El nuevo artículo 19 de la Ley de Concesiones de Obras Públicas

enero 22, 2010

La ley 20.410, de 20 de enero de 2010, fija entre otras cosas el nuevo texto del artículo 19 de la ley de Concesiones de Obras Públicas. La modificación es crucial, porque la regla toca de muy cerca al régimen económico del contrato.

Como se sabe, en estos contratos el concesionario asegura el funcionamiento de una obra pública (inmueble estatal destinado a fines de bien público) a cambio no de un precio que remunere el trabajo efectivo, sino en función de los resultados económicos de la explotación de la obra y su utilización por el público. La tarifa es determinada por las partes al tiempo del contrato, tomando en consideración las características de la obra y el alcance de las obligaciones del concesionario (naturalmente, en obras nuevas, la tarifa será mucho más elevada que respecto de obras ya construidas, que sólo se trata de conservar en el tiempo). La invariabilidad de esa tarifa, manifestación del principio del riesgo y ventura, sólo conocía excepciones limitadas, en particular las provenientes del aumento de las obras.

Además, solía verse en esta regla hasta ahora uno de los casos de reconocimiento de la “teoría de la imprevisión” en el derecho chileno. La norma disponía (inc. 3): “Las bases de licitación establecerán la forma y el plazo en que el concesionario podrá solicitar la revisión del sistema tarifario de su fórmula de reajuste o del plazo de la concesión, por causas sobrevinientes que así lo justifiquen, pudiendo hacerlo para uno o varios de esos factores a la vez. En los casos en que las bases no contemplaren estas materias, las controversias que se susciten entre las partes se sujetarán a lo dispuesto en el artículo 36º de esta ley”.

Es sobre todo en este contexto que debe leerse la nueva ley. Su texto es el siguiente:

Artículo 19.- El concesionario podrá solicitar compensación en caso de acto sobreviniente de autoridad con potestad pública que así lo justifique, sólo cuando, copulativamente, cumpla los siguientes requisitos: el acto se produzca con posterioridad a la adjudicación de la licitación de la concesión; no haya podido ser previsto al tiempo de su adjudicación; no constituya una norma legal o administrativa dictada con efectos generales, que exceda el ámbito de la industria de la concesión de que se trate, y altere significativamente el régimen económico del contrato.
La inversión del concesionario para cumplir con los niveles de servicio y estándares técnicos establecidos en las bases de licitación y en el contrato de concesión, no será susceptible de compensación económica adicional a la considerada en dichos instrumentos, salvo para los casos excepcionales en que así se hubiere previsto en las bases de licitación.
El Ministerio de Obras Públicas podrá modificar las características de las obras y servicios contratados a objeto de incrementar los niveles de servicio y estándares técnicos establecidos en las bases de licitación, o por otras razones de interés público debidamente fundadas. Como consecuencia de ello, deberá compensar económicamente al concesionario cuando corresponda, por los costos adicionales en que éste incurriere por tal concepto.
Las bases de licitación establecerán el monto máximo de la inversión que el concesionario podrá estar obligado a realizar en virtud de lo dispuesto en el inciso precedente, así como el plazo máximo dentro del cual el Ministerio podrá ordenar la modificación de las obras en concesión. En todo caso, el monto máximo de estas nuevas inversiones no podrá exceder el quince por ciento del presupuesto oficial de la obra, ni podrá ser requerida en una fecha posterior al cumplimiento de las tres cuartas partes del plazo total de la concesión, salvo los casos de expreso acuerdo por escrito con la sociedad concesionaria.
Si el valor de estas inversiones adicionales, durante la etapa de explotación, excediera el cinco por ciento del presupuesto oficial de la obra o correspondiere a una suma superior a cien mil unidades de fomento, su ejecución deberá ser licitada por el concesionario, bajo la supervisión del Ministerio de Obras Públicas, en la forma que establezca el reglamento, en cuyo caso el valor de las inversiones que se compensarán al concesionario será el que resulte de la licitación, a lo que se sumará un monto adicional a título de costos de administración del contrato, que será determinado en las bases de licitación. El Ministerio tendrá un plazo de 60 días para aprobar o manifestar sus observaciones a las bases respectivas, contados desde la recepción de éstas. Transcurrido ese plazo sin que el Ministerio se haya pronunciado, se entenderán aceptadas. Con todo, por razones fundadas, contenidas en las bases de licitación, previo informe del Consejo de Concesiones, podrá establecerse una excepción a la obligatoriedad de la licitación de las obras adicionales en las condiciones anteriormente descritas.
Las compensaciones económicas referidas en los incisos precedentes, deberán expresarse en los siguientes factores: subsidios entregados por el Estado, pagos voluntarios efectuados directamente al concesionario por terceros a quienes les interese el desarrollo de la obra, modificación del valor presente de los ingresos totales de la concesión, alteración del plazo de la concesión, modificación de las tarifas u otro factor del régimen económico de la concesión pactado. Se podrán utilizar uno o varios de esos factores a la vez.
En el caso de los incisos tercero, cuarto y quinto de este artículo, el cálculo de las compensaciones y el ajuste de los parámetros mencionados en el inciso anterior, deberá siempre efectuarse de manera tal de obtener que el valor presente neto del proyecto adicional sea igual a cero, todo ello considerando la tasa de descuento aplicable y el efecto económico que el proyecto adicional pueda tener en el proyecto original, incluido el mayor riesgo que pueda agregar al mismo. La tasa de descuento aplicable será calculada sobre la base de la tasa de interés promedio vigente para instrumentos de deuda consistentes con el plazo de la inversión, ajustada por el riesgo relevante del proyecto adicional y por el que corresponda a los mecanismos de indemnización que se apliquen. Si existiera discrepancia sobre la tasa de descuento aplicable, las partes podrán recurrir a los órganos establecidos en los artículos 36 y 36 bis. Para estos efectos, se entiende por proyecto adicional el derivado directamente de la modificación de las características de las obras y servicios contratados.
Todas las modificaciones al contrato original para incluir obras adicionales, que separada o conjuntamente superen el cinco por ciento del presupuesto oficial de la obra, y siempre que tal porcentaje corresponda a una suma superior a cincuenta mil unidades de fomento, deberán contar con un informe de la respectiva Dirección del Ministerio de Obras Públicas sobre el impacto de la modificación en los niveles de servicio originalmente comprometidos, en la valoración de las inversiones a realizar, y en el respeto de la proporcionalidad y equivalencia de las prestaciones económicas mutuas y de las estructuras y niveles tarifarios previstos en el contrato de concesión.
Las modificaciones que se incorporen a la concesión en virtud de lo dispuesto en este artículo se harán por decreto supremo fundado del Ministerio de Obras Públicas, el que deberá llevar, además, la firma del Ministro de Hacienda.


