de que la competencia los atraiga con ofertas más interesantes. Se explica así por qué algunas de ellas hayan desplegado una agresiva estrategia judicial tendiente a evitar un incremento en los estándares de transparencia. Por ser públicas, las empresas públicas están sujetas a ciertos imperativos de transparencia activa (en las condiciones muy particulares que describe el artículo décimo –en ordinal– de la ley 20.285). ¿Están también sujetas al control que incumbe al Consejo para la Transparencia sobre, en general, los servicios públicos?

Mientras el Consejo se ha estimado competente, desatando impugnaciones judiciales que han sido llevadas incluso ante el Tribunal Constitucional, la Contraloría resolvió pocos días atrás que, por el contrario, el Consejo carece de tal competencia, pues los textos legales no se la atribuyeron en forma expresa como era necesario para resultar vinculante para las empresas públicas (Dictamen N° 44.462, de 5 de agosto de 2010).

Atendida otra importante innovación reciente de la jurisprudencia administrativa, esta solución podría ser extensible incluso a organismos no empresariales, configurados siguiendo las formas del derecho privado (p. ej., corporaciones), en que el Estado tiene preeminencia gracias a sus aportes monetarios. Entre otras, está en juego el estatuto de CIMM, Sercotec o Cirén (a pesar de lo que ésta piense). Así lo exigen, afirma Contraloría con una fórmula algo enigmática, “los principios básicos de gestión propios del derecho público, uno de los cuales es, precisamente, el de la transparencia”.

Derechos sociales... moi?

agosto 15, 2010

El Tribunal Constitucional ha publicado el 6 de agosto su sentencia en la causa rol Nº 1710/2010, anunciando que el mecanismo de tablas de riesgo contemplado en el Artículo 38 ter de la Ley N° 18.933 o Ley de Isapres es inconstitucional. El Tribunal produjo una decisión compleja, caracterizada por la ‘virtud’ de avanzar sin ir ni tan lejos, declarando la existencia de derechos sociales sin tomarse la molestia de implementarlos y pasándole la pelota a los órganos colegisladores. Este resultado se presta fácilmente a la caricatura; sin embargo, quisiera sugerir que la sentencia debiera ser objeto de una valoración matizada que tome en cuenta el rol que los tribunales deben tener en el proceso político, tanto en términos de guiar el proceso como en cuanto a su capacidad de definir los términos de la discusión. Por esto, en mi opinión, debiéramos valorar la entrega de la determinación de las tablas de riesgo al proceso legislativo; así como debiéramos valorar la declaración por parte del Tribunal Constitucional de unos derechos sociales que hasta el 5 de agosto no formaban parte del discurso constitucional chileno.

El primer aspecto a considerar es la entrega del Tribunal de la determinación de los límites legales de las tablas de riesgo al legislador en lugar de haber resuelto por sí mismo el asunto. El Tribunal determinó en su sentencia que “la determinación de la estructura de las tablas de factores y la fijación de los factores de cada una de ellas deberán ajustarse a lo que establezcan, en uso de sus facultades, los órganos colegisladores para dar cumplimiento a lo resuelto en este fallo” (Considerando 163º). Con esto, el Tribunal optó por no resolver el asunto sino abrir paso al proceso deliberativo y democrático expresado en la tramitación de un proyecto de ley. Esta estrategia es consistente aquellas teorías constitucionales que observan el déficit democrático o dificultad contra-mayoritaria de la toma de importantes decisiones de política pública por parte de tribunales carentes de legitimidad democrática o de una composición representativa de las diversas sensibilidades políticas de una sociedad. En ese sentido, la decisión del Tribunal corresponde a lo que Cass Sunstein ha denominado minimalismo; es decir, la capacidad de decidir lo menos posible, dejando el máximo para el proceso político. Esto no significa que el Tribunal renuncie con ello a intervenir en el proceso; es más, quizás le permita influir de una manera más efectiva al darle la posibilidad de definir los términos de la discusión y las preguntas que el proceso político deberá responder.

