¿Cuántos años me quedaré? Constitución y periodo presidencial

agosto 25, 2008

Todo parece indicar que reformar nuestra Constitución no cuesta mucho ni tampoco implica tanto trabajo. Hace ya algunos años fueron presentados tres proyectos de reforma constitucional (5404-07, 4497-07, 4382-07) que pretendían la modificación tanto del actual periodo presidencial como de las fechas de las elecciones, esto último, para evitar que aquellos que están de vacaciones no tengan la “molestia” de volver a sus ciudades a cumplir con su deber. Luego de algunos años en que estos proyectos durmieron el sueño de los justos, hoy reviven porque, al parecer, existiría cierto consenso en aprobarlos.
En un reciente reportaje, se mostraba cómo diversos senadores o diputados adelantaban sus preferencias respeto al primero de estos problemas, es decir, cuál debe ser la duración del periodo presidencial. Cuatro años sin reelección, cuatro con reelección, cinco sin reelección. Del mismo modo, se aprovecharía esta oportunidad para reformar la duración del mandato de senadores y diputados para que las elecciones de todos estos cargos se realice de manera más coordinada. La duración de los senadores, por ejemplo, también parecería discutible. Que se mantengan los 8 años, que cambien a 5 años, siempre evidentemente con reelección, parecen ser las opciones que se barajan.
Desde la perspectiva de lo que significa un debate constitucional, creo que tanto estos proyectos de modificación como la discusión política de un tema tan relevante como la duración del mandato del Presidente revelan la descuidada forma en que nos estamos tomando la reforma de nuestra Constitución[1].
En efecto, lo primero que cabe indicar es lo pobre del principal proyecto de Reforma constitucional antes referido (Nº 4497-07). Este proyecto tiene su origen en una moción de un grupo de diputados principalmente de izquierda que propone el plazo de 5 años de duración tanto para el Presidente de la República como para todos los demás parlamentarios. La motivación de este proyecto – lugar en el cual los ciudadanos podemos examinar los argumentos que fundan la modificación que se propone – esgrime que el pazo de 4 años es “claramente insuficiente” y que “muy lejos de permitir a un gobierno desarrollar su programa, ha sido propicio para comenzar, a muy corto andar, a manifestar intenciones presidenciales, y aún derechamente candidaturas”. Con respecto a la duración de diputados y senadores (ambos se elegirían con una duración de 5 años) el proyecto encuentra su sustento en “la idea de generar también una coherencia y adecuación lógica del sistema electoral, nos parece que el período parlamentario, también debiera ser múltiplo de 5, tanto para diputados como para senadores, ya que tampoco se entiende que existan períodos distintos para las distintas ramas del poder legislativo, ni aún se justifica ya el bicameralismo, sino como una reminiscencia de la nobleza real”.
Como puede verse, todo parece indicar que, en los tiempos que corren, la “exposición de motivos” de los proyectos de ley ha dejado de tener la importancia que alguna vez tuvo. Nada más fácil que ver unos cuantos proyectos de ley (sobre todo mociones) para verificar que gran parte de ellos carecen de la más mínima fundamentación, son descuidadamente redactados y carecen de toda referencia a estudios políticos o jurídicos que avalen sus principales premisas. Esta tendencia es curiosamente contradictoria con aquella vigente en el ejercicio tanto del poder ejecutivo como del judicial donde la fundamentación de las decisiones ha pasado a tener – producto del llamado giro argumentativo – un papel tanto o más protagónico que la decisión misma. Los proyectos de ley o de reforma constitucional han pasado a ser, así, una especie de “lanzamiento de la idea”, para que la discusión – suponemos de mejor nivel – sea desarrollada al interior de las Comisiones.
Lo segundo que quisiera comentar es lo pobre del debate político que sigue a estas decisiones. La discusión acerca de la bondad de una u otra opción se asemeja más a un escenario ferial que a una discusión razonada. ¿Es efectivo que cuatro años es un plazo realmente breve para desarrollar un programa de gobierno, y que cinco no lo es? ¿Y es que realmente consideramos el ejercicio del poder presidencial como un generador y finalizador de programas específicos o también requerimos continuidades o proyectos a más largo plazo? ¿Qué tipo de proyectos son los que tienen problemas debido a lo reducido del periodo? ¿La idea de la reelección de diputados y senadores no conlleva además una específica opción acerca de cómo queremos diseñar la relación entre una amplia ciudadanía y una compacta y cerrada “clase política”? ¿No sería también interesante pensar en sistemas donde no hubiese reelección en ninguno de los puestos políticos y así evitar que ciertos parlamentarios eliminen las pretensiones políticas de prácticamente una generación completa? Cuanto quisiera que todas o algunas de estas preguntas pudiesen ir discutiéndose cuando lo que se propone es una modificación constitucional como la que analizamos. Y es que creo que el cambio en las reglas del juego bien merece a veces un tiempo de reflexión.

