Liberté, égalité... justice constitutionnelle?

diciembre 23, 2008

Desde la adopción de la Human Rights Act hace una década no ocurría un fenómeno tan cargado de señales para el derecho público comparado, como la introducción de la excepción de constitucionalidad (remedio análogo a la inaplicabilidad de la ley chilena) en derecho francés.

Por el momento las señales sólo pueden calificarse de confusas, pues la reforma constitucional de julio pasado aun no entra en aplicación (mientras no se dicte la ley orgánica que defina los detalles prácticos de la cosa).

En sus grandes líneas, el sistema constitucional francés no contempla propiamente un régimen de revisión constitucional de las leyes, sino sólo un mecanismo preventivo de control. Hasta aquí entonces, una vez promulgada, la ley votada por el parlamento no es objeto de contestación jurídica y debe aplicársela sin más. Ahora, según la reforma, el Consejo Constitucional podrá pronunciarse frente a cuestionamientos dirigidos a leyes en vigor; no se trata en estricto sentido de cuestiones de constitucionalidad de una ley, salvo en cuanto se denuncie que la ley afecta derechos o libertades garantizados por la Constitución. La reforma toma el cuidado de prever un filtro previo de las cuestiones de constitucionalidad, a cargo del Consejo de Estado o de la Corte de Casación, según. No obstante, el hecho es que el sistema de justicia constitucional a la francesa se enfrenta actualmente a la que, con seguridad, será su transformación más radical.

Aunque al parecer la reforma fue aprobada con mínima oposición doctrinal, ya se advierten críticas, como lo muestra este análisis más que escéptico, publicado en el sitio de los antiguos miembros del master en derecho público interno en París II, Panthéon-Assas. Assas, se sabe, tiene fama de universidad conservadora; por eso este escepticismo resulta doblemente interesante.

No se puede decir mucho más por el minuto.

Es cierto que el respeto a la ley ha decaído en Francia. Desde fines de los años 1980 rige la jurisprudencia Nicolo, que acepta que todo órgano que ejerza jurisdicción efectúe un control de convencionalidad de la ley, es decir, la someta a la primacía del derecho internacional, especialmente con la Convención europea de derechos humanos, que contiene un catálogo de derechos fundamentales tan o más rico que la Déclaration. Otro avance significativo en el debilitamiento de la ley, en un sentido que ha posibilitado el arrêt Nicolo, el fallo Gardedieu en febrero de 2007 introdujo un nuevo régimen de responsabilidad por hecho de las leyes “inconvencionales”*; si la palabra culpa (pase, faute) está ausente de los motivos del fallo, la alusión a las “obligaciones” que corresponden al Estado, atendido el “desconocimiento de los compromisos” internacionales observado en la especie, es bastante significativo de la evolución de las percepciones de la juez frente al modelo institucional francés. El mismo Daniel Labetoulle, hasta hace poco presidente de la sección del contencioso del Consejo de Estado, se manifestaba abierto a un abandono de la teoría de la ley pantalla…

Por otra parte, aunque la influencia del derecho francés en el derecho comparado se ha reducido en forma significativa, con su autopoiesis propia hasta ahora era uno de los pocos modelos jurídicos en ofrecer algún contrapeso a la idea de justicia constitucional a la europea, tal como se la difunde ahora. Caben pocas dudas de que este movimiento sea definitivo en el derecho francés; pero lo que augura la opinión de Gaudemet (que supongo es una entre varias) es la conformación de una nueva doctrina que respalde, en alguna medida, la autoridad de la voluntad popular.



*Actualizar en este sentido la opinión reciente de José Ignacio Núñez en Microjuris.

¡La tabacalera no!

diciembre 12, 2008

Tenía entendido que para el derecho hay retroactividad en los actos que extienden sus efectos a hechos acaecidos en el pasado. Por ejemplo, si por las importaciones efectuadas hace 2 años se ordena hoy un alza arancelaria, o si el castigo asociado a ciertas infracciones es aumentado (o sólo recién reconocido) mediante una ley posterior a su comisión.

Ahora resulta que, según Contraloría (Dictamen Nº 49531 de 2008), al declararse monumento histórico el edificio de Chiletabacos en Valparaíso -en julio de este año- el Ministerio de Educación (es decir, el Consejo de Monumentos Nacionales, CMN) extiende el alcance de sus disposiciones a una época anterior a su emisión, pues desconoce la existencia de un permiso de construcción otorgado al propietario dos años atrás para llevar a cabo un proyecto inmobiliario que envuelve (¿alguien se sorprende?) la demolición del edificio.