Es por esto que se vuelve de sumo interés el hecho de que esta decisión constituye el primer proceso significativo de adjudicación constitucional en que el gobierno de Sebastián Piñera ha tomado parte. Según la Constitución, las leyes que regulen el ejercicio del derecho a la seguridad social serán de quórum calificado; su tramitación sólo podrá iniciarse mediante la presentación de un proyecto por parte del Presidente; y no podrán ser objeto de delegación para que el Ejecutivo las reglamente a través de Decretos con Fuerza de Ley. En otras palabras, la iniciativa corresponde al Presidente, pero éste no podrá saltarse la participación del Congreso y además deberá obtener una mayoría de lo senadores y diputados en ejercicio para legislar al respecto. ¿Qué podemos esperar por parte del eventual proyecto de ley del Ejecutivo? La propia participación de la Presidencia en el proceso de adjudicación constitucional en discusión nos permite saber qué perspectiva adoptará. Según la sentencia del Tribunal, en esta instancia el Ejecutivo afirmó que “buscar una igualdad absoluta, independientemente del sexo o de la edad de las personas, sería prudente sólo respecto de materias como la dignidad o dentro de lo que el mismo Presidente de la República denomina como un ‘mínimo ético común’.” En una “sociedad democrática fundada en la iniciativa individual y en un Estado subsidiario”, afirmó la Presidencia, sería imposible desconocer “las particularidades de cada individuo, las cuales, sin duda, pueden surgir de su sexo o de su edad”. Estas afirmaciones, ciertamente, son preocupantes para quienes adopten la perspectiva de la expansión de garantías sociales a como una forma de crear una sociedad más igualitaria y digna y debieran alertar a los parlamentarios que se identifiquen con esta visión.

La mención del Estado subsidiario por parte de la Presidencia nos remite al segundo aspecto en cuestión: la reformulación de la discusión sobre derechos en el plano del discurso constitucional chileno. Tras tres décadas en que aquel ha hablado de la subsidiariedad del Estado como una clave para hablar de la disminución del Estado, el Tribunal Constitucional por primera vez ha introducido en la discusión la noción de derechos sociales.

Es necesario contextualizar este asunto para apreciar en toda su magnitud la novedad de esta declaración. El Considerando 90º de la sentencia invoca una serie de clasificaciones de los derechos contenidos en la Constitución (igualdades y libertades; garantías y derechos; derechos políticos, económicos, sociales, y culturales; derechos subjetivos y derechos integrantes del orden constitucional objetivo; derechos fundamentales y derechos patrimoniales), sin mencionar la única clasificación de la cual se puede decir que efectivamente estructura la arquitectura de derechos constitucionales contenida en el Artículo 19 de la Constitución. Me refiero a la distinción que Jaime Guzmán hacía entre derechos propiamente tales y derechos por extensión o por analogía (es decir, derechos y no-derechos). Según Guzmán, tal como podemos leer en los apuntes de sus clases publicados por Gonzalo Rojas, los derechos propiamente tales son aquellos cuya vigencia depende de la remoción de un obstáculo por parte del juez mientras que los derechos por extensión o analogía dependen del desembolso de recursos por parte del Estado. Así, el derecho de propiedad o la libertad de empresa corresponden a los primeros, mientras que el derecho al trabajo y el derecho a la educación –es decir, los llamados derechos sociales– corresponden a los segundos. Esta distinción está recogida en el Artículo 20 de la Constitución, que entrega la protección del recurso de protección a la primera categoría de derechos mientras que se la niega a los segundos. No diré que esta distinción es falsa (porque, mal que mal, ¿quien es uno para andar por ahí diciendo cuales cosas son falsas y cuales no?), pero sí al menos que es fácilmente deconstruible desde el momento que la vigencia efectiva del más individualista derecho de propiedad, como nos lo recordaron los saqueos post-terremoto, dependen de la presencia del aparato estatal y por lo tanto de un despliegue de sus recursos. La distinción de Guzmán apunta más bien a otra cosa: a reducir el tamaño del Estado-Administración, el cual el constitucionalismo chileno considera, junto con Reagan, parte del problema antes que de la solución. Expresión de esto ha sido la noción de la subsidiariedad del Estado, extraída de la filosofía católica y que Guzmán y sus seguidores han reinterpretado como una afirmación de la primacía casi insuperable de la sociedad civil –esto es, de las fuerzas del mercado– por sobre toda acción reguladora o directamente interventora del Estado.