El principio general que encierra la regla se enuncia en el inciso segundo. En efecto, la idea central del artículo consiste en que la percepción de la tarifa, por el tiempo que dure la concesión, es la única retribución a que el concesionario tiene derecho. En un contrato de construcción, esta regla equivaldría a sostener con alcance general las características de la suma alzada: así como lo expresa el Código Civil, el constructor “no podrá pedir aumento de precio, a pretexto de haber encarecido los jornales o los materiales, o de haberse hecho agregaciones o modificaciones en el plan primitivo” (art. 2003, N° 1). En otras palabras, el concesionario asume, a partir del momento de concluirse el contrato, la totalidad de los riesgos que envuelve la construcción o conservación de la obra pública. Así está implícita la regla general: cuando dice que la inversión en que incurra el concesionario para cumplir con los niveles de servicio y estándares técnicos establecidos en el contrato “no será susceptible de compensación económica adicional” a la contemplada en los instrumentos contractuales, la regla está afirmando que la tarifa no se revisa (en sede jurisdiccional, se subentiende), sino que se mantiene invariable. Nada de que sorprenderse, a fin de cuentas, atendida la regla general que impera en el ámbito contractual, público o privado: Pacta sunt servanda (C. Civil, art. 1545).

Es interesante en todo caso que se explicite que el riesgo asumido por el concesionario se define ahora, además de los “estándares técnicos” descritos en las bases, en función de las expectativas que se derivan de la clase y naturaleza de la obra (“niveles de servicio”). Esa fórmula flexible, que recorre varias reglas de la nueva ley, seguramente dará pábulo a discusiones ante las instancias de resolución de disputas. En el fondo, una fórmula así, en armonía con el criterio de la buena fe, pone de cargo del concesionario la necesidad de prever aspectos no explicitados en las bases, pero que sean indispensables para dar cumplimiento a los “niveles de servicio” ofrecidos. En un estadio tan preliminar como el presente, es difícil imaginar casos de aplicación de esta regla; pero puede asumirse que la determinación de los niveles de servicio puede ser relevante en ámbitos contiguos al propiamente contractual, como por ejemplo a propósito de los daños que se deriven por incumplimiento de ciertos estándares no expresados (cerramiento de ciertas instalaciones, más allá de lo previsto en las bases o en el Manual de Carreteras, p. ej.).

Los estándares técnicos y niveles de servicio también vinculan, huelga decirlo, a la autoridad. No obstante, se reconoce al MOP la potestad para incrementarlos (conocida también como ius variandi), debiendo compensar económicamente al concesionario los costos adicionales en que haya de incurrir. Se fijan límites al ejercicio de esta potestad: los mayores costos no pueden exceder del 15% del presupuesto oficial de la obra, ni la decisión puede intervenir pasadas tres cuartas partes del tiempo total de duración de la concesión. Es demasiado temprano para juzgar si estos límites se adaptarán satisfactoriamente a la realidad de cada contrato; por eso, aquí también hay exigencias implícitas dirigidas al MOP: si es previsible que la obra proyectada sea insuficiente a corto andar, o en el evento en que pudiera ser necesario aumentarla (caso de una demanda no completamente asegurada al momento de decidirse la construcción de la obra), es aconsejable explicitar en las bases las condiciones bajo las cuales se implementará ese aumento de la obra.

