Proyecto de reforma al artículo 114 de la Constitución

junio 30, 2008

Un Estado y Administración centralizados, ha sido la trayectoria histórica reinante en nuestro país. Este modelo se ha venido a concretar a partir de la Constitución de 1833, aspecto que colaboró ineludiblemente en el proceso de consolidación de la República. A su vez, esto significó el triunfo político “Liberal-Conservador” sobre una tendencia más progresista, inclinada a un desarrollo territorial políticamente diverso.
Han transcurrido más de 170 años de desarrollo de organización centralista y el panorama no avizora grandes cambios en este sentido. Las múltiples reformas que han sufrido en especial la Carta de 1980 y las normas correspondientes de organización regional no han producido un impacto mayor en la necesidad de una Administración más descentralizada. El modelo democrático requiere despejar una estructura de descentralización en orden de ajustar el interés y realidad territorial, a la necesidad concreta.
Hoy se encuentra en nuestro Congreso un proyecto de Reforma Constitucional (1) destinado a modificar: a) la forma de elección de los Consejeros Regionales, b) el ámbito de traspaso de competencias administrativas, como también la naturaleza de estas, c) el ajuste pertinente en torno a los requisitos para la elección de Consejero Regional, y d) la reserva legal referente a la cesación de los cargos de consejero regional, alcalde y concejal.
Este proyecto de reforma contaría con fuertes posibilidades de aprobación, dado su estado de avance. Por ello, surge nuestro interés de comentar un aspecto central, cuál es, la modificación al artículo 114 de la Constitución (2), norma que actualmente impone al legislador el desarrollo de las formas de descentralización y desconcentración administrativa.
El artículo propuesto en el proyecto, traslada la iniciativa de descentralización al Presidente de la República por intermedio de la ley especial que corresponda a efectos del desarrollo técnico-jurídico. El órgano receptor de las competencias es el Gobierno Regional. Asimismo, en lo referente a las competencias, la regla describe tres aspectos relevantes: i) la transferencia de competencias asignadas a ministerios y servicios públicos; ii) el contenido competencial: “ordenamiento territorial, fomento de las actividades productivas y desarrollo social y cultura”, y; iii) la posibilidad de delimitar el ámbito temporal de asignación de las materias competenciales.
A simple vista, el proyecto podría generar alguna expectativa en cuanto a la concreción de un moderado sistema de autogobierno regional. Pero, nuestro legislador no ha ido más allá a lo que de iniciativa y discreción competencial supone. No observamos por ello una asignación de competencias de manera transversal y asignada a todo Gobierno Regional. Más bien, inferimos, por una parte, un tratamiento restringido en la forma de asignar el ámbito de competencias y, por otra, un sistema que deja la posibilidad de distribuir las competencias de forma desigual.
Desde el punto de vista de las materias competenciales, estas se centran en los tres sectores ya aludidos. No podemos negar que las materias con posibilidad de ser transferidas se caracterizan por un fuerte interés de dejar en manos del Gobierno Regional aspectos de relevancia económico-social. Sin embargo, su trascendencia frente a sectores que podríamos calificar como básicos y con un impacto social relevante, es más bien, limitada.
Las competencias transferibles se vinculan a aspectos que guardan estrecha vinculación con la decisión de los Fondos de Desarrollo Regional. El gobierno regional tiene la facultad de decidir el grado de preferencia de estos fondos por sobre una materia determinada. Pero no la ejecución concreta u operativa de la competencia.
A esto se suma la necesidad de otorgar competencias en materias tan estructurales como son la salud y educación. El sistema dentro del cual se ejecutan éstas no ha estado a la altura de las necesidades, desde ya, de calidad del servicio como de su financiamiento. Una política y desarrollo desde el Gobierno Regional podría producir un impacto favorable y no limitado al sólo ámbito local o de gobierno central.
A lo anterior, se suma el hecho de que las competencias responden a aquellas asignadas a ministerios o servicios públicos vinculados con las materias antes expresadas. Con ello, se delimita aún más el marco de discrecionalidad por parte del Gobierno Regional. Este órgano definiría la forma de organizar el ejercicio de las competencias administrativas, pero no en extenderlas.
En lo tocante a un sistema que deja la posibilidad de distribuir las competencias de forma heterogénea. Ello se deduce, por un lado, en la facultad de transferir las competencias a “uno o más” Gobiernos regionales y, por otro, que estas competencias se pueden asignar de manera temporal o indefinida. El margen de transferencia es amplio. Así, el Gobierno tiene asignada una potestad de organización administrativa que podría favorecer el desarrollo de algunas regiones o de todas. Lo cual nos parece, de entrada, un aspecto que permite la inequidad en el ejercicio de las competencias, lo que puede entrar en contradicción con el mandato contenido en el art. 3 inc. 3 de nuestra Constitución.
Nos parece llamativo además, que el Presidente de la República puede entonces, extraer competencias ministeriales o de servicios públicos, a fin de asignarlas al Gobierno Regional. Con ello se alteraría la actividad de los secretarios regionales ministeriales respectivos, como de los servicios públicos dedicados al efecto en la región.
De esta sucinta exposición, concluimos que el Presidente de la República mantiene una iniciativa preeminente en lo que un proceso de descentralización supone. Nuestra realidad como país requiere trasladar potestades públicas de relevancia en un órgano descentralizado. Es la forma correcta de responder a las variadas necesidades y desajustes que ha dado causa nuestra centralización. El desarrollo económico y las necesidades sociales requieren de una recepción y respuesta contundente por parte del Estado. La superación de este sistema supondría la búsqueda de una Administración sometida a la materialización de sus fines, de manera eficiente y eficaz.