[1] En este sentido, es totalmente revelador el artículo de Eduardo Aldunate “El fin de la transición hacia una Constitución de poca importancia. Visión crítica de la reforma de la ley Nº 20.050”. En Reforma Constitucional, Coord. F. Zuñiga, Santiago, LexisNexis, 2005, p. 67 y sgtes.

4 comentarios:

Encuentros Regionales de Derecho Público dijo...

A pesar de las muchas exquisitas y pulcras divagaciones que formula el profesor Raúl Letelier, me atrevo por esta vez a hacer un comentario breve acerca de la evidente falta de fundamentación de un proyecto de ley o de reforma constitucional.

No podemos olvidar que, en términos generales, toda forma de arbitrariedad está prohibida en nuestra Carta Fundamental, principio que se expresa con meridiana claridad en el párrafo segundo del art. 19 N° 2. Me parece que una ley que sea poco fundamentada en su fase de generación no genera inconstitucionalidad de la misma, pero sí, puede estimarse inconstitucional la conducta del legislador, que aunque suene parecido, no es lo mismo. No es un reproche al precepto, sino que a la conducta. Nos e invalida la norma, sino que se critica al órgano.

En segundo término, esa falta de rigurosidad en la sustentación de los motivos jurídicos de la dictación de una norma (algo así como la insuficiente exposición de las fuentes materiales de la misma), me hace recordar el motivo esgrimido por la Junta de Gobierno en Noviembre de 1973 cuando disuelve el Tribunal Constitucional. En esa ocasión, el argumento fue que al no existir Congreso, no tenía razón de existir el TC cuya principal misión era dirimir las cuestiones de competencia surgidas entre dicho órgano legislativo y las autoridades administrativas. Ello, como si el Control de Constitucionalidad de las leyes fuera una tarea meramente accesoria. Sin palabras.

Da la impresión que, como siempre, es bueno recurrir a los clásicos. Recordar que la Ley –y como no, la Constitución- ha de ser (no como un ideal, sino como una característica propia de su esencia) un dictado proveniente de la razón. Así lo decía Aristóteles, Santo Tomás, Montesquieu, Rousseau...... La ley no solo ha de ser justa, no solo adecuada, sino que por sobre todo racional. La ausencia de fundamentación atenta directamente en contra de aquello. Y por lo mismo, requiere un urgente cambio de conducta de nuestros legisladores.

Encuentros Regionales de Derecho Público dijo...

Firma el anterior posteo:

Hugo Tórtora
Profesor de Planta
Universidad de Las Américas
Viña del Mar

Rodrigo Pérez Lisicic dijo...