La compensación correspondiente al mejoramiento de la obra puede tomar distintas formas que modifiquen el régimen económico: tarifa, plazo, subsidio, pagos, etc. Hay aquí mayor precisión que en los textos antiguos, pero nada demasiado novedoso. Tal vez se halle en el pago directo de los mayores costos (al concesionario o a terceros, acreedores o contratistas, p. ej.) una manera adecuada de sortear los riesgos, a veces políticos, de un aumento de las tarifas. En todo caso, la nueva ley adopta los resguardos necesarios desde la perspectiva contable para que esta compensación no sea para el concesionario ocasión de ganancia ni pérdida, manteniéndose la rentabilidad originalmente convenida.

Para terminar con este aspecto, debe tenerse en cuenta el régimen de licitaciones que se prevé para llevar adelante las obras. Como en otros ámbitos (servicios sanitarios, suministro eléctrico), se impone a los privados la obligación de licitar públicamente ciertas adquisiciones, con el objeto de mantener la transparencia y evitar un incremento subrepticio de costos por decisión unilateral del prestador del servicio. Esta técnica de las licitaciones es una buena idea, pero ¿cómo controlar que en las licitaciones se respeten efectivamente los principios de libre concurrencia e igualdad entre los oferentes? Aunque no imposible, es difícil prever cómo se exportarán a esta clase de negocios las herramientas probadas en el derecho público para controlar la legalidad de los contratos administrativos.

En resumen, el sistema instituido por el art. 19 es simple: la retribución económica del concesionario no se modifica, menos judicialmente, a menos que las partes mismas hayan previsto hipótesis especiales de revisión (cláusulas hardship), y sin perjuicio de los ajustes necesarios en caso de mejoramientos de la obra por causa del ius variandi. En otros términos, la técnica legal supone dejar atrás la idea de una revisión del contrato “por causas sobrevinientes que así lo justifiquen”, hipótesis que pudo entenderse como consagración de la teoría de la imprevisión en el derecho chileno. No puede saberse si este estado de cosas permanecerá indefinidamente en el tiempo; es cierto que el rechazo a esa teoría concuerda con los principios tradicionales del derecho contractual chileno, pero no debe ignorarse los interesantes progresos experimentados por el derecho comparado sobre la materia en las últimas décadas, tendientes a reconocer, con muchísimas precauciones, un lugar (marginal, pero no inexistente) a la teoría en el conjunto de las instituciones jurídicas. Por de pronto, la nueva ley intenta corregir algunas malas prácticas detectadas en experiencias anteriores, reafirmando la necesidad de un grado de conciencia superior del concesionario en las condiciones económicas que propone al momento de formular su oferta. Sin duda algunos alegarán (como ya han hecho representantes de la industria) que la reforma no fija incentivos adecuados para invertir en estos contratos; habrá que ver si el desarrollo futuro de los hechos respalda esta crítica, pero debe tenerse en cuenta que si algo intenta esta ley es corregir la falta de estímulos que, bajo el imperio del texto anterior, tenían los concesionarios para formular desde el inicio una oferta que diese adecuada cuenta de los riesgos de la operación.

Ahora bien, no obstante cerrarse las puertas a toda idea de imprevisión, la regla contempla en su inciso primero una hipótesis del llamado “hecho del príncipe”, que hasta ahora no tenía reconocimiento explícito en esta clase de contratos, no obstante ser también uno de los casos en que suele verse alterado el equilibrio económico del contrato (o ecuación financiera).

La doctrina entiende que en los contratos administrativos el riesgo inherente a las obligaciones que asume la contraparte del Estado no puede absorber ciertas contingencias que provienen del mismo Estado. Desde luego, aquellas que han sido causadas por culpa en la ejecución del contrato dan pie a hipótesis ordinarias de responsabilidad contractual. La expresión “hecho del príncipe” designa en cambio una forma de reparación de las cargas contractuales provocadas legítimamente por el Estado. Porque por el hecho de contratar la administración no se despoja de sus potestades públicas, puede seguir ejerciéndolas en pro del interés general; no obstante, si su ejercicio interfiere en la ejecución del contrato modificando en el hecho sus condiciones de cumplimiento, puede ser necesaria una reparación de los mayores costos. “Hay hecho del príncipe cuando una administración pública, ligada con un particular por un contrato que comporta ejecución de servicios públicos, de aprovisionamiento o ejecución de obra pública, aporta un cambio al contrato por medio de uno de esos actos en que se revela el imperio, independientemente, en particular un acto reglamentario; es pues el hecho del poder público que, tras haber condescendido a tratar, a negociar, a obligarse, de pronto se revela ‘Príncipe’, esto es, ‘absoluto’ en el sentido originario de la palabra, liberado de todo vínculo, y aquello en circunstancias tales que esta manifestación del poder absoluto es susceptible de modificar los elementos de la situación contractual que había dejado establecerse con anterioridad” (M. Hauriou, nota sobre CE, 8 de marzo de 1901, Prevet, cit. por P. Terneyre, La responsabilité contractuelle des personnes publiques en droit administratif , París, Economica, 1989).