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(1) Proyecto de Reforma constitucional en materia de gobierno y administración regional. N° Boletín: 3436-07. Ingresado con fecha, Martes 16 de Diciembre, 2003. A esta fecha el proyecto de reforma constitucional se encuentra en etapa de segundo trámite constitucional.
(2) El proyecto de reforma establece: “Reemplázase el artículo 114, por el siguiente: "Artículo 114.- La ley orgánica constitucional respectiva determinará la forma y el modo en que el Presidente de la República podrá transferir a uno o más gobiernos regionales, en carácter temporal o definitivo, una o más competencias de los ministerios y servicios públicos creados para el cumplimiento de la función administrativa, en materias de ordenamiento territorial, fomento de las actividades productivas y desarrollo social y cultura.”

Ideología política tras las decisiones judiciales I

junio 25, 2008

Are Judges Political? expone los resultados de un análisis empírico de un conjunto de decisiones de las cortes de apelaciones federales de Estados Unidos – también llamadas cortes de circuito. La muestra incluye más de seis mil decisiones judiciales publicadas, dictadas por tribunales colegiados de tres miembros –y cerca de veinte mil votos individuales asociados a aquellas decisiones– de las trece cortes de circuito federales, entre los años 1995 y 2004. Las cortes de circuito están integradas por un número variable de jueces (entre 6 y 28) y deciden normalmente los asuntos en grupos de tres jueces seleccionados al azar.
Partiendo de la base de que estos jueces de corte son nombrados a propuesta del Presidente, previo asesoramiento y acuerdo del Senado, se intenta determinar si existe relación entre las preferencias políticas del presidente y las decisiones de los jueces nombrados por aquél. Los autores seleccionan sus casos de estudios, que son todos conflictos que tienen una notoria carga ideológica –política y/o moral– y los analizan aplicándoles tres hipótesis: 1) voto ideológico (el voto del juez puede predecirse por el partido del presidente que lo nombra); 2) moderación ideológica (la tendencia ideológica del juez puede atenuarse si sus otros compañeros de grupo son de un partido político distinto); y 3) amplificación ideológica (la tendencia ideológica de un juez se refuerza en presencia de otros dos jueces del mismo signo ideológico).
Las tres hipótesis se comprueban en la mayoría de los casos de estudio: discriminación positiva, discriminación sexual, protección ambiental, relaciones laborales, legislación de financiación de campañas, teoría del levantamiento del velo. En todos ellos, los resultados no sólo calzan con las tendencias liberales o conservadores de los jueces, sino que la composición ideológica del tribunal influye en el sentido del voto. Sin embargo, las hipótesis fallan en apelaciones sobre materias penales, daños punitivos, expropiaciones o legitimación procesal, y se comprueba que no hay presencia de voto ideológico ni influencias de los demás jueces. Por último, es relevante el partido que designa al juez, más no el desincentivador o polarizador ‘efecto grupo’, en casos controvertidos como el aborto o la pena de muerte, en que los jueces son impermeables al cambio de opinión.
Pese a que la intención de los autores es puramente la de describir y mapear las decisiones de jueces de carne y hueso en asuntos en que existe una fuerte división ideológica –cuestión que repiten varias veces a lo largo del libro– no faltan algunas afirmaciones de corte normativo, sueltas y poco argumentadas, que desentonan con aquel propósito. Por ejemplo, que a pesar de la influencia partidista o grupal en las decisiones judiciales analizadas, los resultados deben entenderse como un “tributo a la rule of law”, ya que la ideología no importa cuando la ley impone límites reales (p.85).... O cuando se propone (Cap.7) que es importante que existan tendencias contrapuestas en los jueces que decidirán un caso porque la ‘diversidad razonable’ es mejor que la uniformidad o la radicalización.
La disputa en torno al activismo judicial, o al rol político de los jueces, es de larga data. Es interesante, no obstante, el intento de los autores por trasladar la disputa bipartidista entre demócratas y republicanos a la arena judicial y presentarla apoyada en evidencias numéricas y estadísticas. Y también es sugerente (¿alarmante?) que un análisis temporal de estos mismos datos refleje (¿alerte?) que los jueces federales son más (¿más?) conservadores que hace unas décadas.
[Cass R. Sunstein, David Schkade, Lisa M. Ellman, y Andres Sawicki (2006), Are Judges Political? An Empirical Analysis of the Federal Judiciary, Washington D.C., Brookings Institution Press]