Frente a situaciones análogas a la anotada, una tradición larga y llena de sutilezas propias del derecho administrativo ha supuesto el reconocimiento del sacrificio pecuniario que pueda originarse, y su reparación mediante una indemnización de perjuicios. El Dictamen se inclina por una posición distinta, que impide siquiera que tal situación llegue a configurarse legalmente. Es con ese propósito que se hace intervenir, en parte, a la irretroactividad.

Es relevante determinar con precisión los conceptos porque, se sabe, según la ley de procedimientos administrativos, “los actos administrativos no tendrán efecto retroactivo, salvo cuando produzcan consecuencias favorables para los interesados y no lesionen derechos de terceros”. Contraloría invoca esta regla como argumento suplementario para estimar ilegal el decreto clasificatorio y ordenar al Ministerio su invalidación. Creo que ese criterio revela algunas lagunas en el razonamiento de Contraloría, en torno a las que sería interesante llevar adelante una reflexión (advierto, en todo caso, de mi escaso conocimiento de los temas urbanísticos).

1.

Me cuesta entender el razonamiento de Contraloría.

Ella misma informa de que entre la emisión del permiso de construcción y el decreto el dueño del predio ha pedido autorizaciones especiales para llevar a cabo demoliciones parciales del edificio. Efecto retroactivo habría, según lo que tenía entendido, si como consecuencia de ser ahora monumento histórico el edificio, el CMN hubiera de pronunciarse sobre demoliciones u obras de refacción anteriores a la fecha del decreto y no sólo sobre las que deberían venir para lo futuro. En otras palabras, habría efecto retroactivo si mediante una ficción (que es lo propio del efecto retroactivo, porque en verdad el pasado no puede trastocarse por el derecho) se asumiera que esas demoliciones parciales aludidas por el dictamen, u otras innovaciones a lo edificado, debieran ahora tenerse por ilegales por no haber contado con la autorización previa del CMN, exigida por la ley para cualquier innovación de ese género (Ley de Monumentos Nacionales, LMN, arts. 11 y 12). No es este el caso.

La protección monumental sólo opera para lo futuro. Sólo las innovaciones que el inmueble requiera a contar de la fecha del decreto pasarán a quedar sujetas a las restricciones inherentes a la propiedad monumental, dependiendo en su caso de una autorización del CMN. No hay ninguna alteración del pasado. Eso no es retroactividad. No hay que engañarse: es evidente que la declaratoria de monumento histórico tiene vinculación con el pasado, pues por definición la declaración solo puede recaer sobre edificios con algún grado de antigüedad, es decir existentes con anterioridad. Ahora bien, los efectos normales de una declaración de esa naturaleza suponen la conservación del inmueble, a lo menos en las condiciones en que se encuentre, a contar de su entrada en vigencia; es eso lo que ocurre siempre que se clasifican inmuebles en esta categoría, y desde ese punto de vista el caso de la antigua sede de Chiletabacos no presenta ninguna originalidad.

2.

Al pronunciarse sobre la legalidad del decreto Contraloría debería haberse planteado en primer lugar hasta qué momento un edificio puede ser declarado monumento histórico. En definitiva, la eficacia del decreto que Contraloría estima ilegal dependía justamente de la manera en que la ley ha previsto que un edificio, incluso una ruina, puede recibir el status monumental. Ese cuándo es una pregunta que la ley misma no resuelve en forma explícita, de modo que es necesario formular una interpretación razonable.

La alternativa que me parece más adecuada es aquella que rescata el propósito conservacionista de la LMN: proteger el patrimonio. Si de proteger se trata, entonces un inmueble puede naturalmente declararse monumento histórico mientras esté en pie, aunque se encuentre en estado de ruina, y sobre todo si su subsistencia está amenazada. La falta de mención legal a la oportunidad en que la potestad pública puede ejercerse debe suplirse mediante una interpretación funcional de los motivos que justifican su ejercicio.