En lugar de este discurso de derechos por extensión y del Estado subsidiario, el Tribunal invocó repetidamente en su sentencia la noción de “los principales derechos sociales que la Constitución asegura a todas las personas”, los cuales reciben su configuración “a partir de la posibilidad de acceder a una determinada prestación” (Considerando 114º). El Tribunal nos recuerda que para garantizar “el acceso a dichas prestaciones”, la Constitución le asigna “roles al Estado y a los particulares”, cosa que el constitucionalismo de raíz guzmaniana tiende a olvidar constantemente. Aún más, el Tribunal declaró que “de la vigencia de los números 1, 2, 3 y 4 del inciso tercero del artículo 38 ter citado, se desprende una situación contraria a los principios de solidaridad y de equidad que informan no sólo la seguridad social, sino todo el conjunto de derechos fundamentales sociales garantizados en nuestra Constitución, lo que exige de esta Magistratura declararlos como contrarios a ella” (Considerando 161º). Lo cierto es que, hasta la publicación de esta sentencia, habría sido muy difícil hablar con propiedad del “conjunto de derechos fundamentales sociales garantizados en nuestra Constitución” ya que caben serias dudas de si nuestra Constitución garantiza algún conjunto de derechos fundamentales sociales. El Tribunal, desde luego, tiene la autoridad interpretativa para hacer realidad esta interpretación operando no sólo sobre la interpretación constitucional sino también sobre el discurso público. Esto crea la oportunidad para los sectores progresistas de estructurar el debate público y la discusión legislativa a la luz de esta declaración del Tribunal Constitucional. Si bien es de esperar que el Ejecutivo insista en apelar al Estado subsidiario, depende de los sectores progresistas no dejar pasar la oportunidad discursiva y por lo tanto política que el Tribunal les ha abierto.

Para concluir, es importante que destaquemos que en esta sentencia el Tribunal se apartó del sentido con que había usado su potestad para declarar preceptos legales inconstitucionales, eliminándolos del sistema jurídico. Sólo en tres ocasiones había ejercido esta atribución, en una de ellas a petición de diversos contribuyentes para eliminar los jueces tributarios de primera instancia dependientes del Servicio de Impuestos Internos; y en otra, a petición del Colegio de Abogados para librar a los abogados de la obligación de entregar atención profesional gratuita a quienes no pudieran contratar un abogado. El sentido de “clase” de estos pronunciamientos del Tribunal parecieran confirmar la tesis enarbolada por Eduardo Novoa en los años 60’ en el sentido de que la administración de justicia en Chile favorece únicamente a los sectores más acomodados. En esta oportunidad, sin embargo, el Tribunal cuestionó un asunto –la tabla de riesgo– que perjudica directamente a los sectores más vulnerables económicamente de entre los contribuyentes de las Isapres, lo cual merece al menos una mínima valoración por nuestra parte.

En resumidas cuentas, el Tribunal Constitucional no le solucionó los problemas a los usuarios del sistema de Isapres. Sin embargo, no es ese su rol; y si el Tribunal entendiera que su papel es zanjar los problemas públicos mediante sus sentencias, minaría su propio prestigio y por lo tanto su capacidad de influenciar. El Tribunal sí dio inicio a un debate político y legislativo, y le dio como marco la noción de derechos fundamentales sociales; dos contribuciones que debieran ser bienvenidas por quienes creen al mismo tiempo en la importancia del proceso político democrático y en la necesidad de avanzar hacia una sociedad de garantías, más igualitaria y digna.