Por Flavia Carbonell Bellolio
Investigadora del Departamento de Derecho Público de la Universidad de León

Los casos judiciales que cambiaron Gran Bretaña

Gary Slapper, profesor de Derecho en la Open University y columnista permanente del Times, ha realizado una interesante tarea de recopilación de las noticias y comentarios referidos a los 100 más importantes e influyentes casos judiciales desde que Times fue creado en 1785. Aunque la mayoría de los casos se refieren a materias de derecho comercial o penal ello no les quita interés desde la óptica del derecho público pues permiten conocer y entender la evolución del razonamiento jurídico inglés a través de sus mas importantes casos. De esta forma, pueden verse los comentarios referentes al juicio de Oscar Wilde o a variados casos en materia de responsabilidad extracontractual como el famoso Donoghue v. Stevenson de 1932 que estableció las bases de la responsabilidad por negligencia. También es posible encontrar los comentarios al caso Wednesbury famoso por extender el control judicial de los actos administrativos a la verificación de la razonabilidad de la actividad administrativa.

Se han agrupado en cinco entregas que puedes ver aquí:

The cases that changed Britain: 1870-1916

The cases that changed Britain: 1785-1869

The cases that changed Britain: 1870-1916

The cases that changed Britain: 1916-1954

The cases that changed Britain: 1955-1971

Un muelle municipal no es vía pública, pero como si lo fuera.

junio 18, 2008

Comento muy a la rápida un fallo que acabo de leer.

Un bañista sale del agua por un muelle en la ciudad de Llanquihue. Con las conexiones eléctricas en mal estado (cajas destapadas, cables pelados), las partes metálicas del muelle hacen “tierra”: el niño se electrocuta, cae al agua y muere.

La cuestión de la responsabilidad municipal no es compleja. De hecho, la municipalidad se defiende alegando principalmente un caso fortuito, consistente en actos de vandalismo de terceros que habrían dejado al descubierto las conexiones eléctricas, en estado de electrificar al muelle en su totalidad. Pero no rinde prueba para acreditarlo.

Que la defensa de la municipalidad se limite a eso, como si fuera un caso de responsabilidad sin culpa (en que sólo exonera la falta de causalidad), no significa que el fallo consagre una responsabilidad de ese tipo. Dice, por cierto, que la responsabilidad es objetiva (dice muchas otras cosas innecesarias también, como que corresponde aplicar la teoría del órgano, en circunstancias que no está en juego el comportamiento de ningún sujeto que pueda reputarse “órgano” de la municipalidad demandada). Pero el fundamento de la responsabilidad es la falta de servicio: se ve comprometida porque la municipalidad falta a su misión de administrar convenientemente los bienes nacionales de uso público, como lo es el muelle en cuestión.