No es esta la tesis acogida por Contraloría. Por cierto, no ha llegado al extremo de estimar que nunca un inmueble de propiedad privada podría ser objeto de esta clasificación. El perturbador precedente del Palacio Pereira (en que la Corte Suprema vació de todo contenido útil el régimen monumental) no podía tomarse en cuenta en esta sede sin pasar a llevar las funciones del Tribunal Constitucional. Sin embargo, la interpretación que Contraloría acoge también conduce a neutralizar la LMN, asumiendo algo así como que ésta sólo quiere que inmuebles “disponibles” (por decirlo de alguna manera), respecto de los cuales no pendan proyectos inmobiliarios, queden afectos al régimen de protección monumental. Así, para Contraloría el CMN sólo puede declarar monumento histórico un edificio hasta que su dueño no obtenga permiso para hacer con él algo incompatible con su conservación; o sea, que la protección del monumento depende de su dueño.

Si se analiza bien, el argumento de la retroactividad se manifiesta en este contexto como un artificio retórico para ocultar que, en realidad, se está depositando anticipadamente en el permiso de construcción unos efectos jurídicos que sólo pueden consolidarse a partir de la demolición del edificio. Como en verdad no hay retroactividad, para hacer verosímil un conflicto de temporalidad, Contraloría tiene que figurarse un escenario en que el tiempo transcurra aceleradamente al revés, trayendo el futuro (probable) al presente. De este modo, intenta mostrar que la aplicación inmediata del decreto clasificatorio se enfrenta con una situación jurídica (la ausencia de trabas a la construcción por inexistencia de monumentos) que se estima consolidada con la aprobación del proyecto, independientemente de que en el hecho la demolición no esté aun autorizada.

Pueden imaginarse las consecuencias que supondría extender esta singular interpretación a otros ámbitos. Hay que pensar, por ejemplo, que una concesión de pesca permitiría legalmente eludir las consecuencias de la veda de algún molusco. O que un plan de manejo forestal autorizado sería suficiente obstáculo a las medidas de protección de la flora nativa (abandonándose así las premisas de la “jurisprudencia” Galletué). O aun, si se sigue estirando la idea, que el permiso de circulación es como un rompefila frente a la restricción vehicular. En pocas palabras, la posibilidad de construir jurídicamente una política de conservación (del ambiente, de la naturaleza o simplemente de ciertos objetos) sería per se ilusoria de acuerdo a este planteamiento.

3.

La pregunta siguiente, entonces, debería haber recaído sobre la oponibilidad (llamémoslo así) del permiso de construcción al CMN.

Entiendo que ni la legislación urbanística ni la LMN dicen nada al respecto. Contraloría manifiesta que el decreto es ilegal porque desconoce el permiso de construcción. Contraloría echa mano del estatuto autoritario de los actos administrativos (aquí, sólo el permiso de construcción), único sustento positivo de su afirmación. Tal vez esta era la ocasión para destacar el peso específico de los atributos del acto de autoridad: al menos la presunción de legalidad parece ajena a esta disputa, porque el decreto no reputa ilegal el permiso.

¿Por qué no abordar de frente la cuestión? Afirmar que un permiso de construcción inhibe legalmente al CMN supone recortar la esfera de la protección patrimonial, es decir supone que la autoridad no puede usar in extremis la declaración de monumento histórico como instrumento de protección de un bien patrimonial cuyo deterioro es inminente. Tomando en cuenta que hoy por hoy la amenaza más potente al patrimonio urbano proviene del sector inmobiliario, la solución de Contraloría presenta la desventaja de tornar ineficaz la protección patrimonial prometida por la LMN, probablemente en el ámbito en que es más necesaria.

4.

Entre las consideraciones más extrañas que formula Contraloría en este dictamen se cuenta aquella referida al deber de coordinación entre servicios públicos. Dice en el fondo que el CMN no podía ignorar lo que estaba haciendo o lo que había hecho la DOM de Valparaíso al otorgar el permiso de construcción. Pero uno puede preguntarse si este deber de coordinación no es recíproco, es decir, si al resolver sobre un permiso de construcción los servicios municipales no deben interrogarse también sobre lo que puede hacer el CMN, si acaso el sitio en que se pretende construir merece, verosímilmente, protección monumental.

No veo en qué este argumento de la coordinación ayude a Contraloría. Si el deber de coordinación tuviera la virtud de tornar ilegal el decreto, no favorece la legalidad del permiso de construcción, que quedaría igualmente fragilizado. Es este tipo de casos (o acaso este tipo de pronunciamientos) lo que mejor ilustra las debilidades de Contraloría como sucedáneo de una auténtica justicia administrativa.

