Conocimento y poder en la cultura jurídica de la Modernidad

octubre 06, 2010

La noción de razonamiento jurídico exhibe una gran atención por parte de la reflexión jurídica contemporánea. Sin embargo, sugiero que en lugar de ella debiéramos acudir a la noción de discurso jurídico. Esta se diferencia de la anterior porque no gira en torno a la premisa de que exista una racionalidad inmanente de lo jurídico. Desde luego, no niega esa posibilidad, sino que mantiene su existencia como lo que es: una pregunta, que debe ser respondida a la luz de los materiales jurídicos disponibles en un área específica. Así, quizás sea posible hablar de la racionalidad inmanente de la jurisprudencia en materia de libertad de expresión norteamericana, o de la racionalidad inmanente de la legislación laboral chilena; pero afirmar la existencia de una racionalidad inmanente a lo jurídico, así sin más, es tratar de hacer pasar por analítico un juicio que no es sino sintético.
La noción de discurso sugiere, acertadamente a mi juicio, que lo jurídico se constituye a partir de un conjunto de aserciones efectivamente formuladas consideradas en su totalidad. El discurso es una totalidad, un horizonte de cosas positivamente establecidas. Al mismo tiempo, todo discurso está constreñido por ciertas reglas, de las cuales adquiere su continuidad. En el caso del discurso jurídico, estas reglas tienen que ver sobre todo con la referencia a ciertos materiales que se consideran vinculantes y con el establecimiento de ciertas autoridades llamadas a aplicar de diversas formas dichos materiales.
La noción de discurso jurídico también apunta a catalogar algunas de las premisas del fenómeno de lo jurídico como pertenecientes a la dimensión de lo cultural. El imperio de la ley, en este sentido, no es sino una expresión cultural, una forma de vida como muchas otras; una cuyo horizonte es prácticamente coextensivo con la Modernidad, pero que –con las características que le adscribimos actualmente al imperio de la ley– no va más allá de los límites históricos y geográficos que le circundan.
Esto nos entrega el marco para entender la afirmación de quien, como Andrés Bello, sostiene que no deben “oírse en el santuario de la justicia otras voces que aquellas que, pronunciadas por la razon ántes de los casos, dieron a los jueces las reglas seguras de su conducta.” Si los jueces pudieran obrar de otra forma “no ya por las leyes se reglarian las decisiones, sino por las particulares opiniones de los magistrados.” Por esto, concluye Bello, el juez es “esclavo de la lei.”
Estas afirmaciones de Bello se sostienen en la premisa de que al obedecer ciegamente a la ley, el juez podrá alcanzar respuestas unívocas que le eviten la necesidad de ejercer su discreción. Esto, si lo tomamos como una teoría descriptiva de la adjudicación y por lo tanto como una condición de posibilidad del razonamiento jurídico es manifiestamente incorrecto.
Sin embargo, también podemos entender las palabras de Bello como un mito fundacional de la cultura jurídica chilena; que da forma en nuestro territorio a una idea-fuerza que durante la Modernidad ha atravesado edades y territorios y que se ha encarnado en la noción de la autonomía del derecho. La autonomía del derecho, como quintaesencia de la cultura jurídica moderna, consiste en una forma específica de entender las relaciones entre conocimiento y poder, entre auctoritas y potestas, entre ciencia jurídica y función judicial. Según esta auténtica estructura de creencias que es la autonomía del derecho, el ejercicio de la adjudicación como función estatal se justifica en la exclusiva capacidad de los profesionales del derecho de resolver contiendas socialmente relevantes en virtud de su entrenamiento teórico y práctico, el cual se estima les permite acceder a respuestas preexistentes y dotadas de una racionalidad propia. No son ellos, por esto, quienes resuelven: ellos son meros oráculos, médiums de una entidad trascendental como lo es la juridicidad.
Ahora, como mito fundacional de la práctica jurídica, el ideal de la autonomía del derecho es insuficiente. Incluso más, sostengo que no da cuenta de la totalidad de la cultura jurídica moderna. Esto, pues en la modernidad la relación entre conocimiento y poder ha tomado otras formas, distintas del elitismo epistémico que recién reseñara. Junto a ello, existen también ideales de servicialidad que ponen sobre los hombros de quienes gozan de algún bien del que los demás carecen la responsabilidad de beneficiar con ello a la sociedad toda. La formulación más prestigiosa de dicho ideal, en la filosofía política contemporánea, es el principio de diferencia de Rawls.
La tensión entre una cultura jurídica de la autonomía y una cultura jurídica de la servicialidad se evidencian con mucho más fuerza en aquella área del derecho que tiene que ver con el autogobierno de la comunidad, el derecho constitucional, puesto que las dinámicas de exclusión e inclusión que desencadenan repercuten sobre asuntos en los cuales la pretensión de experticia de los profesionales del derecho camina sobre suelo menos firme. Ese suelo poco firme, desde luego, puede ser solidificado y la pretensión de experticia y por lo tanto de autonomía verse reforzada. Eso es lo que logran corrientes que bogan por la juridificación de la Constitución, desde el lado que sea; ya sea desde las teorías chilenas de la fuerza normativa de la Constitución asociadas a visiones conservadoras del derecho, o bien desde el neoconstitucionalismo europeo de tendencia más bien liberal.
Las dinámicas de poder/conocimiento y sus consecuencias sobre la inclusividad o exclusividad del discurso público son asunto familiar para la reflexión teórica contemporánea. Paul Piccone y Gary Ulman escribían el 2002 en la revista Telos (aquí puede encontrarse el texto completo) lo siguiente, a propósito de la exclusión de que Carl Schmitt suele ser por parte de la academia liberal:
Thus, whenever otherness appears, it must either be persuaded back into full sameness or else summarily liquidated as evil. Despite all the rhetoric about openness through 'undistorted communication' and interminable dialogue, participation in discussions and deliberations is conditional on the prior acceptance of unchallengeable rules concerning a formal rationality and mode of discourse which automatically exclude all but those intellectuals and professionals fully initiated into the predominant jargon.
Este es un punto que también plantea Iris Marion Young en su libro Justice and the politics of difference y que dice relación con las relaciones entre conocimiento y poder; tema que, a su vez, también cruza la producción foucaultiana.
¿Cómo responde el mundo del derecho, y dentro de aquel el constitucionalismo, a esta interpelación? Ciertamente, la autonomía del derecho como premisa cultural de la práctica jurídica inevitablemente cumple esa función excluyente de modos de discurso 'no-profesionales;' y sin embargo, no es cosa de descartar la autonomía del derecho así como así, pues con ello podemos tirar la guagua por el desagüe, como dirían los norteamericanos. En otros términos, la autonomía del derecho es un componente necesario de toda práctica jurídica que aspire a generar un lenguaje unificador; y por lo tanto la abolición del ideal de la autonomía del derecho en nombre de la inclusión rápidamente cancelaría la posibilidad misma de inclusión.
Por ello creo que la autonomía del derecho, como ideal que explica porqué vivir bajo el imperio del Derecho es bueno, debe ser complementada con el ideal de la capacidad del derecho de responder a la sociedad en que existe; ideal que creo que está inscrito en algunos de los mejores momentos de la práctica jurídica, aquellos en los cuales –tal como con la sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 sobre la necesidad de contar con un tribunal electoral durante el Plebiscito de 1988- el derecho asegura legitimidad social para sí mismo. Una práctica jurídica y constitucional no excluyente debe ser capaz de identificar y visibilizar esta función 'responsiva.'

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