Ahora bien, la prueba directa de esa falta de servicio también es casi imposible de proporcionar: por eso el fallo la presume, sin decirlo. Se conforma con que los cables eléctricos estén en condición de transmitir la corriente a los componentes metálicos del muelle, para presumir que alguien (de la municipalidad) no hizo su tarea. En el fondo, el fallo aplica a este caso el mismo régimen que impera en los accidentes de vialidad (por mal estado de las vías públicas, o falta o deficiencia de señalización, conforme al art. 174 de la Ley del Tránsito), mostrando tal vez que el “género” del que arranca este tipo de presunciones de falta de servicio es la responsabilidad por conservación del patrimonio público o algo por el estilo.

Tiene otras cositas el fallo. Por ejemplo, no indemniza el pretium doloris de la víctima directa, que alcanzó a vivir antes de la muerte. Pero ese no es un problema específico del derecho público. Basta con lo dicho.

Entre urnas y cortes

junio 17, 2008

El pasado jueves 12 de junio de 2008, la Corte Suprema norteamericana decidió, por 5 votos con 4, que los presos de Guantánamo pueden recurrir en Habeas Corpus ante los tribunales civiles de distrito para que estos revisen la legalidad de su detención. Esta decisión llega después de 6 meses desde que fueran oídas las alegaciones orales y después de cerca de 7 años desde que, supuestamente, fueron detenidos varios de ellos. Como es de público conocimiento, en todo este tiempo han estado viviendo en condiciones notoriamente degradantes, sometidos a torturas –consideradas necesarias por el Gobierno norteamericano (pues mediante ellas se “salvan vidas”)– y sin las más mínimas garantías de un proceso meridianamente justo.
Exhibiendo el asunto de esta forma, parece imposible imaginar cómo puede llegar a suceder esto en un país definido como la cuna de la Democracia moderna, en el país donde emerge el más fuerte movimiento constitucionalista y en el país donde la posición activa de los jueces ha sido desde siempre considerada como uno de los elementos fundamentales de una buena protección de los derechos. Esto, sumado al hecho de que la Constitución contiene un grupo de normas radicalmente abiertas, permite la producción de las más diversas soluciones –o incluso de decisiones contradictorias– todas la cuales reclaman tener anclaje en dicho ordenamiento jurídico.
La respuesta es, naturalmente, compleja, pero creo que en cierta forma refleja las debilidades tanto del legalismo democrático como del constitucionalismo, en tanto modelos de preservación de un respeto a derechos básicos. Ni “todos” ni “unos pocos” defendemos muy bien esos derechos en las situaciones en que ello se requiere.
Por una parte, mediante una explicación de legalismo democrático (o positivista si se quiere), la ideología detrás de la actitud norteamericana para con los presos de Guantánamo ha buscado y encontrado un claro soporte legal, por un lado, en la “Autorización para el uso de fuerza militar”, por la cual el Congreso dio competencias amplias al Presidente para el uso de “toda la fuerza necesaria” en contra de aquellos que han participado, realizado o ayudado en los actos terroristas de Septiembre de 2001, y, por otro, en la Acta de Tratamiento de Detenidos de 2005, que establecía expresamente que ningún tribunal tendrá jurisdicción respecto de los detenidos de Guantánamo. Sólo tendrían competencia los denominados “Tribunales de revisión del estado de combatientes”, que precisamente revisan si el detenido tiene esa calidad para luego aplicarles aquel estatuto. Estos supuestos soportes legales, que de cierta forma ha sido considerado como una especie de Constitución de emergencia (y cuyas bases han sido sólidamente criticadas, entre otros, por Bruce Ackerman en su Before the Next Attack) han sido los invocados para recubrir jurídicamente la actitud del Gobierno. Incluso la tortura ha sido justificada jurídicamente, principalmente desde aquella perspectiva excepcional. El libro War by other Means de John Yoo –uno de los principales asesores del Presidente Bush– refleja muy bien esta ideología.
La protección de los derechos que ofrece la ideología constitucionalista o neoconstitucionalista también ha mostrado su debilidad, dada su exquisita vinculación a lo “buenos” que sean los jueces y a la mayor o menor lealtad de ellos con quienes los han nombrado (la existencia de jueces de derechas y jueces de izquierdas es manifiesta en este tipo de casos). De esta forma, si “los pocos” no son tan buenos, nada está asegurado. Luego de 6 o 7 años de cautiverio sin un proceso justo, bien puede hablarse de un fracaso rotundo de la garantía de los derechos por parte de los jueces.Pero al final del día todo parece indicar que debemos elegir una opción. La evolución que siga la legitimación de esa cárcel y del estado de sus presos, dirá mucho acerca del éxito o fracaso de estos dos modelos como protectores de los derechos fundamentales. Que sean las urnas o que sean las cortes las que resuelven primero esta aberración, condicionará significativamente las respuestas futuras sobre la protección conjunta de democracia y derechos fundamentales.