Pienso que merecía la pena estudiar mejor la cuestión. Me parece que el dato orgánico y funcional de la clasificación monumental (decisión de un Ministro de Estado adoptada por decreto) es suficientemente revelador de que, en lo que respecta a la protección de monumentos históricos, la decisión definitiva no puede quedar radicada en la esfera local, lo que la sitúa en un plano distinto del puramente urbanístico.

5.

Es casi seguro que Contraloría ha echado mano del argumento de la retroactividad por su cercanía con la idea de derechos adquiridos, y en definitiva con el derecho de propiedad en el sentido que le ha asignado la dogmática constitucional chilena. ¿Era necesario? La manifestación más fuerte de esta tendencia a proteger la propiedad es aquella que ve expropiaciones doquiera que exista una política social, por poco que ésta toque a los intereses pecuniarios de alguien. Pero, aun de aceptar ese criterio de la doctrina más corriente, se observará que la expropiación no es retroactiva (véase, si no, qué pasa con los frutos); siempre opera hacia el futuro. Quiero decir, no por tener efecto inmediato una decisión o una determinada política pública cumple el standard constitucional; son cuestiones independientes.

Es bastante claro que la declaración de monumento histórico del edificio de Chiletabacos es poco compatible con el permiso de construcción en que confiaba su propietario actual (pero ¿son de verdad incompatibles?). No obstante, Contraloría se limitó a constatar el sacrificio del permiso de construcción, sin percibir que por sí solo ese sacrificio no demuestra la ilegalidad del decreto en cuestión. ¿La frustración del fin del permiso de construcción es síntoma de una ilegalidad? No me lo parece, y creo que los argumentos de Contraloría no consiguen demostrarlo.

Naturalmente, nada de eso significa que en sí mismo el sacrificio carezca de consecuencias jurídicas, sobre todo si se analizan las respuestas que tradicionalmente el derecho administrativo ha previsto para casos análogos. Recuérdese que ni aun en el ámbito contractual (terreno en que florecen por excelencia los “derechos adquiridos”) la autoridad pública pierde sus potestades generales, pero eso tampoco supone un sacrificio gratuito del particular. ¿Le dice algo la expresión “hecho del príncipe”? Para Contraloría, sin embargo, admitir que la solución al caso se hallaba probablemente en el terreno de la responsabilidad extracontractual era reconocer su incompetencia (ratione materiae, se entiende).

Jueces y democracia

diciembre 11, 2008

Para aquellos que deseen fortalecer sus opiniones sobre un rol activista en la creación de derecho por parte de jueces ordinarios y constitucionales este libro provee buenas herramientas para lograrlo. Para aquellos, en cambio, que están algo convencidos de que la ley conserva algo de dignidad (parafraseando a Waldron) este texto les dará más de algún dolor de cabeza.
Lo primero que puede decirse es que el autor es un juez israelí bastante reputado y con bastante auto confianza toda vez a que a lo largo del libro se cita a sí mismo hasta el hartazgo (curioso mal antropológico). De ahí que hasta puede entenderse el texto como una mezcla entre libro científico y colección jurisprudencial.
Su tesis principal es que el juez tiene un papel activo en la defensa de la democracia principalmente a través de su función de servir de puente entre el derecho y la sociedad mediante el ajuste de las leyes a los tiempos que corren. Ello explica que sostenga una defensa fuerte a la interpretación teleológica de las normas jurídicas que permitan a los jueces “actualizar” el derecho a cada caso concreto.
Esta labor de puente está fuertemente ligada a la profesión judicial. Y es que ser juez, para nuestro autor, es definitivamente una forma de vida, algo así como una labor monacal cuyo norte es la búsqueda de la verdad de una forma honesta e imparcial. Su búsqueda está referida a aquellos fundamentos verdaderos aún cuando estos no sean lo que la mayoría acepta hoy en día. El juez, en esta visión, siempre posee un principio o valor residual al que echar mano en sus decisiones y este no es otro que el valor de la justicia. Los jueces deben siempre alcanzar soluciones justas: justas para las partes, para la sociedad y para el derecho. De ahí su búsqueda al interior de derecho de aquellos “principios implícitos” al ordenamiento jurídico que forman parte del ethos de éste.
La concesión de tanto poder hace aflorar de inmediato la duda acerca de la falta de control a las apreciaciones judiciales. La respuesta a esta falta de control efectivo, dice el autor, no es fácil pero la respuesta más satisfactoria a ese único “autocontrol” es que los “los jueces, debido a su educación, profesión y rol y de acuerdo a las restricciones a su discrecionalidad están bien entrenados para lidiar con conflictos de intereses”. Los otros poderes, debo suponer, no lo están.
Lo mejor del libro es una cita magistral al Juez Holmes que copio aquí como corolario para así poder atenuar aunque sea un poco esta escalofriante carga de activismo:
“As law embodies beliefs that have triumphed in the battle of ideas and then have translated themselves into action, while there still is doubt, while opposite conviction still keep a battle from against each other, the time for law has not come; the notion destined to prevail is not yet entitled to the field. It is misfortune if a judge reads his conscious or unconscious sympathy with one side or the other prematurely into the law, and forgets that what seem to him to be first principles are believed by half his fellow men to be wrong.”
[Barak, A. (2006) The Judge in a Democracy, Princeton: Princeton University Press]