En la línea de las ideas que vieron la luz en el Chile de los años 1980, el hecho del príncipe se justificaría mal como teoría jurídica; en la medida que del contrato surgen derechos (personales) que son para sus titulares objeto de una especie de propiedad, la autoridad en realidad no podría pasarlos a llevar mediante actos lícitos, pues por el solo hecho de violar la propiedad no serían lícitos (a menos de cumplir íntegramente las exigencias constitucionales de la expropiación). El reconocimiento legal de la teoría del hecho del príncipe desmiente esas posiciones doctrinales, que aún parecen subsistir entre algunos: el Estado puede interferir en un contrato, dificultar su cumplimiento, alterar los derechos derivados de él; a cambio, y en las condiciones que determina la ley, debe compensar convenientemente al concesionario. Basta para convencerse con mirar la hipótesis que, en la discusión legislativa, se entendió como manifestación típica del hecho del príncipe: ¿puede discutirse seriamente que por el hecho de dar un camino en concesión la autoridad pierda la potestad de decidir si abrirá otro, aun a riesgo de éste que quite demanda al primero?

Se asume pues, que el hecho del príncipe da lugar a una especie de responsabilidad por acto lícito (*). En el ámbito extracontractual esta forma de responsabilidad, de tan infrecuente aplicación práctica en el derecho chileno, es objeto de literatura abundante que trata de precisar sus contornos. Aunque sería inapropiado extenderse aquí sobre esas materias, que son por lo demás objeto de perspectivas muy diversas en el derecho comparado, debe tenerse presente que la fórmula recogida por la ley es tributaria de las reflexiones comparadas sobre la materia. Desde luego, el hecho del príncipe debe necesariamente fundarse en actos posteriores e imprevistos al tiempo de contratar, pues aceptar lo contrario supondría lisa y llanamente que el concesionario eluda los riesgos inherentes a las obligaciones que contrae, atendida la naturaleza del contrato. Sobre todo, la nueva regulación no debe constituir “una norma legal o administrativa dictada con efectos generales, que exceda el ámbito de la industria de la concesión de que se trate”. En otros términos, el daño experimentado por el contratante debe mirarse como una carga anormal, una especie de sacrificio que lo grave en forma específica, dificultándole la ejecución del contrato en los términos convenidos. Una norma de alcance general, independiente de las áreas de la economía a las que toque, no puede en principio dar pie a ninguna especie de responsabilidad, a menos de demostrarse su ilegalidad (o inconstitucionalidad, en su caso), pues la generalidad misma de la regla es un atributo que define condiciones igualitarias, que no pueden romperse sin aventajar (o perjudicar) indebidamente a ninguno, lo cual sería contrario a la lógica distributiva de la responsabilidad pública.



(*) No siempre es una inequívoca responsabilidad, pues la compensación de los mayores costos a título de hecho del príncipe cubre aun actos de autoridades ajenas a la propiamente contratante: municipalidades, gobiernos regionales, órganos descentralizados, etc. A su respecto no concurre la imputabilidad en sentido estricto: no siempre puede asumirse que el acto del Estado sea imputable a la administración contratante.

Régimen de responsabilidad por accidentes ocurridos al interior de estaciones del Metro.

enero 18, 2010

Comento un caso ya no demasiado novedoso (terminado por sentencia de la Corte Suprema en octubre de 2008), que presenta interés por contribuir a definir el régimen de responsabilidad del Metro.

En el caso en análisis, un panel (“de separación”) había caído sobre una pasajera, quien ya había pasado el torniquete, que supone pago del pasaje. No hay demasiada precisión acerca de la naturaleza del panel, ni de sus condiciones de adosamiento, ni de su función al interior de la estación. En cualquier caso, el objeto tenía un peso de 8 kilos aproximadamente, y su caída provocó lesiones a la víctima.

La solución aceptada por los jueces consiste en hacer responsable al Metro, conforme a una responsabilidad contractual sujeta al derecho privado, derivada del incumplimiento de la obligación de transporte. Es una solución razonable, pero cabe discutir algunos de sus aspectos.