Procede la casación en la forma contra esta sentencia del TC. Por falta de motivación.

julio 06, 2010

El Tribunal Constitucional ha resuelto, en el rol 1373-09, declarar inaplicable el inciso antepenúltimo del artículo 768 del Código de Procedimiento Civil. Dicha norma se enmarca en la regulación que ese código da al recurso de casación. Luego de regular las causales por la que procede esta forma de impugnación, se establece que en los litigios regidos por leyes especiales la casación en la forma no procederá por todas las causales. Se descarta, en efecto, la causal 5ª, esto es, que la sentencia haya sido “pronunciada con omisión de cualquiera de los requisitos enumerados en el artículo 170”. Como se sabe esa es la norma que enumera los requisitos de la sentencia definitiva, de entre los cuales el más importante podría ser el número 4° que obliga a consignar “las consideraciones de hecho o de derecho que sirven de fundamento a la sentencia”, es decir, la fundamentación del fallo.
El razonamiento seguido por el tribunal para declarar inaplicable aquel inciso comienza mostrando que nuestro ordenamiento obliga a los jueces a fundamentar sus sentencias. Varias páginas del fallo se dedican a justificar esto, sobre lo que, creo, nadie duda. Sentencias de la Corte Suprema, argumentos filosófico-jurídicos, Michele Taruffo y otros autores son traídos a las consideraciones del fallo del TC para justificar lo necesario que es la fundamentación de las sentencias. “La motivación de la sentencia es connatural a la jurisdicción y fundamento indispensable para su ejercicio” dice el TC.
Asentada esa necesidad viene el primer paso en la deficiente fundamentación del TC. “La transgresión del citado deber – dice la sentencia – se produce tanto si el juez no funda la sentencia, como –al contrario de lo que ha sostenido la requerida en estrados – si se impide la impugnación, por ese capítulo, del fallo que omite su adecuada motivación. El resultado es el mismo – vulneración del derecho-, producido en este caso por la falta del instrumento que corrija el vicio”. En resumen, hay siempre una infracción al deber de fundamentar si es que no existe un mecanismo, o existe uno pero muy restringido, que permita impugnar aquella decisión no fundamentada.
Luego de ello, el TC debe avanzar hacia la constituzionalización del problema. La motivación, dice el fallo, “es inherente al derecho a la acción y, por ende, a la concreción de la tutela judicial efectiva; elementos propios de las garantías de un procedimiento racional y justo, cuya ausencia o limitación vulnera la exigencia constitucional y autoriza declarar la inaplicabilidad del precepto objetado”. Aquí ya tenemos el asunto cocinado. Se ha dicho lo necesaria que es la fundamentación, necesidad garantizada por la propia constitución y la falta de ella cuando no hay un instrumento de impugnación como es en este caso. Por ello, la inaplicabilidad debe ser acogida.