El Director de obras municipales, ¿legitimado pasivo en un juicio de nulidad de derecho público contra un permiso de construcción?

diciembre 03, 2008

Dejo aquí este fallo que simplemente me cuesta digerir.

Se discutía sobre un permiso de construcción de un murete de separación entre dos predios. Los hechos son relativamente complejos (un contrato de transacción previo, recursos de protección diversos, interpretación del concepto técnico de “adosamiento” según la OGUC, artículo 2.6.2), pero irrelevantes para lo que interesa aquí. Los dueños de uno de los predios pedían la nulidad de derecho público del permiso y la indemnización de perjuicios consecuente. La demanda se dedujo contra la comunidad de copropietarios del edificio vecino, el presidente de su consejo de administración, y en contra del Director de Obras Municipales de Viña del Mar ad hominem.

Ahora bien, como la demanda subentendía que el órgano público es responsable de los daños, el juez de la instancia asumió que el Director de Obras carecía de la legitimidad pasiva en cuanto a la responsabilidad. No obstante, no se vio inconveniente alguno en acoger la demanda de nulidad de derecho público, aun cuando ni la Municipalidad de Viña del Mar ni el Fisco fueron emplazados. En definitiva, la acción fue acogida con la sola versión del Director de Obras, sin indagar si tiene la representación judicial de un organismo público con capacidad procesal, confiando así en ese funcionario la defensa judicial del interés general. ¿El Director de Obras no tendrá, aunque sea por azar, contacto con la asesoría jurídica del municipio?

¿No hay ninguna luz de alarma que se encienda en estos casos? Tal vez haga falta que la próxima vez sea el funcionario corrupto quien defienda la legalidad del acto para que alguien se escandalice. ¿Que habrá que esperar para municipalidades con menos recursos que Viña del Mar?

¿Para qué cambia Contraloría el régimen de la toma de razón?

diciembre 01, 2008

Hace poco Contraloría tomó razón de un acto emanado de ella misma, la resolución Nº 1600, de 30 de octubre pasado, destinada a fijar normas sobre la exención del trámite de toma de razón. Deroga, naturalmente, la resolución 55 y su texto refundido, la resolución 520, ampliamente conocidas de los especialistas.

La Resolución 1600 introduce algunos cambios en el “sistema” de toma de razón. En esencia, recompone el mapa de las exenciones, reclasificando algunos actos en exentos y otros en afectos. Entre otros cambios de detalle, en el ámbito de los servicios de utilidad pública, por ejemplo, la toma de razón pasa a adquirir un papel bastante más protagónico que hasta ahora. En materia contractual, igualmente, hay un esclarecimiento de las reglas del juego susceptible de extender el control más allá de los límites actuales (pero también de restringirlo, en función de los montos considerados). Por otra parte, se instituye de ahora en adelante un mecanismo que puede ser bastante cómodo para que la propia administración aconseje la exención de cierto tipo de actos, si en un período anual no se han registrado a su respecto problemas relevantes. Los cambios también interesan en menor medida a los controles de reemplazo, y sobre todo a la situación de las empresas públicas.