El jardinero de Santo Domingo

junio 15, 2008

El Tribunal Constitucional sigue podando el ordenamiento jurídico, extrayendo las reglas que considera contrarias a nuestra Carta Fundamental. Ahora le tocó el turno a nuestro sacrosanto Código Civil. En una reciente sentencia ha declarado inaplicable para un caso concreto el art. 2331 de este Código. El caso fue más o menos así. Un grupo de socios de un estudio jurídico excluyeron de hecho a uno de los socios produciéndole –según este– una grave afectación “de su honor, su intimidad y sus derechos como abogado en las relaciones con sus clientes”. Sobre la base de esto, el socio excluido demandó al estudio jurídico para que le indemnizaran los daños sufridos.

El art. 2331 del CC establece que las imputaciones injuriosas contra el honor o el crédito de una persona no dan derecho para demandar una indemnización pecuniaria, a menos que se pruebe daño emergente o lucro cesante, que pueda apreciarse en dinero. Es decir, el abogado excluido no tenía derecho a solicitar más indemnización que la que lograse acreditar por concepto de daño emergente y lucro cesante. Esto iría –según él–en contravención al art. 19 nº 4 de la CPR, pues impondría una limitación a la garantía del derecho constitucional de respeto a la vida privada y honra.

El Tribunal recorre de forma bastante simple el siguiente curso argumental: El principio de responsabilidad se encuentra incorporado al ordenamiento constitucional / Es claro que la infracción a un precepto constitucional es fuente de responsabilidad / En cuanto a la naturaleza del daño este puede ser material o moral / La regla general del ordenamiento jurídico es que todo daño deber ser indemnizado de conformidad al art. 2329 del CC / El Art. 2331 es una excepción a esa regla general de responsabilidad civil de que todo daño debe ser indemnizado / Tanto la historia del precepto constitucional como la doctrina entienden que el derecho a la honra también alude a la reputación, prestigio o buen nombre / Debido a la jerarquía (y normatividad) de la Constitución, y en tanto la indemnización en este caso actúa como una garantía al derecho a la honra, no puede aceptarse que el legislador pueda regular esa garantía de modo tal que imposibilite “la plenitud de su vigencia” comprimiendo “su contenido a términos irreconciliables con su fisionomía / La norma que realiza esa limitación es entonces inconstitucional y por ende inaplicable.

Dos comentarios pueden hacerse a esta sentencia.

1) En primer lugar, cabe hacer notar lo simplista del curso argumental seguido por el TC.

El tribunal parece haber olvidado que tras los delitos de injurias y calumnias (y por ende tras sus figuras civiles) existe un gran debate acerca de la vigencia de otro principio como es el de libertad de expresión e información. Existiendo estos dos principios en juego que reclaman su protección ¿le está realmente vedado al Legislador encontrar fórmulas de síntesis entre ambos? ¿Qué sucede con toda esa tendencia ya bastante asentada en el derecho comparado de ir disminuyendo las garantías al derecho a la honra en pro de privilegiar la libertad de expresión, instrumento vital en las actuales sociedades democráticas?

Por otro lado, el TC parece olvidar el gigantesco debate tras el tema de los daños morales. Sus detractores o aquellos que defienden su imperiosa limitación tienen poderosos argumentos a su favor. ¿Es que el legislador no podría adoptar fórmulas de síntesis sobre la base de todos esos argumentos?

Siguiendo la argumentación del TC, cualquier tipo de limitaciones a la responsabilidad debiera ser inconstitucional pues, de la forma en que él lo entiende, es claro que cualquiera de esas restricciones genera una depreciación en la garantía del derecho a la honra.

A toda infracción –parece decir– debe seguirle una indemnización completa de los daños. Y esto también es olvidar toda la discusión que existe desde hace ya bastante tiempo, acerca de los fines de la responsabilidad y de su utilidad como instrumento de justicia (distributiva según unos, conmutativa según otros). ¿Es que a cada daño debe seguirle siempre una indemnización? ¿Es que tampoco puede el Legislador elegir formulas alternativas y más eficientes económicamente hablando? En este punto, los estudios de la ineficiencia en la distribución de recursos por daños morales parecen ser bastante categóricos.