Algunos comentarios:
1. El razonamiento del voto de mayoría es excesivamente simplista. Avanza de premisa en premisa con una argumentación que esconde voluntariamente la complejidad de la interpretación del ordenamiento jurídico. Este simplismo es indignante y aquel afán en esconder las aristas conflictivas de los casos provoca en los lectores (auditorio universal de esas sentencias) una fácil indigestión.
2. El voto de mayoría cae en el vicio de un “puritanismo constitucional” mediante el cual el TC, en tanto supuesto sabedor de la correcta interpretación de nuestro acuerdo constitucional, juzga las normas legales sin ninguna deferencia y ni siquiera le preocupa las razones que tuvo y tiene el sistema jurídico para tener una determinada ley. Su horizonte es solamente un conjunto de premisas constitucionales autoconstruidas que parece configurar el mundo desde el cual ve los “otros mundos”.
No se miran (y con ello se desprecian) las razones de la ley, las intenciones del legislador, el momento social que se vive, los recursos económicos que pueden gastarse, etc. Lo único que importa es imponer aquella “autoconstruida constitución”.
En efecto, las limitaciones al recurso de casación respecto de juicios especiales tuvieron una razón bastante pragmática, pragmatismo que naturalmente aquel puritanismo constitucional no puede rebajarse en observar. Las limitaciones que tanto la antigua Ley Nº 2.269 como la Nº 3.390 realizaron en el recurso de casación se enmarcan en un entorno general de adopción de medidas destinadas a normalizar el funcionamiento de una retardada Corte Suprema. A la fecha de ambos proyectos, la Corte se encontraba sumida en un profundo retraso en la resolución de las causas que se le presentaban. Dicho retardo – se sostenía – constituía “una honda perturbación para el ejercicio de todos los derechos y para la administración de justicia en general” que hasta donde yo se también son derechos de un justo y racional procedimiento. Tal como indicara en su tiempo el H. senador Eliodoro Yáñez “la estadística manifiesta que la Corte Suprema tiene un atraso de tanta consideración, que ya su funcionamiento llega a ser una verdadera denegación de justicia, y es tan urgente esta reforma, que sin duda alguna ha sido ésta la circunstancia que más ha influido en el ánimo de los señores Senadores que han estudiado este asunto para llegar a un acuerdo que permita salvar esta situación”. En este sentido, se afirmaba en 1916 en la discusión del proyecto de reforma al CPC y haciendo referencia a los recursos de casación, que “estos recursos hoy día son la rémora en la administración de justicia. Los interponen por igual los litigantes de buena como de mala fe; los primeros buscando el reconocimiento de sus derechos por el más alto Tribunal de la República y los segundos con el propósito de postergar el cumplimiento de una sentencia ocho años o más; que es lo menos que demoran en fallarse estos recursos”.
En este ambiente de mirada negativa a la casación – mirada por lo demás compartida en el derecho comparado – es donde nace esta restricción a la casación en la forma en los juicios especiales.
Pues bien, estas razones, como bien enuncian los disidentes son de clara ponderación legislativa.
3. Debe constarse que el fallo de los disidentes Peña, Fernández Fredes y Carmona realmente pulveriza el fallo de mayoría. Da cuenta de las más que evidentes debilidades del fallo y analiza mucho más cuidadosamente la complejidad de lo que significa diseñar un sistema procesal. No vale la pena repetir aquí sus argumentos pues su calidad amerita su lectura detenida. Destaca sobre todo la deferencia al legislador y la constatación de los innumerables procedimientos que incluyen ya instancias únicas ya limitaciones a la impugnación. Entender que todos ellos son inconstitucionales porque limitan las vías de impugnación es a todas luces absurdo.
4. Un aspecto que me parece interesante destacar en esta sentencia es que como en otros fallos existe una apelación de los disidentes a restarle valor al fallo de mayoría. Recuerdo el fallo de la LOC del Tribunal Constitucional a propósito de la inaplicabilidad de tratados internacionales (comentado aquí) donde un ministro señalaba que si en el futuro el propio TC declaraba la inaplicabilidad de un tratado internacional (como se permitía con el voto de mayoría) ello importaría ir flagrantemente contra la Constitución motivando que la parte afectada podría pedir la nulidad de derecho público de esa sentencia del TC. Pues bien, aquí, lo disidentes expresan que “cualquiera sea el contenido de la presente sentencia (naturalmente ya sabían de él), es necesario enfatizar que su acogimiento no habilita a tener por concedido el recurso de casación en la forma en la gestión pendiente en que incide la inaplicabilidad. Una cosa es acoger la inaplicabilidad y otra hacer procedente el recurso d casación. Esta última es decisión del legislador”. Como puede apreciarse es esta una clara apelación a reducir el impacto de la sentencia del TC.
Puede verse tras esta alocución la decepción de aquellos que perdieron ante una sentencia que bien vale la interposición de una buena casación en la forma.

El destino de las peticiones de informar emanadas del Congreso Nacional

junio 04, 2010

1. Acaba de dictarse sentencia en el procedimiento de control preventivo de leyes orgánicas constitucionales relativo a modificaciones a la ley del Congreso Nacional. El Tribunal Constitucional ha validado la mayor parte de las reglas, pero ha censurado algunas que se referían a peticiones de informes y antecedentes de organismos gubernamentales y administrativos, emanadas de comisiones parlamentarias y de parlamentarios singularmente considerados.
Dos series de opiniones disienten de la línea mayoritaria del fallo, por exceso o por defecto.