Estos cambios, si no eran previsibles, al menos se inscriben en una línea tradicional, de modo que no generan sorpresas. El Contralor probablemente ha querido reforzar la identidad específica de su gestión (que ya tiene una coloración bastante particular) mediante un nuevo documento de este género. Ahora bien, por encima de eso, es pertinente interrogarse acerca del significado del acto, que en el fondo representa renovar la confianza en la toma de razón. Que algunos se inclinen por esa alternativa (recuerdo, incluso, una carta del ex Contralor Silva Cimma criticando el régimen de las exenciones) no garantiza que el tema sea pacífico. La toma de razón representa en cualquier caso, desde el punto de vista de la administración, arena en los engranajes del poder. Si ya Contraloría tiene un protagonismo cierto en el terreno financiero (cuya percepción ciudadana parece ser positiva), fortalecer su influencia en el ámbito jurídico no es una opción neutra.

En este minuto, tal vez más que nunca antes, se requiere una reflexión más profunda sobre el papel de Contraloría en el terreno jurídico. Con no muy buenas razones, sin duda, pero con un trasfondo de verdad que no admite demasiada discusión, Contraloría está perdiendo el prestigio que tuvo. Esos fallos de la Corte de Santiago en 2006 que la han considerado poco más que una mera instancia de control formal de los actos administrativos son una señal potente de la reticencia que despierta la intervención actual de Contraloría en un Estado de Derecho sustancialmente diverso del que había en la edad de oro de Contraloría (grosso modo, los años 1950). La circunstancia de que el estatuto de Contraloría haya formado parte de los últimos proyectos de modernización o de probidad (e incluso de la agenda de precandidatos presidenciales) da igualmente cuenta de la necesidad de debatir a su respecto.

Desde luego carece de fundamento jurídico desconocer que Contraloría tenga el papel que viene teniendo desde hace más de medio siglo (como han hecho esas sentencias antes mencionadas). Cosa distinta es preguntarse si se justifica hoy mantenerla jugando ese rol, o si no conviene repensarlo, rearticularlo en consideración a los datos actuales del derecho positivo. En un entorno en que, bien o mal (más mal que bien, por desgracia, en realidad), los tribunales se vienen tomando el terreno contencioso administrativo, ¿tiene sentido que dos voces, con frecuencia discordantes, pronuncien el derecho aplicable a la administración?

Contraloría no entregará tan fácil el terreno que ocupa. Ya se ha visto cómo se defendió ante la irrupción de un nuevo entrante en su “mercado” (el defensor del pueblo). La mayor presencia que hoy tiene en el debate público, en torno a episodios de corrupción o de mala administración, y también esta profesión de fe en la toma de razón que representa la Resolución 1600 se inscriben en el mismo sentido: reafirmar que Contraloría es necesaria y que su labor está plenamente justificada.

¿Cuál cree Contraloría que es su misión? En los considerandos de la Resolución 1600 se lee que la toma de razón es esencial para el Estado de Derecho “desde que evita que lleguen a producir sus efectos actos que lesionen derechos fundamentales de las personas”. ¿Por qué preocuparse más de los derechos fundamentales que de otros valores constitucionales como la separación de poderes o del respeto a la soberanía nacional? Uno podría pensar que su pertenencia a la administración del Estado (su status no jurisdiccional) se justifica por un cierto espíritu de colaboración con el poder, lo que se traduciría en indicar a la administración activa los caminos que hacen viable una cierta política pública. Hay distintas maneras de concebir el control de la administración, y tal vez la más propiamente administrativa de ellas sea la forma colaborativa. En definitiva, la sujeción de la administración a la legalidad no sólo se justifica en cuanto límite al poder, sino precisamente en la medida que la administración es el instrumento de ejecución de la ley, expresión de la voluntad soberana. Encargar el control de la administración a la administración permite así asegurar que la ley será ejecutada y sus propósitos se alcanzarán de la mejor forma.

Un mecanismo de control útil para oponer sistemáticamente a la administración la condición de los administrados es ciertamente necesario para un Estado de Derecho, pero es dudoso que esa sea labor de un órgano administrativo. ¿Quiere Contraloría ser el ministerio público de la administración? ¿Quiere ser el juez? En lo personal no estaría en desacuerdo; de hecho, me parecería institucionalmente más honesto, y técnicamente más preciso que conformarse con las soluciones de la justicia ordinaria. Dudo que aggiornando la toma de razón sea la manera de conseguirlo.