En el caso se persiguió la responsabilidad de Empresa de Transportes de Pasajeros Metro S.A. (que, es sabido, es una sociedad del Estado). El accidente ocurre sin embargo en instalaciones que no pertenecen a Metro. Las líneas y estaciones del Metro ocupan bienes nacionales de uso público (el subsuelo de calles, plazas, y otros bienes cuya administración recae en entes públicos). Esas mismas estaciones son, en general, obras públicas. De hecho, no se olvide que la forma jurídica inicial de Metro no fue la de una empresa pública sino la de una repartición ad hoc del Ministerio de Obras Públicas.

Por lo anterior, hubiera sido interesante explorar algún medio para implicar al Estado en la contienda. Aunque no fuese para poner el patrimonio del Fisco al alcance de la víctima, un análisis más detenido de este tipo de hipótesis podría conducir a desarrollar un régimen general de responsabilidad por daños provenientes de obras públicas... como en cierto modo lo es el régimen de responsabilidad por mal estado de las vías públicas o por falta o inadecuada señalización (véase este post).

En este caso no se discute, en cambio, que la responsabilidad es contractual. Se subentiende que la relación que vincula al usuario con el Metro es contractual, y que es en ella en que debe buscarse la solución legal al problema de los daños. En verdad, Metro es una empresa pública, lo cual supone que las misiones de servicio público que desarrolla son de índole comercial o industrial; en otros términos, que cumple sus funciones mediante actos de comercio, como lo son los contratos de transporte de pasajeros.

El contrato de pasaje existe en este caso. Y se rige por el derecho privado (según exige, por principio, la Constitución, art. 19 N°21).
La ventaja del régimen contractual de responsabilidad reside sobre todo en la carga probatoria que pesa sobre la víctima. Uno de los requisitos básicos de la responsabilidad contractual es la culpa implícita en el incumplimiento del contrato. Pues bien, la culpa se presume en el derecho civil contractual (“La prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo...”, Cód. Civil, art. 1547). Esta presunción opera prácticamente sin contrapeso en las obligaciones de resultado. Así, la víctima debe contentarse con demostrar que el resultado prometido no ha sido alcanzado para que la responsabilidad se vea configurada (y sin perjuicio de la prueba de la diligencia o del caso fortuito).

Aquí los jueces del fondo intentan reconducir la responsabilidad al incumplimiento de la obligación de transporte. Probablemente, el afán de afirmar en forma inequívoca la existencia de un incumplimiento contractual llevó a los jueces a subrayar la cuestión del transporte. Seguramente también, por desconocimiento de la estructura propia del contrato de transporte, que suele llevar consigo obligaciones accesorias de seguridad, que también son de resultado. No da lo mismo identificar cualquier obligación incumplida; un problema de causalidad podía haberse discutido con mayor fuerza en este caso: la afectación a la integridad física de la víctima no es un daño que se derive, natural ni razonablemente, de la sola frustración de un viaje. Al contrario, es porque no se tomaron todas las precauciones adecuadas en el mantenimiento de la infraestructura de la estación que el daño se produjo. No era difícil concluir en favor de la existencia de esta obligación accesoria; aparte del criterio de la buena fe, que permite descubrir deberes implícitos en la ejecución de un contrato, la doctrina abunda en referencias a las obligaciones de seguridad del transportista.

El fallo de la Corte de Santiago sortea con elegancia el problema de la reparación del daño moral, que es una de las desventajas principales de la responsabilidad contractual. Suele afirmarse que los perjuicios morales o extrapatrimoniales no están cubiertos por la responsabilidad contractual, por no mencionarlos el art. 1556. Con todo, tratándose de un contrato que tiene por objeto el transporte de personas, que supone cautelar su seguridad en el tránsito, las expectativas razonables que derivan de él se extienden también a la integridad física de los pasajeros. Por ello, la rigidez de la solución acogida en primera instancia (“la responsabilidad contractual no contempla la indemnización por el daño moral”) parecía inapropiada para un caso como este. El estándar de previsibilidad de los daños suponía la reparación del daño moral.

Sería interesante explorar con más insistencia la cuestión de las expectativas razonables derivadas de estos contratos. En cuanto a la garantía de seguridad de las personas, el análisis probablemente conduciría a soluciones bastante similares que las inherentes al régimen de responsabilidad por mal estado de las vías públicas o por falta o inadecuada señalización.

Un dictamen descontrolado (de la Contraloría)

enero 07, 2010

La CGR ha emitido un “dictamen” por el cual atiende una presentación por intervencionismo electoral en contra de algunos ministros. Más abajo esta su texto.
Diversas son las razones que permiten calificar a este dictamen como poco feliz:

En primer lugar la técnica usada para resolver este asunto es de las más conocidas a la hora en que un órgano o tribunal se pronuncia sobre su propia competencia. Lo que hacen normalmente estos entes es afirmar su competencia pero rechazar al mismo tiempo la petición en la que se les solicita el ejercicio de aquella competencia. Así se deja establecido “quien es el que manda” pero no se provocan perjuicios en la ocasión y se garantiza cierto nivel de inmovilismo y tranquilidad con ella pues esta no genera perjudicados inmediatos. Muchos Tribunales Constitucionales han ocupado este tipo de sentencias. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha sido un verdadero experto en este tipo de decisiones. En efecto, sus competencias (y con ello su poder) se ha gestado a punta de fallos denegatorios de su propia intervención.