2. El proyecto votado por el Congreso dispone:

Artículo 9°.- Los organismos de la Administración del Estado y las entidades en que el Estado participe o tenga representación en virtud de una ley que lo autoriza, que no formen parte de su Administración y no desarrollen actividades empresariales, deberán proporcionar los informes y antecedentes específicos que les sean solicitados por las comisiones o por los parlamentarios debidamente individualizados en sesión de Sala, o de comisión. Estas peticiones podrán formularse también cuando la Cámara respectiva no celebre sesión, pero en tal caso ellas se insertarán íntegramente en el Diario o en el Boletín correspondiente a la sesión ordinaria siguiente a su petición.
Dichos informes y antecedentes serán proporcionados por el servicio, organismo o entidad por medio del Ministro del que dependa o mediante el cual se encuentre vinculado con el Gobierno, manteniéndose los respectivos documentos en reserva o secreto. El Ministro sólo los proporcionará a la comisión respectiva o a la Cámara que corresponda, en su caso, en la sesión secreta que para estos efectos se celebre.
Quedarán exceptuados de la obligación señalada en los incisos primero y tercero, los organismos de la Administración del Estado que ejerzan potestades fiscalizadoras, respecto de los documentos y antecedentes que contengan información cuya revelación, aun de manera reservada o secreta, afecte o pueda afectar el desarrollo de una investigación en curso.

Tal como fue aprobado, el inciso final de este artículo señalaba:
“En ningún caso las peticiones de informes importarán el ejercicio de las facultades señaladas en el párrafo segundo de la letra a) del número 1) del artículo 52 de la Constitución Política”.

3. Debe tenerse en cuenta que reglas relativamente similares existen en el texto aún en vigencia (aquí; y aquí).

4. Una cuestión relevante para el examen de constitucionalidad de esta regla consistía en determinar si las peticiones de antecedentes e informes administrativos constituyen ejercicio de potestades fiscalizadoras.
Tal interrogante tiene un sentido práctico innegable. Si esas peticiones constituyen efectivamente fiscalización, entonces:
a) Sólo pueden ser formuladas por la Cámara de Diputados, por sí misma o por medio de las comisiones que cree al efecto.
Negativamente, no pueden formularlas ni el Senado (ni a fortiori sus comisiones) ni parlamentarios a título individual (porque sus actos son irrelevantes a menos de tener traducción corporativa).
b) La manera en que deben formularse debe ceñirse a las reglas que la Constitución indica para el ejercicio de la función fiscalizadora de la Cámara, que fueron articuladas con gran detalle durante la reforma constitucional de 2005.

5. La opinión mayoritaria, no demasiado explícita, se inclinó por entender que “las peticiones de informes y antecedentes implican ejercicio de la función de fiscalización” (considerando 18°).
Con todo, el principal argumento que le permite arribar a esta conclusión es relativamente pobre: en la discusión legislativa de la regla hubo dudas acerca de la naturaleza de la atribución, e incluso el H. Senador Chadwick (en un gesto por el que varios otros parlamentarios no deben estarle demasiado agradecidos) manifestó abiertamente que en la práctica estos informes se requerían para fiscalizar, aunque no sólo para eso.

6. La doctrina no había sido mucho más explícita en la materia. Una de las opiniones más lúcidas al respecto sugería que, en cuanto estaban radicadas en ambas cámaras, estas facultades no podían constituir fiscalización, sino medios auxiliares de la función legislativa (Alan Bronfman et alii, El Congreso Nacional, Valparaíso, CEAL, 1993, p. 157).

7. Es en parte esta tesis que acogen (o, al menos, citan) los disidentes señores Venegas, Cea, Vodanovic y Peña, punto de vista que ven refrendado por la circunstancia de consagrarse en el mismo proyecto de ley, otras reglas que atribuyen a las comisiones permanentes de ambas cámaras la facultad de “solicitar informes u oír a las instituciones y personas que estimen convenientes” (art. 22 de la LOC del Congreso).