Estimado Raúl, es interesante tu reflexión, que gira en torno a varias cuestiones: la cuestión del carácter ordinario con que se viene reformando la Constitución; la cuestión sobre la fundamentación de los proyectos de reforma constitucional; la cuestión de la razonabilidad en sí de la moción propuesta; y, por último, la cuestión -tal vez, la más relevante- de los períodos presidencial y parlamentario en Chile. Me quedo con esta última. Las demás no tienen pies ni cabezas, pues muchas consideraciones pueden ser discutibles: a lo mejor, llevar las elecciones presidenciales en el mes de julio no sea la solución, pues quién querría enfriarse con tan bajas temperaturas haciendo colas con lluvias? No lo sé...se me ocurre que es un factor a considerar tan importante como el hecho de estar de vaciones para la segunda vuelta (Ballotage). Si alguien piensa que sería mejor septiembre...pues cuidado con los pasados de copas en el período pre y post fiestas patrias, no vaya a darse el caso de una distorsión de la voluntad popular condicionada por el trago de la nación, la chicha. Estas y muchas otras consideraciones constituyen patrañas y mediocres ejercicios de la actividad creadora de Derecho.
Vuelvo a mi predilección antes señalada: la cuestión de los períodos, en especial, el de los presidentes. La historia constitucional chilena conoce variadas fórmulas. La Constitución de 1818 (Título IV, Capítulo Primero) remite este asunto al "reglamento" que dicte el legislador; La Constitución de 1822 (art. 82) establece un período de seis años con rellección sólo por cuatro años más; la Constitución de 1823 (art. 14) le fijó cuatro años, reelegible mediante un extraño sistema electoral por cuatro años más; la Constitución de 1828, en su art. 62, le fija un período de cinco años, sin posibilidad de reelección inmediata; la Constitución de 1833, mantiene el período de cinco años, pero restablece la reelección por cinco años más (art. 61), con la rareza adicional de admitir un tercer período siempre y cuando hubiere mediado cinco años entre la segunda y la tercera elección presidencial (art. 62); la Constitución de 1925 (art. 62) restablece el período presidencial popr seis años sin posibilidad de reelección inmediata por otros seis años más; finalmente, el constituyente autoritario de 1980 fijó un período de ocho años pensados entre 1981 y 1989 (dictadura) y otros ocho años más si la voluntad popular plebiscitada autorizaba las pretensiones de confirmación de Augusto José Ramón en el poder hasta 1996. Si no se confirmaba la pretensión, el restablecimiento del régimen democrático supuso un ejecutivo de transición por cuatro años sin reelección. La reforma de 1994 restablece el período de seis años sin reelección y la de 2005, de nuevo con cuatro años sin reelección. ¿Qué es esto, en definitiva? ¿Qué se ha tratado de legislar en realidad? ¿Qué supuestos previos a la discusión sobre los períodos presidenciales han estado en consideración al momento de determinar el texto definitivo? No vacilo en responder que la cuestión del período presidencial no puede ser desvinculada o sustraída de la reflexión sobre la naturaleza de nuestro régimen político presidencialista. Esto exige sincerar públicamente las características de lo que Ferdinand Lasalle llamó la "constitución real", las fuerzas vivas presentes en el régimen político chileno. No cabe duda que ese no es el camino, como asimismo no cabe duda que la mantención de la regla de no reelección de los presidentes ha sido un aporte a la racionalización política de nuestro Estado de Derecho. Chile, al igual que otros pueblos latinoamericanos con régimen presidencialista, tiene fuertes tendencias a perpetuar en el poder bloques o partidos políticos y, con ellos, a sus líderes. La no reelección es una conquista de la democracia chilena y de las fuerzas políticas democráticas. La cuestión del "quantum" pienso debe estar en directa relación con esta conquista del derecho político chileno. El que sean cuatro, cinco o seis años no es algo que deba satisfacer criterios de eficiencia en la gestión política del gobierno de turno, sino más bien un criterio mucho más saludable como es pensar en la importancia de la alternancia en el poder, única dimensión que revitaliza la participación política y la res-pública. No es un problema tecnocrático, sino de carácter práctico-moral.

Raul Letelier dijo...

Es interesante eso que afirmas Hugo sobre la aplicación de la idea de arbitrariedad, o lo que es lo mismo, del standard de razonabilidad, a la aceptación popular de las decisiones legislativas. El caso de la reciente autoasignación del bono de bencina por parte de los diputados es un interesante ejemplo de un rechazo popular a una decisión arbitraria.
No estoy tan seguro Rodrigo que la elección de un plazo de 4 o 5 años no deba ser resuelta mediante criterios "tecnocráticos" (si es que estos realmente existen; como sabes hasta la más pulcra de las ciencias no parte de una "tabula rasa" sino que requiere ciertas asunciones o bien metafísicas, teóricas o metodológicas) y que ella deban ser analizada sólo mediante técnicas político-morales. Tal vez eso puede funcionar para determinar si aceptamos o no la reelección, pero entre la opción de un plazo de 4 o 5 años creo que, por ejemplo, elementos "técnicos" como el análisis del tipo de proyectos socio-económicos que hoy se desarrollan, las técnicas actuales de evaluación de proyectos, los plazos ideales para desarrollar proyectos de gran escala o los plazos de acción y desgaste de una Administración Pública, puden ser elementos interesantísimos ante decisiones específicas de este calibre.