En segundo lugar, la utilización de un principio como el de probidad para resolver este asunto es a todas luces excesiva. Ya sabemos que nada mejor que cuando no hay ninguna norma legal que sustente una respuesta en el sentido que queremos, que echar mano a un principio por ahí rondando y hacerle decir lo que sus gestores ni siquiera imaginaron que se podía decir.
En un comienzo y en un intento por presagiar el resultado de este dictamen se pensaba que el gran problema que debía solucionarse era la categoría de funcionario público o no de los Ministros de Estado. A final, la CGR indica que esto no importa porque la probidad es la que le impide a estos (sean o no funcionarios) el realizar una serie de actos que ella estima como contrarios a la probidad. Así las cosas, “realizar actividades de carácter político” es una acción poco proba para la Contraloría. Como puede verse, bajo el manto de un principio se omiten las razones de la decisión. En verdad, la gran pregunta que se debe resolver es por qué son condenables (o poco probas) la realización de actividades políticas. Mientras no se justifique esto, la apelación a un principio vago como justificación única de la competencia que alega tener la CGR hace que su decisión sea deficientemente razonada y poco convincente.

Por otra parte si se miran los actos que se juzgan como contrarios a la probidad puede verse que se ha hecho una generalización excesiva de estos supuestos. Puede entenderse que se prohíba “asociar la actividad del organismo respectivo con determinada candidatura, tendencia o partido político, ejercer coacción sobre otros empleados o sobre los particulares con el mismo objeto, y, en general, valerse de la autoridad o cargo para favorecer o perjudicar, por cualquier medio, candidaturas, tendencias o partidos políticos”, pues en todos estos casos hasta es posible la configuración de tipos penales específicos, salvo en el último que es necesario matizar. Pero meter en el mismo saco el “realizar actividades de carácter político” “hacer proselitismo o propaganda política, promover o intervenir en campañas, participar en reuniones o proclamaciones para tales fines” es un exceso evidente pues en todas ellas no hay sino manifestaciones de política ordinaria las cuales, por lo demás, no pueden ser condenadas respecto de ningún ciudadano.

Sólo es posible entender este dictamen dentro de una tendencia más o menos general de minusvalorar y reprochar la actividad política la cual es percibida como un ejercicio nefasto o deplorable. Hacer política, parece sostenerse, es similar a cometer fraudes. De ahí que en este caso hacer política se asocie a la garantía de probidad la cual desde sus inicios ha estado vinculada a la lucha contra la corrupción. Esta percepción de la actividad política por la sociedad civil tiene diversas explicaciones históricas. Pero cuando ella penetra en los órganos que están insertos en la estructura política la cosa se ve mucho más fea.
Si nos creemos en serio la manera en como nos hemos organizado socialmente, hacer “propaganda política” no es otra cosa que proponer un programa acerca de cómo debe realizarse la justicia en nuestro medio, que intereses deben privilegiarse o que forma puede crearse para vivir mejor. Nada de esto debiese estar ausente de ningún debate, ni de ninguna declaración.

Por otra parte, además de asociar política a corrupción, una opinión como la formulada minusvalora al votante al que se le cree inepto y respecto del cual se cree que basta que un ministro diga que su candidato es tal o cual para que éste lo acepte. Sobre esto ya hay mucho escrito e incluso visto que en muchas ocasiones estar en el gobierno no es precisamente un plus para aquél que busca votos. En estos momentos, que por lo demás bien sabemos se repiten cada ciertos años, es la opción por el “cambio” la que goza de mejor posición.

Finalmente, una opinión como la manifestada en el referido dictamen atenta contra la democracia. Si a aquellos que previamente triunfaron en las urnas se les extrae sus principales personeros del debate político cotidiano, lo cuales a la sazón ocupan cargos en la Administración, se genera una fuerte alteración en la igualdad de discursos que debe presidir la adopción de una decisión con perspectivas de ser calificada como democrática. Si los mejores políticos (se supone que a los ministerios llegan los mejores) ya no pueden hacer política, no estamos contribuyendo en construir un mejor dialogo y debate político.