Las prevenciones que dos jueces hacen en la sentencia iban en esa línea. Ellos sostenían “que si bien el legislador goza de discreción y de un amplio margen en la regulación de las relaciones sociales y, por ende, para determinar el modo en que habrán de gozarse los derechos que la Constitución consagra, debe, al hacerlo, cuidar que las restricciones al goce de los derechos que puedan resultar de tales regulaciones encuentren justificación en el logro de fines constitucionalmente legítimos, resulten razonablemente adecuadas o idóneas para alcanzar tales fines legítimos y sean –las mismas restricciones– proporcionales a los bienes que de ellas cabe esperar, resultando por ende tolerables a quienes las padezcan en razón de objetivos superiores o, al menos, equivalentes”. Este era el verdadero problema al que debía enfrentarse el TC, pero ninguna discusión ni debate sobre el particular se hizo en el proceso. ¿Acaso la norma declarada inaplicable no tiene una lógica, una ratio, un fin legítimo?

2) En segundo lugar, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿quién defendió al Código Civil? La sentencia hace mención a que en la causa concurrieron solamente los abogados de las partes del juicio de responsabilidad. Era, entonces, el abogado de los socios el que defendía ante el Tribunal nada más ni da menos que nuestro Código Civil. Esto es evidentemente un contrasentido. Es bastante discutible que pueda dejarse la defensa de las leyes solamente a las partes, aunque también podría reconocerse que podría ser discutible si es que necesariamente haya que defender la ley. A priori, me parecería que sí, al menos por dos razones. Una primera, por la custodia de la contradictoriedad, en tanto que la existencia de posiciones contrapuestas obliga a argumentar en favor de una y descartar las razones de la otra, contribuyendo a mejorar las sentencias de los tribunales. Una segunda razón podría buscarse en que, en tanto normas de custodia de intereses generales, bien parecería que esa defensa de intereses comunitarios sea realizada por órganos públicos y no dejarla al arbitrio de privados.

En EEUU, no hace mucho, se constataba el mismo problema, hasta que fue solucionado a través de la asignación de competencia al Solicitor General para la representación del Estado en los procesos en donde se discuta la constitucionalidad de una ley. En Italia, es la Avvocatura dello Stato la encargada de la defensa de la ley cuestionada, en representación del Presidente del Consejo de Ministros (y de otros órganos menores), en el juicio de legitimidad constitucional que se lleva a cabo ante la Corte costituzionale. En Francia, es la Secrétariat général du gouvernement (que es uno de los gabinetes del Primer Ministro) la que, a través de la producción de una “Mémoire” o unas “Notes”, defiende el proyecto de ley ante el Conseil Constitutionnel. En Alemania, tanto el Gobierno Federal (Bundesregierung) como el Estatal (Landesregierungen) actúan en defensa de la ley dependiendo del tipo de ley de que se trate. En el caso de los Bundesregierung es el representante de los intereses federales (Vertreter des Bundesinteresses) el que participa en la defensa.

Nuestro sistema es claramente imperfecto. Bien se sabe que habilitar al Parlamento para que defienda la ley es una mala opción, tanto porque normalmente no se presenta, como porque, en tanto representante de una pluralidad de intereses, es discutible que deba buscar una única postura para participar en la defensa, más aún cuando deba defender una ley que haya sido impugnada por un grupo de sus miembros. El Gobierno a través de sus oficinas letradas puede ser una solución, mas el problema de su carácter político puede jugarle malas pasadas. ¿Qué interés tendría el Gobierno en defender una ley aprobada con su voto en contra cuando él se encontraba en la oposición?


Volviendo al primer punto, cabe concluir que muchos debates fueron olvidados por el TC en esta sentencia, mostrando, una vez más, que la posición jerárquica de la Constitución no resuelve de manera sencilla y directa todos los problemas jurídicos. Sin embargo, estos debates acerca de los fines de la responsabilidad como instrumento social de compensación, de distribución de riesgos, de incentivo a determinas acciones u omisiones, de internacionalización de costos, etc., parecen desarrollarse de mejor forma en las oficinas de Valparaíso que en los estrados de las cortes.

Pero poco parece interesarle esto al TC. Las ideas acerca del self-restraint en materias de desarrollo legislativo parecen no estar entre sus prioridades. Todo parece indicar que el Jardinero de Santo Domingo adora sus tijeras constitucionales.