8. Por encima de la constitucionalidad, era difícil justificar la racionalidad de una regla que asumía que “en ningún caso” estas peticiones constituirían actos de fiscalización. ¿Cómo evitar que lo fuesen? ¿Cómo evitar que las informaciones que llegaren a transmitirse fuesen instrumentalizadas en el marco de la actividad de fiscalización por la Cámara? Pero sobre todo, ¿cómo privar a la Cámara fiscalizadora de un instrumento tan útil para ilustrarse acerca de la marcha de los asuntos públicos como lo es la petición de informes y antecedentes?

9. Es el voto minoritario de los Ministros Señores Bertelsen, Navarro y Carmona que apunta al argumento decisivo y que en el mediano plazo debería tender a imponerse: la reforma constitucional de 2005 confirió una especie de monopolio de los requerimientos de información a la Cámara, tanto para la adopción de acuerdos o sugestión de observaciones (manifestación típica de la fiscalización parlamentaria en Chile) como para el funcionamiento de las comisiones fiscalizadoras.
Carecería de sentido que el constituyente derivado se hubiese tomado en 2005 la molestia de regular tan detalladamente la forma y efectos de los requerimientos de información si fuera para que un par de años más tarde el legislador flexibilizara su régimen en la forma en que parecía entenderlo un sector importante de la representación parlamentaria. Como en otros ámbitos, aquí más control no es necesariamente sinónimo de mejor. Más aún, aquí la regulación constitucional es un techo que el legislador no puede rebasar sin defraudar el principio de separación de poderes que informa el régimen constitucional de las democracias occidentales.

10. Hay asimetrías en la sentencia. Si los requerimientos de información dirigidos a los servicios públicos administrativos importan fiscalización, ¿por qué no lo serán también los requerimientos de igual tipo dirigidos a servicios públicos comerciales o industriales, es decir, empresas públicas de todo pelaje?
Donde existe la misma razón debe existir la misma disposición reza un antiguo aforismo jurídico, que pareciera extensible aún al legislador negativo que Kelsen veía en el tribunal constitucional. Aunque no se lo exprese, el razonamiento del considerando 18° de la sentencia es susceptible de fragilizar en gran medida la eficacia del art. 9 de la LOC del Congreso todavía vigente, que contempla requerimientos de información análogos respecto de empresas públicas. (La eficacia del art. 10, por su parte, también queda en condición precaria, por las razones de debido procedimiento administrativo que lleva al Tribunal a censurar también el art. 10 nuevo, aún cuando éste es mucho más explícito que el texto anterior).
La recta aplicación de estas reglas, de cuya constitucionalidad hay hoy buenos motivos para dudar, dependen varias disputas pendientes ante los tribunales superiores, promovidas precisamente por empresas del Estado. El fallo “Banco del Estado”, saludado en su día con entusiasmo por varios, parece a la luz de estos razonamientos esencialmente una sentencia inconstitucional.

11. ¿Es saludable el estado de cosas creado por el fallo? Es comprensible que los parlamentarios aspiren a estar bien informados de los asuntos públicos; hoy esa es no sólo una aspiración de toda la ciudadanía sino una exigencia constitucional en sí misma (y en la cual el Tribunal encontró hace un tiempo incluso un derecho constitucional). La ley 20.285 sobre acceso a la información pública, ¿acaso no perseguía un fortalecimiento de los instrumentos de fiscalización, por otra parte?
Si todos los ciudadanos pueden requerir informaciones públicas, en las condiciones -bastante amplias y expeditas- que determina esa ley, ¿para qué abrir a los parlamentarios otras vías privilegiadas de información? Para fiscalizar, posiblemente. ¿Para legislar? Seguramente también muchos podremos estar de acuerdo en que así sea, pero en los casos más conocidos de requerimientos de información, aquellos dirigidos justamente contra las empresas públicas, no es usual que la información solicitada tenga que ver con la función legislativa (en el caso del Banco del Estado, por no ir más lejos, se trataba de averiguar acerca de vehículos asignados a sus ejecutivos).