Así las cosas, no puede – y en eso estaremos todos de acuerdo – en caso alguno permitirse el desviar fondos públicos para campañas políticas o el coaccionar a funcionarios para que voten por tal o cual candidato. Pero pretender que aquellos cuyo programa político ha triunfado en las urnas deban abstraerse de seguir insistiendo en las bondades de sus opciones y programas políticos es desvirtuar y destruir nuestra ya feble política. Fingir que la Presidenta o los Ministros no pueden adscribir y promocionar un especial diseño de lo que un grupo humano considera como un programa justo es totalmente desproporcionado.
Pero ¿no será desigual que mientras unos hacen campaña desde el podio de los servicios públicos otros en cambio lo hagan desde la oposición? Desde luego no en nuestro país donde bien sabemos en que manos están los medios de publicidad masiva. Pero incluso tampoco de manera ideal. La manera que tiene la oposición de igualar el poder de comunicación de aquellos que previamente ganaron es precisamente ser “la oposición”.

Dictamen Contraloría General de la República sobre conductas de Ministros

Se han dirigido a esta Contraloría General los señores Rodrigo Hinzpeter, Andrés Allamand, Andrés Chadwick y Jorge Schaulsohn, denunciando una supuesta intervención electoral en que habrían incurrido los Ministros de Relaciones Exteriores, de Obras Públicas, Secretario General de la Presidencia, de Educación, de Agricultura y Secretaria General de Gobierno, lo que a juicio de los denunciantes, contraviene el principio de probidad administrativa y el instructivo impartido por este Órgano de Control con motivo de las elecciones de Presidente de la República, Senadores y Diputados.

Requeridos para que informasen sobre el particular, don José Antonio Viera-Gallo Quesney, Ministro Secretario General de la Presidencia y Ministro (S) de Relaciones Exteriores, doña Carolina Tohá Morales, entonces Ministra Secretaria General de Gobierno, doña Mónica Jiménez de la Jara, Ministra de Educación, don Sergio Bitar Chacra, Ministro de Obras Públicas, y doña Marigen Hornkohl Venegas, Ministra de Agricultura, han atendido la solicitud en una presentación conjunta.

En dicho instrumento, y en lo medular, señalan que los Ministros de Estado son colaboradores directos e inmediatos del Presidente de la República, por lo que su función “es por esencia política” y en su ejercicio necesariamente están llamados a realizar acciones y a emitir opiniones de significación política, por lo que el cumplimiento de estas funciones “de modo alguno puede ser calificado como falta de probidad”. Añaden que “Los Ministros de Estado no son funcionarios públicos, razón por la cual no se encuentran afectos al régimen de responsabilidad administrativa. Por lo tanto, las eventuales responsabilidades de los ministros de Estado constituyen una materia que excede el ámbito de competencia del organismo contralor. Así lo ha ratificado en forma constante la jurisprudencia de la Contraloría de la República”.

Sobre la materia y como cuestión previa, corresponde consignar que los Ministros de Estado, tras su nombramiento por decreto supremo, entran a ocupar un cargo contemplado en las leyes que fijan las plantas de las respectivas Secretarías de Estado, tal como ha tenido oportunidad de precisarlo esta Contraloría General en sus dictámenes N°s. 8.160 y 8.163, ambos de 1990, y por consiguiente pasan a ejercer una función pública en calidad de “autoridades de gobierno”, tal como lo reconoce, por ejemplo, la ley N° 18.827 en sus artículos 8°, 16, 28, 34, 45, 47, 55, 60, 63, 66, 67 y 69.

Ahora bien, en la especie, no resulta necesario analizar si los Ministros de Estado son o no funcionarios públicos afectos al régimen de responsabilidad que prevé el Estatuto Administrativo -aprobado por la ley N° 18.834-, consideración que constituye el fundamento principal de la respuesta de los ministros informantes y de la jurisprudencia que invocan en ella, puesto que lo verdaderamente relevante en esta ocasión es elucidar si los Ministros de Estado se encuentran obligados a respetar el principio de probidad administrativa.

En este sentido, cuando la Constitución Política previene, en su artículo 8°, inciso primero, que “El ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”, es indudable que este deber alcanza a los Ministros de Estado.

En efecto, al discutirse las mociones parlamentarias que originaron dicha norma en la Ley de Reforma Constitucional Nº 20.050, específicamente en el Primer Informe de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, se dejó expresa constancia que desempeña “funciones públicas” cualquier persona que cumple una actividad pública en procura del interés general, incluyéndose, explícitamente, a los Ministros de Estado, por lo que tales expresiones no se reducen únicamente a quienes revisten la calidad de empleados públicos sometidos al Estatuto Administrativo.

Debe agregarse que en lo tocante a los sujetos destinatarios de dicha obligación, la ley N° 18.575, en su artículo 52, inciso primero, se pronuncia en términos igualmente amplios, al prescribir que “Las autoridades de la Administración del Estado, cualquiera que sea la denominación con que las designen la Constitución y las leyes, y los funcionarios de la Administración Pública, sean de planta o a contrata, deberán dar estricto cumplimiento al principio de probidad administrativa”.

Como se observa, dentro de la Administración del Estado, de la que forman parte los Ministerios, las disposiciones transcritas no reconocen personas ni individuos al margen de este capital principio, máxime cuando la voz “autoridades” empleada por la ley N° 18.575 para denotar su ámbito de aplicación subjetiva, abarca a las “autoridades de gobierno”, calidad que la citada ley N° 18.827 y demás normas sobre plantas de personal atribuyen a los Ministros de Estado, expresión que, según el léxico, comprende a “cualquier persona revestida de algún poder, mando o magistratura”, de manera que naturalmente en ella deben entenderse incluidos dichos Secretarios de Estado.

A mayor abundamiento, así lo ha entendido esta Contraloría General, en sus dictámenes N°s. 44.672 de 1999 y 48.732 de 2001.

También cabe añadir que de la iniciativa presidencial que dio origen a la ley N° 19.653, sobre Probidad Administrativa -contenida en el Mensaje N° 392-330, de 12 de Enero de 1995, que incorporó el Título III a la ley N° 18.575, denominado, precisamente “De la Probidad Administrativa”, y donde se encuentra el citado artículo 52-, aparece el inequívoco propósito de extender el ámbito de aplicación del referido principio a todo el que ejerza una función pública, de cualquier naturaleza o jerarquía, en cualquiera de los organismos o entidades de la Administración del Estado.

De lo señalado se sigue que los Ministros de Estado, en el desempeño de la función pública que ejercen, siempre deben observar cabalmente las normas constitucionales y legales que regulan el principio de probidad administrativa y, en particular, aquellas en cuya virtud los funcionarios, autoridades y jefaturas, cualquiera sea su jerarquía, y con independencia del estatuto jurídico que los rija, están impedidos de realizar actividades de carácter político y, por ende, a manera ejemplar, no pueden hacer proselitismo o propaganda política, promover o intervenir en campañas, participar en reuniones o proclamaciones para tales fines, asociar la actividad del organismo respectivo con determinada candidatura, tendencia o partido político, ejercer coacción sobre otros empleados o sobre los particulares con el mismo objeto, y, en general, valerse de la autoridad o cargo para favorecer o perjudicar, por cualquier medio, candidaturas, tendencias o partidos políticos. Así lo expresó esta Entidad Superior de Control en su oficio instructivo N° 48.097, de 2009, dictado con ocasión de las elecciones presidenciales y parlamentarias y que se encuentra vigente y, por ello, debe ser estrictamente cumplido.

Puntualizado lo anterior y en tales condiciones, la Contraloría General de la República, frente a eventuales infracciones que los Ministros de Estado, en el ejercicio de sus funciones, cometan contra las normas sobre probidad administrativa, se encuentra en el deber de pronunciarse acerca de la ilegalidad consiguiente de sus actuaciones u omisiones, comoquiera que por mandato del artículo 98 de la Carta Fundamental, le corresponde ejercer el control de legalidad de los actos de la Administración del Estado.

Todo ello, sin perjuicio de las posteriores responsabilidades que puedan hacerse efectivas contra dichos Secretarios de Estado, por parte de la Cámara de Diputados y el Senado de conformidad con las disposiciones que regulan la acusación constitucional. Así se desprende del artículo 52, inciso tercero, de la citada ley N° 18.575, cuando prevé que la inobservancia al principio de probidad “acarreará las responsabilidades y sanciones que determinen la Constitución, las leyes y el párrafo 4º de este Título, en su caso”.

En este orden de consideraciones, es necesario precisar ahora que la sola consagración de la acusación constitucional no impide a esta Entidad Fiscalizadora ordenar la apertura de un procedimiento sumarial, en cuanto “medio formal de establecer hechos sujetos a una investigación” en los términos del artículo 134 de la ley N° 10.336, Orgánica Constitucional de la Contraloría General de la República. De esta forma, únicamente cuando el resultado de la indagación arroje antecedentes precisos y relevantes que permitan suponer la participación concreta de un Ministro de Estado, e independientemente de las posibles sanciones aplicables en lo inmediato a otros funcionarios comprometidos, cabría remitir los antecedentes a la Cámara de Diputados para que ésta proceda como estime del caso.

Así las cosas, sin perjuicio de ratificar la jurisprudencia administrativa anterior, en orden a que los Ministros de Estado se encuentran afectos al principio de probidad administrativa, esta nueva forma de proceder a la que -en lo sucesivo- se atendrá estrictamente la Contraloría General de la República para ejercer sus potestades fiscalizadoras respecto a dichas autoridades, importa dejar sin efecto todo dictamen precedente que le sea contrapuesto.

De lo expuesto y en resguardo de la certeza jurídica, este criterio sólo resulta aplicable hacia el futuro, sin afectar los casos particulares ocurridos con anterioridad, de manera que no procede, en esta oportunidad, calificar las actuaciones denunciadas por los interesados.